Una de las secciones que más nos gusta en penúltiMa es la de los textos postulados por lectores a los que no conocemos que, motivados por la lectura de la revista, remiten de forma espontánea textos para ser publicados. Es el caso de este relato de Adán Díaz Cárcamo que ahora ofrecemos a los lectores aventurados y venturosos de la revista para su disfrute.
Acabamos de discutir otra vez por causa de un estúpido cigarro que encendí con la ventana abierta. Alberto, al no poder soportar el silencio que vino después de gritarnos, se puso a tararear una canción. Tiene por fuerza que llenar el vacío con cualquier sonido, como si con eso la tensión se disolviera. Me molesta su actitud. ¿Por qué no mejor pone un disco y se calla? Ya perdí la cuenta de los pleitos que llevamos desde que subimos al coche. La tonada de su canción es pésima y sus manos se aferran al volante. Yo trato de calmarme y observo el paisaje de pinos porque esa es la única manera en que mi mente puede divagar para tratar de dejar atrás la incomodidad.
Deberíamos resignarnos ante nuestro inminente futuro: nos vamos a separar. Llevamos varios meses hablándolo, y yo, por mi parte, no quisiera esperar más para firmar el divorcio; de hecho ya no vivimos juntos, me fui a casa de mi mamá. Ella me preguntó qué vamos a hacer con todo lo que compramos. No supe darle una respuesta concreta; sin embargo, por ahora, vamos a vender tanto la casa de campo como el departamento. Justamente nos dirigimos a la casa de campo para mostrársela a una persona interesada.
No sé qué hago aquí con él. En verdad desde hace algún tiempo todo lo que hace me molesta. La manera en que aprieta con ansiedad el volante de su carro, los zurcos que se le hacen en la frente, la música que escucha, cómo se mira en el retrovisor para acomodarse un mechón de cabello que siempre se sale de lugar…
Quién iba a pensar que el departamento que compramos entre los dos, aquel que fuimos a ver con tanta ilusión hace tres años, quedará confinado a un espacio inherte de paredes blancas. Como una galería de arte vacía, y nuestras cosas las piezas de un artista extravagante que cayó de la gracia del público. La exposición ha terminado, viene otra más llamativa que la nuestra. Una que sí dure como la de aquellas parejas que asisten a los bautizos y se dicen sonriendo: “Mi amor, ¿me pasas una servilleta?”.
De momento Alberto frena abruptamente y yo me pego con el tablero. ¿Lo habrá hecho para vengarse de que estuve fumando en su carro? Me siento muy agitada y enojada por haberme golpeado. Le digo que tenga más cuidado, en tono contenido; porque en realidad quisiera decirle que es un idiota, que aprenda a manejar. No sé qué me pasa, me estoy poniendo nerviosa.
-¡Se cruzó un venado! ¿Lo viste?
Quiero decirle algo sobre su manera de manejar…, pero si lo hago vamos a volver a pelear. Prefiero quedarme callada.
-No vi nada.
-En serio, ¡era enorme!
Doy un suspiro y Alberto retoma su tarareo. Quizá cantar para él es la mejor manera de evitarme. Busco en mi bolso otro cigarro y lo enciendo. Bajo la ventana del coche para sacar el humo. Alberto deja de canturrear, se voltea a verme, me tuerce los ojos y vuelve a mirar hacia el camino. No me dice nada porque ya discutimos por el tema del cigarro. Me siento muy estúpida. No soporto la ansiedad, necesito fumar. Además su carro está intacto, ni siquiera entra el humo porque mi mano va a afuera lanzando las cenizas como un rastro de odio.
Suena su celular. Alberto responde y saluda a “Aguirre”, como él llama a su abogado. Hasta cambia su tono de voz. Deja de ser el mamón que no quiere que fumen en su carro nuevo y finge amistad con el abogado con el que después irá a encontrarse en un bar para ver un partido de futbol. Por lo que alcanzo a entender, Aguirre le está concertando la cita para firmar el divorcio.
-Es la siguiente semana, el lunes a la cinco en el despacho.
Me quedo en silencio mirando hacia el frente, solo cierro los ojos y asiento. Alberto prende la radio. Apago la colilla del cigarro a medio fumar en el cenicero del coche. Le pregunto si puedo cambiar de estación. Él se enconje de hombros y hace un gesto de indiferencia. Nos tratamos como dos desconocidos, y no voy a decir nada de sus reacciones porque sé que yo tengo las mismas. Nos volvimos extraños uno del otro y nunca lo previmos. Si lo hubiéramos sabido, no habríamos comprado nada juntos, ni viajado, ni hecho planes.
En algún momento estuve muy enamorada de Alberto y él de mí. Fue la primera relación que tuve dónde me sentía correspondida. Alberto y yo compartíamos un mundo. Hablábamos mal y nos reímos de los miembros de la propia familia, teníamos nuestras películas favoritas, conocía las cosas que le disgustaban y las que amaba. Al principio trataba de complacerlo cocinándole postres, porque Alberto ama el dulce. Buscaba en internet recetas de panes y algunos fines de semana horneaba. Le ponía la mesa con precisión de mesera en restaurante francés, y recuerdo que me sentía feliz, con el cuerpo liviano, pensaba en los huequitos de sus cachetes cuando reía y luego me venía la sensación de su barba áspera rozándo mi cara en señal de cariño.
No pensé que nos fuéramos a divorciar. ¿Y quién nos viera ahora? Conduciendo para vender una casa que compramos entre los dos, viajando enojados y tratando de no ahogarnos entre los silencios prolongados que aparecen entre nosotros a cada instante. Pero no quiero pensar mucho en esto, no me sirve de nada calentarme la cabeza acerca de todo lo que fue. Llevo meses dedicándome a calcular dónde empezó la desgracia, cuándo comenzó a desgajarse nuestra vida, ¿por qué?… Me he marchitado los últimos resquicios de mi memoria tratando de elucidar aquella respuesta que ya no importa más. ¿Una nueva reconciliación?, ¿terapia de pareja? Yo no sé si el aún me quiera, pero yo creo no.
Ahora el coche se sacude fuertemente. Alberto suelta maldiciones, vuelve a enfrenar. Esta vez es tan fuerte el tirón que nos pasamos al carril contrario. “¿Chocamos?”, pienso. Veo hacia la carretera y todo sigue igual, sin autos. Al principio del viaje nos rebasó una furgoneta blanca, y luego nosotros rebasamos un coche gris. No recuerdo más autos o quizá siempre hubo y yo estaba distraída. De cualquier manera, esta no es una carretera muy transitada y solo lleva a pueblos donde no pasó Dios. Es una suerte que no venga ningún otro auto porque de lo contrario ya nos hubiéramos estampado.
La verdad es que aunque finjo que no me importa nada, el incidente me ha asustado, me siento más despierta, a la espectativa…
-¿Qué sucede? ̶ le pregunto.
-No tengo puta idea. -responde con la mirada desorbitada.
Lentamente se incorpora al carril correcto y ahí nos quedamos en silencio por unos instantes. Luego mira por el retrovisor y me dice:
-Acabo de atropellar algo. Acompáñame a ver qué es.
No estoy segura si debería ir con él. La radio está encendida, creo que están anunciando una nueva tienda departamental que abrió apenas en la ciudad. Alberto, al no ver ninguna reacción mía, abre la puerta y sale. Por el retrovisor lo veo caminar en la carretera y más allá logro distinguir al animal atropellado: es un bultito gris que se da patadas en el aire porque se debate entre la vida y muerte. Alberto se agacha cuidadosamente y me grita desde su lugar:
-¡Es una zarigüeya!
“Maldita sea, primero el venado y ahora esto. ¿Cuándo vamos a llegar a la cabaña?” Me siento más molesta aún porque en realidad no sé si vamos a venderla, ¿que tal que no la quieren? Agarro otro cigarro y lo enciendo, me salgo del coche y camino hacia donde está Alberto, quien mira con lástima al animal moribundo. Me vuelve a decir que atropelló una zarigüeya mientras me mira con ojos vidriosos. Yo estoy fumando en la carretera y observo el paisaje solitario, el viento cálido mueve las coníferas de un lado a otro, como si bailaran una danza presagiosa. Cosa extraña lo del viento en la zona montañosa donde casi siempre hace frío. Siento un atisbo de pena por Alberto, lo conozco y sé que no quiso haber atropeyado al animal. Le digo que lo deje morir en paz y que continuemos. Se pone de pie resignado y nos regresamos al auto.
La muerte del animal nos ha tranquilizado el alma. Alberto retoma el camino sin cantar. Es como si entre los dos hubiera un pequeño luto del que no hablamos. En medio de ese silencio escucho lejanamente la palabra “Alerta”. Es la radio encendida. “Alerta”, es verdad. ¡Algo pasó! Mi reacción instantánea es subirle el volumen y toda nuestra atención se vuelca en el mensaje: “Les informamos que la entrada al Parque Nacional de Los Venados está cerrada debido a un incendio forestal…”. La voz del locutor sigue hablando, pero ya no lo escucho, me siento con el estómago encogido.
Alberto maldice y frena abruptamente otra vez. Abro la puerta y vuelvo a sentir el aire tibio, creo que ahora es más caliente. Mi estómago se revuelve y comienzo a vomitar. Alberto se acerca para tranquilizarme, pero le hago un gesto con la mano para que se aleje. Termino de vomitar, veo su rostro desencajado mirándome como niño asustado. Su respiración es rápida, está atónito.
̶ ¡Qué vamos a hacer! -le grito histérica mientras me limpio el vómito con la manga de mi camisa.
Alberto vuelve a subir el volumen de la radio. Están describiendo cómo el incendio avanza.
-¡Cierra la puerta! -exclama y se arranca como si estuviera en una carrera.
El motor se escucha forzado. Yo estoy llorando en el auto, quiero fumar otro cigarro. Lo busco. La bolsa se me cae en el piso. Me agacho y en ese instante escucho un estrépito que me aturde. El coche se sacude más fuerte, da vueltas, me golpeo la cabeza y grito. Ahora sí chocamos. Cuando me levanto veo a Alberto profundamente conmovido. El parabrisas está cuarteado y encima de él hay un ciervo enorme. Estoy aterrada y observo como el cuerpo todavía moribundo se desliza hacia un lado. En ese momento siento que algo me escurre por la frente, me toco y me veo la mano. Es mi propia sangre que sale por el golpe que acabamos de recibir. Me pongo a llorar desconsoladamente y Alberto me grita como un histérico:
-¡Cálmate por favor! Me pones más nervioso. Tenemos que salir de aquí.
̶ ¿A dónde vamos? ̶ pregunto exaltada.
̶ Nos vamos a regresar ̶ dice Alberto más sosegado.
̶ Vamos a morir Alberto ̶ le expreso con lágrimas en los ojos.
̶ No, vamos a salir de esta, ya lo verás.
Su último tono de voz es tranquilizante, la manera en que enlaza cada una de últimas palabras, la tonalidad en que fluye su frase, esa musicalidad apaciguante me recuerda al Alberto que conocí y del que me enamoré. Lo veo manejar a toda velocidad tratando de salvarnos y me doy cuenta de que a pesar de lo que está sucediendo hay cierta paz en el ambiente. De pronto, vuelvo a ver los hoyitos de sus cachetes, tenía tiempo que no los veía. Cuando uno se enoja, dejamos de percibir muchas cosas que nos gustan de las personas . Siento algo en mi pecho, no sé qué es. Creo que sí lo estimo. Estoy loca. Hace unos minutos lo odiaba. Y ahora me siento tan sensible que tengo la urgencia de decirle cuánto lo siento. No sé de qué estoy arrepentida.
̶ ¡Puta madre! ̶ exclama ̶ . Ya no llega la señal de la radio aquí.
Continúa manejando y esquivando algunos animales que yacen muertos en el camino. De momento aparece el humo, no digo nada para no empeorar las cosas, pero siento que quiero desaperecer. Conforme avanzamos el humo se hace cada vez más denso. Sé que este es nuestro final, de aquí ya no vamos a salir… Se atraviesa una bandada de animales en estampida, Alberto frena. El ambiente se oscurece y todo está repleto de humo. La vida termina cuado menos lo esperas, un día te subes a un coche y no piensas que no bajarás más. Damos por sentado que siempre viviremos y eso nos hace darnos el lujo de pelear.
Cierro los ojos y siento miedo. Morir quemada va a ser la experiencia más terrible de mi vida, solo espero que sea rápido y después habitar en un silencio reparador, flotar en éter, en algún sitio del universo, sin cuerpo que sufra. Estoy conmovida y solo se me ocurre decirle a Alberto que lo quiero. Él me mira, sus ojos están llenos de lágrimas y me responde de manera derrotada:
-Yo también te quiero.
Entonces se llena de coraje y acelera. Ya no importa nada, no vemos el camino, pero atropellamos conejos, mapaches, zarigüeyas… Seguimos esquivando venados y ciervos como si estuviéramos en un video juego. De momento ya no es posible ver la carretera, todo está cubierto de humo. Sabemos que es el final. Alberto detiene el coche y me dice con voz áspera:
̶ Te amo.
No sé en qué momento pasó porque quizá ya empezábamos a intoxicarnos con el humo, pero volví a sentir sus labios con los mío; su barba, sus manos… me tomó por la cintura y me envolvió con su cuerpo. Nos quitamos la ropa, apagamos la radio, pusimos los asientos hasta atrás y en medio de la muerte, en medio del fuego, experimenté la sensación más sublime de mi vida. Cada penetración era un paraíso, cada instante parecía una ensoñación, como si hubiera recuperado el tiempo, como si me hubiera burlado en la cara del maldito tiempo. El gesto de excitación de Alberto me llevó a recordar la primera vez que hicimos el amor y era como si el mundo estuviera naciendo de nuevo. Mi último gemido, antes de quedarme dormida, viajó por lo infinito.
Desperté en la cama de un hospital. Mi primera reacción fue querer ponerme de pie, pero tenía un suero conectado en mi muñeca y sentía un parche en mi cabeza. Empecé a llamar a Alberto. Inmediatamente vino una enfermera regordeta que me pidió tranquilizarme, iba a llamar al médico. Al poco tiempo apareció un doctor alto, de alrededor de unos sesenta años, tenía unos lentes desgastados y la voz áspera como si bebiera mucho whisky en las rocas. Me preguntó, ¿Cómo se siente la superviviente? Yo me llevé la mano a la cabeza y le pregunté por el “aún” mi marido.
-Su esposo está despierto, lleva horas esperándola. Por suerte ninguno inhaló mucho humo porque el coche los protegió.
No recordaba casi nada, quería irme ya.
-Te vamos a dar de alta en unos minutos -prosiguió el médico-. Debes firmar unos papeles y…, -Se detuvo con un gesto de consternación. -Bueno, afuera hay prensa esperando su declaración de lo sucedido en el Parque Nacional-.
Doy un suspiro intenso y termino de hundirme en la cama.
-¿Cómo prensa? ¿Qué hay que declarar?
-Tu marido y tú son sobrevivientes, “los amantes del incendio”, les llaman. Son noticia nacional, los encontraron desnudos, los rescataron y ahora toda la nación está conmovida por su amor en medio de las llamas.
La enfermera sonríe en señal de complicidad, pero yo me muestro indiferente. Me retira el suero y me entrega mi ropa en una bolsa.
-La esperamos en el lobby, cuando termine de vestirse nos avisa.
El doctor y la enfermera salen, me visto rápido y abandono el cuarto. Camino por el pasillo, bajo las escaleras y veo a Alberto sentado junto con otras personas que presumiblemente esperan a ser atendidas. Me mira desde su sitio y se levanta. Camina hacia mí y me pregunta cómo estoy. Le comento a Alberto de todo lo que me acabo de enterar. Siento una gran vergüenza, “¿Los amantes del incendio?, ¡Qué cosa más ridícula!” Quisiera esconderme en el quinto infierno y no salir más.
Por más que Alberto me pide que me tranquilice, vuelvo a sentirme enojada. Justo ahí escucho mi nombre y volteo: es mi madre que viene hacia mí con los ojos hinchados de llanto. Me abraza y nos ponemos a llorar las dos. La gente del hospital empieza a aplaudir cuando nos rencontramos. Siento que mi vida es un reality show barato que apela a la lástima de los demás. Alberto se acerca a nosotras y nos dice que va a pedir un taxi porque él se tiene que quedar un rato para una radiografía en los pulmones, algo de rutina.
-No es necesario Alberto, -responde mi mamá. -Yo vine en uno que me está esperando afuera.
-Las acompaño a la salida entonces.
Entramos al ascensor y solo estamos nosotros. Dentro hay un silencio incómodo. Por alguna razón el ascensor no baja inmediatamente y Alberto empieza a tararear la misma puta canción. Me siento molesta. Tiene por fuerza que llenar el vacío con cualquier sonido, como si con eso la tensión se disolviera. Cuando las puertas del ascensor se cierran, Alberto deja de canturrear y me dice:
-Acuérdate que la cita es el lunes a las cinco en el despacho de Aguirre.
Lo observo y quiero golpearlo. Agarro la mano de mi madre, la aprieto como una niña encontrada después de haberse perdido en el supermercado. Regreso mi mirada al filo de las dos hojas que cierran el cubo metálico donde nos encontramos. Conforme descendemos escucho un barullo incómodo. Como si hubiera mucha gente afuera esperando a alguien importante. Una voz masculina grita “¡Dejen pasar!“. Es La maldita prensa, recuerdo. Mi corazón late estrepitosamente, me dan unas ganas inmensas de salir corriendo, de regresar. Quiero fumar. ¿Dónde están mis pinches cigarros? Se abren las puertas del elevador…
Adán Díaz Cárcamo (1984) es Licenciado en Lingüística y Lengua Inglesa, Maestro en Comunicación. Ha colaborado diversas revistas literarias como Margen Cero, Resonancias, Narrativas, Exlibris y en Espacio Ulises. Actualmente fue seleccionado para el concurso literario de los 52 golpes. También ha publicado artículos académicos para Universidades y para otras revistas de índole cultural. Trabajó en el Instituto Politécnico Nacional como profesor y en la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM en proyectos de cultura por la paz.
La imagen que ilustra el texto es del fotógrafo ruso Arthur Popov.
Muchas felicidades hermano eres fregon te quiero muchoo?