Que la vida laboral es un viaje, o que la vida en general es un periplo laboral, uno lo comienza a comprender más tarde. Mercedes Álvarez se lanzó a llevarse la vida ociosa por delante. Acá lo cuenta.
Hace cinco meses decidí dejar temporalmente mi trabajo – un puesto fijo y bien remunerado que me hacía profundamente infeliz – y dedicarme por un tiempo, sin apuro, a pensar qué es lo que verdaderamente quería hacer en la vida.
Mi licencia comenzó el día 1 de julio. Todo el año, desde enero y ahora que lo pienso quizá desde antes, padecí de dolor de espalda. Un dolor sordo, constante, que se agravaba en las noches y que empezó a ceder tras muchas sesiones de kinesiología y visitas a un simpático médico chino que me practicó digitopuntura mientras me comentaba lo mucho que le gustaban las patas de cerdo (y un poco de vino, síiii, agregaba con soñadores ojos perdidos en algún punto de su consultorio).
La cosa era así: yo tenía que levantarme a las siete y media de la mañana para no llegar a la oficina más tarde de las nueve y media, pero para eso tenía que acostarme a las doce, de manera de dormir una cantidad razonable de horas. Muchas veces me acostaba más tarde de las doce, y la sola idea de levantarme cinco horas después me impedía dormir. O dormía a ratos, y me levantaba aun más cansada que cuando me había acostado, con ese dolor de espalda localizado que parecía que no iba a irse nunca, y me duchaba y vestía y tomaba café maquinalmente, y luego encaminaba mis pasos hacia el trabajo.
En el colectivo, mientras miraba a la gente dormir con las cabezas colgado contra los respaldos de los asientos, pensaba que todos compartíamos más o menos la misma vida. Todos íbamos a la mañana muertos de cansancio, y esperábamos con ansias el fin de semana que rápidamente se llenaría de actividades de ocio programado. Muchas de esas personas tendrían hijos a los que cuidar, o una madre enferma, o un padre con demencia senil. Y probablemente yo, en medio de todo eso, era de las más afortunadas. Sin embargo, me iba por ese agujero de lo cotidiano sin pensar, como si se tratara de una cloaca.
Hace casi exactamente cinco meses que me subí por última vez a ese colectivo para hacer ese recorrido.
Escribo todo esto desde mi cama. De afuera llega el sonido no muy lejano de la radio de los vecinos. Esta mañana estuve en el gimnasio haciendo ejercicios de estiramiento; luego comí, luego dormí la siesta. He dormido estos meses como si no hubiera dormido nunca antes en toda mi vida, aunque sé que no es cierto porque a lo largo de mis treinta y siete años he aprovechado cada minuto en colectivos, fiestas, casas ajenas y reuniones para entregarme al sueño. Pocas cosas me resultan más placenteras.
Y pienso, también, en el placer del ocio. Ese placer que suele acabarse cuando prendo la televisión.
No hay nada en la sociedad contemporánea que incentive al ocio. Nada. Enciendo la televisión y veo la publicidad. Me cuentan que Pepe, por ejemplo, tiene una vida llena de actividades, de trabajo, pero también de hobbies y de deportes, y que sobrevive gracias a un suplemento vitamínico especial. También que “las mamás no toman días libres”, y entonces una aspirina milagrosa ayuda a una madre a no meterse en cama para seguir incansablemente junto a su hijo. Por otro lado, Juan “no tiene tiempo para un dolor”, y gracias al ibuprofeno puede recibir ese día a su novia en su casa, cocinarle y hacer como si nada pasara. Si no tenés ganas de salir a la noche lo mejor es cierto yogur con cereales y frutas, porque “apachorrarse” al parecer es un pecado que a todas luces debe ser combatido.
Me pregunto si, de los que iban en las mañanas en el colectivo conmigo, alguno tomaría uno o varios de estos productos. Porque está mal visto parar. Está mal visto ponerse a contemplar el cielo por la ventana (por lo menos se le pide al observador que lo haga con una cámara en mano, para sacarle alguna productividad al asunto). Está mal visto estar enfermo o triste y meterse en la cama por ello.
Si un familiar muere, lo mejor es tomar “un cuartito” de algo. ¿Para qué padecer, si es posible eliminar el síntoma? El síntoma se suprime con pastillas, casi invariablemente. Porque no hay tiempo que perder.
Es difícil entender cómo se aprovecha, sin embargo, el tiempo ganado gracias a la farmacología en una sociedad tan poco eficiente como la nuestra. Hace rato que los franceses descubrieron que la jornada de treinta y cinco horas no disminuía la productividad, pero en Argentina parece que las empresas tienen ideas muy contrarias. Se trabaja poco por objetivos, y por lo general se ve con buenos ojos que el empleado se quede fuera de turno, que realice horas extras impagas y si es necesario que trabaje también los fines de semana. Todo ello sumado a que los trabajadores parecen haber asumido su total identificación con aquellos de las propagandas. Hay, sin dudas, un cierto halo de importancia en el discurso permanentemente repetido que se cristaliza en frases como “estoy a mil”, o “estoy a full”, aunque pocas veces se puntualice de qué hablamos cuando salen a la luz dichas frases.
¿Qué es lo que esconden sentencias como “estoy a mil”? ¿Por qué nos tranquilizan? ¿Por qué nos tranquiliza agotarnos, salir del trabajo, ir a buscar al hijo al colegio, seguir con una clase de gimnasia, cenar y terminar exhaustos a las doce de la noche? Durante mucho tiempo he pensado este tema, y lo más cercano a una respuesta es que la hiperactividad es un buen remedio para la angustia.
Hoy en día se vive suprimiendo la angustia. El problema es que reaparece, y cualquier intento es poco: por cada cabeza cortada nacen otras diez.
Bien es cierto que tampoco la molicie es buena consejera, y la literatura nos ha dado sobrados ejemplos de aquello en que puede convertirse quien decide pasar sus días mirando la existencia desde un sofá. Ahí tenemos, por ejemplo, a Oblomov, novela que toma Levinas para hablar de la pereza. La pereza es cansancio de existir, nos dice. No es fatiga anticipatoria por el trabajo que vendrá, sino que simplemente no hay para el perezoso ningún porvenir. Y es así como el personaje de Goncharov ve pasar la vida delante de él sin siquiera necesitar levantarse para estirar las piernas de vez en cuando, y sin sacar de la contemplación de la vida ningún provecho.
Es posible malgastar a ese punto nuestra existencia: irnos de este mundo sin haber aprendido nada. Y sin embargo tampoco el ocio activo es mejor, pues a veces esconde una angustia profunda y un atroz miedo de existir, como le ocurre a los personajes de El cielo protector. Nunca nos enteramos de dónde les viene el dinero, y sin embargo están allí de viajeros por el Sáhara. Y nada parece consolarlos. La aventura del exotismo no calma los corazones.
Tampoco los calma el reposo de la enfermedad, como les ocurre a los personajes de La montaña mágica, entre médicos, sobrealimentación, paseos por la naturaleza y reposos reglamentarios en el frío exterior. Al final, irrumpe la guerra con su varita mágica y todo se trastorna.
Hay, casi siempre, otro pensamiento secreto con respecto al ocio y a la contemplación: es la idea de que lo bueno no puede durar, que la calma no puede durar. Que en toda vida demasiado fácil o demasiado tranquila ambas cualidades terminan llegando a su fin, como unas buenas vacaciones. Está muy bien la playa, pero: ¿cuánto tiempo se puede vivir pensando solo en comer, dormir, darse baños, sin ocuparse en nada más? Sin embargo hay quienes viven así toda su vida. Claro que quizá no sean católicos ni protestantes.
Digamos, que si estamos activos todo el tiempo, es mucho más difícil percibir que lo malo puede ocurrir y, si ocurre, la realidad es que por lo menos no nos encontró la desgracia sin hacer nada. Es probable, sin embargo, que la desgracia nos encuentre tanto en tiempos de ocio como de actividad. Pero las ilusiones no pueden matarse tan fácil.
Pero para volver al tema que nos ocupa, me pregunto: ¿es necesario, para vivir, ocuparse en algo? Creo que para vivir es fundamental ocuparse en algo, pero tendería a decir que la forma más plena -no hablo como ven de felicidad, pero sí de una sensación inconfundible de estar haciendo lo mejor para uno mismo- de vivir es que ese algo sea consecuencia de una pasión. Por lo general el amor a las ocupaciones es algo que se encuentra en el camino y no está predeterminado desde nuestra infancia más que en casos muy excepcionales, pero una vez encontrado no conviene renunciar a lo que se ama. El problema es que no sabemos lo que amamos. Por eso es más fácil ocuparse en miles de cosas, llenar el tiempo hasta que se cubra el más mínimo hueco de angustia, agotarse y consumir suplementos y pastillas, pero no llegar nunca a la instancia de hacernos preguntas.
¿Por qué no tenemos tiempo para descubrir qué es aquello que amamos? Tengo la sensación de que mucho del tema tiene que ver con esto:
Con demasiada frecuencia, en el entorno inestable en que vivimos, tendemos a tomar la existencia como si fuera un ensayo para otro momento. Así, dejamos de hacer infinidad de cosas. “Cuando tenga el trabajo que quiero, entonces voy a ser feliz y tener una familia”, “cuando adelgace los cinco kilos que me sobran, entonces voy a poder comer dulces a veces y encontrar alguien que me ame”, “cuando tenga dinero, entonces voy a poder parar de hacer este trabajo que odio y comprar mi casa”. Así operamos por lo general, difiriendo: una vida siempre como ensayo de otra mejor que con seguridad nunca tendremos. Una vida de ensayo que no es tal, donde suspendemos nuestros deseos más profundos, o ni siquiera llegamos a darnos cuenta de cuáles son.
Una vida de transición, sin propósito, agotando el tiempo escaso de la propia vida.
Mercedes Álvarez (Tandil, 1979) vivió en Mar del Plata y España. Ha publicado el libro de cuentos Vecinos (2010), la novela Historia de un ladrón (2010) y los poemarios Imitación de los pájaros (2013) y Saigón (2015). Como relata en este texto hace unos meses dejó su empleo en el Centro Cultural de España en Buenos Aires.
Muy acertada la nota, aunque no coincido con «No hay nada en la sociedad contemporánea que incentive al ocio» el ocio lo motiva uno mismo, no la sociedad.