Invitada al festival cinematográfico Punto de Vista, que se celebra cada mes de marzo en Iruña/Pamplona, Mireya Hernández usa como excusa la programación del festival y sus eventos paralelos para trazar una particular bitácora que va más allá de la mera crónica del certamen para constituirse en un texto con solvencia propia.

 

Miércoles

En el autobús de Alsa hay una chica latinoamericana que ha comprado un oso de peluche gigante y se hace selfies con él mientras el paisaje navarro desfila a toda velocidad a su espalda. En este autocar sólo viajamos seis personas. Poneos donde queráis, nos ha dicho el conductor al entrar, y la chica se ha sentado en los asientos del medio con su oso fucsia. Detrás de ella va un hombre que teclea en el móvil sin parar, y a mi lado una pareja de enamorados que no dejan de tocarse. El sexto pasajero, con el asiento reclinado y la boca abierta, ronca para nosotros, acunado por el ruido del viento y del motor del autobús.

A las 2 saco del bolso mi empanada de pollo del Ahorra Más, aunque por más que busco el pollo no lo encuentro. Es una de esas compras de las que uno se arrepiente antes de llegar a la caja. No lo compres, dice una voz en tu cabeza. Pero la cajera te sonríe y te ofrece unas chocolatinas que están en promoción y entonces te sientes menos culpable y le dices: No, no, gracias, sólo esto. Y te llevas la empanada. La dejas en la encimera de la cocina y piensas: Da igual, un día es un día, luego cenaré bien. Y mientras te la comes, con el olor a estiércol filtrándose por los cristales, no dejas de mirar ese cartel azul anunciando un merendero y las letras blancas en la ventanilla que indican la salida de emergencia.

La carretera está invadida de camiones. El sol aparece y desaparece como en un truco de magia y pronto empiezan a asomar las montañas al fondo. Los molinos se multiplican en el horizonte cuando estamos llegando a Olite. Dentro del autobús todo es azul y gris. Fuera es verde, cada vez más verde.

Los dos conductores con los que he viajado hoy silban. El silbido del segundo suena como un theremín. Ésta es la canción que sale de sus labios cuando estamos entrando en Pamplona y el sol ha conquistado finalmente el cielo:

Voy por la calle tarareándola con la mirada virgen del que visita un sitio por primera vez. La maleta traquetea sobre el empedrado cuando llego a la Plaza del Castillo. Un hombre negro vestido de amarillo está sentado en un banco larguísimo. El sudor le cae por la cara y la luz le obliga a cerrar los ojos. Me detengo frente al escaparate de una tienda de souvenirs atraída por los muñecos de gigantes y cabezudos. De camino al albergue veo conchas de Santiago clavadas en el suelo, veo una bandera independentista ondeando en un balcón, veo una peluquería, veo punkis, veo bicis, veo perros y a un par de personas pidiendo limosna. La letra K está por todas partes. Me siento en una plaza y escucho el rumor del agua de la fuente, el silencio a la hora de la siesta, el sonido de las teclas del ordenador.

El albergue donde me alojo la primera noche parece japonés. También un poco futurista, y un poco retro. Cuando entras en tu litera y cierras la cortinita nívea (aquí todo es blanco inmaculado), es como si te metieras en una cápsula y te aislaras del mundo. Como si desaparecieras. En cada cama hay una foto de un director de cine. No las han quitado desde la última edición del Punto de Vista, y, ahora que se ha convertido en el hostal oficial del festival, dudo mucho que lo hagan. Mi cama, la número 11, es la de Agüero, un documentalista chileno orgulloso de no haber ido nunca a Cannes.

Una barba asoma en la litera de al lado. Creo que he despertado al hipster que duerme en la cama 13. Perdona, le digo. Estoy haciendo mucho ruido. No, no, no te preocupes, dice, estaba despierto. Vamos juntos al Baluarte, la sede del festival donde recogeré mi acreditación y saludaré a Andrés, el responsable de prensa. Mi acompañante no para de hablar. Me cuenta que ha trabajado con muchos cineastas, que ha fotografiado a un montón de gente, que conoce a todo el mundo. ¿Tú qué haces?, me pregunta. Y le contesto: Yo escribo.

Oskar Alegria, el director del festival y de esa joya llamada La casa Emak Bakia, me ve en la cola y me saluda, sonriente como siempre, amable, cercano, pendiente de todo pero sin dejar que el estrés se le note en la cara. Pocas personas conozco tan talentosas y tan humildes a la vez.

Lo primero que veo son dos piezas de Alain Fleischer (París, 1944): su autorretrato como fotógrafo para la serie Contacts y el retrato del artista Christian Boltanski. Fleischer alude al yo reflejado y el yo proyectado y reflexiona sobre cómo nos miran ciertos objetos. La fotografía es aquello «donde el presente bascula», dice en una ocasión. Para el cineasta, las películas captan la huella de la huella, igual que el papel de aluminio refleja la forma de las cosas que han estado envueltas en él.

En À la recherche de Christian B. finge que su amigo ha muerto y va en busca de sus recuerdos, apoyándose en imágenes de películas, lugares u objetos que le hacen pensar en él. «A veces es en las imágenes en las que no está donde tengo la impresión de encontrarle. Y en cambio parece no pertenecer a algunas otras donde está presente.» El relato en pasado nos va dando pinceladas de quién era B: «A Christian le encantaban los parques y las luces de Navidad», o: «Se sentía extrañamente atraído hacia la infancia», o: «Siempre le han gustado los apartamentos vacíos», o: «Cuando éramos jóvenes, me arrastró muchas veces hasta Pigalle. Le gustaban los espectáculos de variedades.» En este ensayo filmado en primera persona, Alain habla de la figura del artista como creyente y como estafador, como víctima y como asesino. Habla de las obras de arte como reliquias, de la gracia, de Van Gogh, de la correspondencia entre la situación política de una época y su arte.

Y cuando termina la proyección nos habla a nosotros, arrellanados en las butacas de la sala Corona, con las pupilas dilatadas por la oscuridad. «Tengo la sensación de ser varias personas distintas», dice. «No estoy seguro de que al fotógrafo que soy le guste el cineasta o el escritor que soy». Relaciona la escritura con el revelado antiguo de la fotografía («el texto se convierte en una imagen») y afirma que la fotografía y la literatura son dos vehículos para transcribir ideas. Luego nos cuenta que su padre vendió el piano con el que estudió de niño y su madre le compró una máquina de escribir. No notó mucha diferencia porque para él eran lo mismo, hasta se parecían físicamente, con sus teclas y su martillo. «La lengua es oral, como la música; sólo se transforma en texto cuando se escribe». Me recuerda a aquello que decía Verlaine de que «el verso debe ser antes que nada música; una armonía de sonidos que hace soñar». Las artes, al fin y al cabo, no son compartimentos estancos, sino que se complementan unas a otras hasta el punto de que su definición se diluye y sus fronteras acaban por desdibujarse.

Son casi las 7 cuando salgo a encontrarme con Uxue y Javi. A ella ya la conozco. Me la presentó Hasier en Madrid una noche de lluvia divertidísima. A Javi, un librero murciano afincado en Pamplona que achina los ojos cuando sonríe, sólo lo conozco virtualmente, pero enseguida congeniamos.

Cruzamos la calle y nos adentramos en la sala Corona para ver con los ojos tapados «La película jamás vista» dentro del ciclo de La quinta pared, donde el festival pamplonés aborda el cine documental desde perspectivas inusuales. En este caso somos los espectadores los que vamos a ser observados, como si la barrera entre el público y la escena se subvirtiera o directamente se disolviera.

Los cien asistentes nos hemos puesto un antifaz para no ver la pantalla, aunque en realidad –los que no hacemos trampas lo sabremos más tarde– ésta no proyecta ninguna imagen. Cuando cesan las risas, un grupo de niños de los que sólo oímos las voces empiezan a contar por turnos y en tiempo real lo que ocurre en el filme. Javi sabe qué película es desde el primer minuto y a mí lo que describen me recuerda a un vídeo de Mercury Rev donde un montón de globos de colores surcan el cielo de París.

 Luego me enteraré de que efectivamente era ésa. Me gusta la idea de que hayan sido unos chavales los que han reconstruido la historia de la que sólo conocía algunas escenas.

Después de cenar vamos a ver Never Explain, Never Complain, el documental sobre Chris Marker (1921-2012) dentro del ciclo Cazador cazado donde los cineastas en vez de filmar son filmados. David Lynch, Jonas Mekas o Chantal Akerman han protagonizado recientemente otros filmes similares. En esta edición del Punto de Vista, la cuarta y última dirigida por Alegria, se proyectan también películas sobre Kiarostami, Godard, Raoul Ruiz y Manoel de Oliveira.

En Never Explain, Never Complain, Jean-Marie Barbe y Arnaud Lambert trazan un recorrido por la obra del escurridizo cineasta, escritor y fotógrafo francés, desde las utopías políticas de los cincuenta (Siberia, Chile, La Habana) y su posterior fracaso, hasta la mini serie de televisión L’Héritage de la chouette en que vemos la importancia que ha tenido la Grecia clásica en la creación de la civilización occidental moderna, pasando por el cinéma-verité. Quitando toda la parte de «Second Life», que afea el resultado y no aporta mucho, el repaso de la obra de Marker me deja clavada en la butaca durante casi dos horas y media.

 

Jueves
Tras una noche en la cápsula kubrickiana que me borra las ojeras y hace desaparecer de mi cuerpo el cansancio acumulado, llego al Baluarte para ver dos películas de la Sección Oficial. La primera es el corto belga-portugués From Vincent’s House in the Borinage, que habla de la casa y la localidad belga donde vivió Van Gogh cuando abandonó la fe para reencontrarse con la pintura. La presencia extraña que recorre los paisajes y se funde con los cuadros del neerlandés no consigue llevarme con ella ni conmoverme, pero quizá no tenga el día para ver algo tan etéreo y misterioso, o quizá Van Gogh sea una figura demasiado grande para ensayar experimentos con él.

La segunda es el largo checo-eslovaco 5 de octubre que cuenta, sin apenas palabras y con unas imágenes bellísimas, el viaje en bicicleta de Ján al interior de Eslovaquia antes de someterse a una operación de riesgo. Ján no habla, pero vemos lo que anota en su diario. De alguna manera, y mientras él se adentra en la naturaleza y en sí mismo a través de sus recuerdos, vivencias y fotografías, los espectadores nos metemos dentro de su cabeza y asistimos cautivados a la cuenta atrás, que avanza sin pausa como el tumor gigante de su cuello. Pese a lo dramático del planteamiento, su director, Martin Kollar, no se recrea en el victimismo, sino que dota a la historia de un optimismo alejado de toda cursilería y nos permite acompañar al protagonista en su huida a ninguna parte. Un viaje sin rumbo contado con humildad y una sencillez arrolladora que se apodera de nosotros desde el principio.

Después de comer, veo tres tentativas para atrapar el viento: el ejercicio conceptual no exento de humor Maître-vent, en que un artista de Burdeos trata de capturar el aire apilando cajas de cartón, bolsas de plástico, paraguas y otros objetos ligeros en la cuneta de varias carreteras francesas y ve cómo los derriba el viento que generan los vehículos al pasar; Plastic Bag, un cortometraje de denuncia de Ramin Bahrani narrado por Werner Herzog y con música de Kjartan Sveinsson (Sigur Rós) que cuenta la historia de una bolsa de plástico que viaja por el aire en busca de su creador y acaba en un océano mugriento y contaminado; y el largo francés del 88 Une histoire de vent, de Joris Ivens y Marceline Loridan, donde un cineasta cansado se sienta en una silla frente al horizonte para cumplir su último sueño: atrapar el viento. Una historia de esperas que por momentos desespera (demasiado larga quizá, demasiado lenta o vulnerable al paso de los años). Entre el documental, la ficción, la filosofía, la mitología y la fantasía, Ivens va llenando su mochila de leyendas hasta que por fin consigue apresar lo que no se ve.

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Para llegar a casa de Uxue hay que atravesar el parque Antoniutti y pasar por delante de un tanatorio en cuya entrada se ha instalado una cuadrilla de gitanos que han ido a velar a un muerto. Durante un par de días, cada vez que voy o vuelvo los veo allí, sentados en los bancos, comiendo bocadillos de jamón york que acaban de comprar en el supermercado. Se acomodan, sacan los paquetes de plástico de la bolsa, los abren y empiezan a rellenar las barras de pan con las lonchas. Dice Uxue que el día anterior por la mañana había pocos, pero que han ido llegando más en sus furgonetas y han empezado a tomar la calle, todos vestidos de negro bajo un sol de justicia. Entre ellos hay una señora muy gorda que ocupa medio banco y varios hombres con sombrero y cadenas de oro. Llevan dos días y aún estarán uno más. Tres días y tres noches haciendo guardia en el tanatorio. Un largometraje de 72 horas protagonizado por un muerto invisible, fiambre del Caprabo, bancos de madera, joyas de oro y gitanos de luto entrando y saliendo del supermercado.

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La sala de Cámara está hasta arriba. Todos los que no vieron Converso ayer la quieren ver hoy. Antes proyectan el corto francés, L’Abcdaire de l’amoureuse d’un photographe, cuya autora, fascinada por el universo onírico del fotógrafo Guillaume Poussou, coge la cámara por primera vez en su vida y documenta el proceso creativo como si fuera una pieza musical, reflexionando sobre el acto fotográfico y contando una historia de amor con 26 palabras, una por cada letra del alfabeto. Y aunque la idea es buena, tanto pastel acaba por empalagar.

 Por eso, cuando David Arratibel presenta Converso, un documental honesto y carente de pedantería, lo agradecemos. El cineasta navarro intenta entender por qué sus hermanas y su madre abrazan de pronto la fe católica y se reconcilia de algún modo con ellas después de hablar, por primera vez y ante la cámara, de lo distanciado que llegó a sentirse durante años de su familia. El director se aleja del formato clásico de bustos parlantes y busca respuestas a sus preguntas en una suerte de confesionario donde todos cuentan y todos escuchan. Y mientras conversan –he ahí el doble juego del título–, van sirviéndose de espejo unos a otros y terminan armonizando como el órgano de la iglesia cuando las dudas se despejan y las distancias entre ellos se acortan. La intimidad se hace pública con humor y siempre desde el respeto, y por momentos llega a emocionar, pero se echa en falta un poco de picante en el final.

Después de ver un documental sobre el cineasta chileno Raoul Ruiz (Contra la ignorancia ficción) donde se hace más hincapié en el ser humano que hay detrás del director que en su cine, Uxue y Javi me llevan a cenar a un restaurante que salió en Pesadilla en la cocina y que abre hasta las 3 de la mañana donde no saben hacer risotto. Nos reímos, hablamos de libros, de autores, de crítica literaria, de mitos y del monstruo del marketing mientras la televisión proyecta vídeos musicales de otra era.

 

Viernes

 Cuando me levanto leo varios mensajes en el móvil preguntándome si estoy bien. Al rato me entero de que mientras dormía ha habido un terremoto de 4,4 grados en Pamplona. Uxue se ha despertado porque se ha caído Wo ist mein Hut? de Jon Klassen de la estantería. La traducción literal es «Dónde está mi sombrero» pero en España lo han titulado «Yo quiero mi gorro». El programa del festival de ese día se llama «Viernes de turbulencias» y estaba escrito desde el jueves. El correo que me ha llegado acaba con la frase «El aire vuelve a temblar».

Es curioso que el día empiece con una profecía y con una pregunta de alguien que busca algo, porque todo lo que va a ocurrir durante la jornada tiene que ver con esas dos cosas: los temblores y la búsqueda.

El primer documental que veo es La deuxième nuit, un homenaje del belga Eric Pauwels a su madre muerta que habría sido redondo de no ser porque el foco, en lugar de estar en ella, está en él, como pasaba hace unos años con Mapa de León Siminiani. El ego, al final, puede dinamitar la obra de arte. La historia es buena, está bien contada, es emotiva, pero a mí como espectadora me interesa el personaje de la madre, no el duelo del hijo. «El arte es una herida hecha luz», decía Braque. De ahí parte La deuxième nuit, del dolor de la pérdida y de cómo transformarlo en una catarsis que brille. La película arranca con la idea de que el primer alejamiento entre una madre y su hijo tiene lugar la segunda noche de vida, y a partir de ahí traza un recorrido hasta la despedida final. La mejor metáfora de esa separación, de todas las que acontecen a lo largo de la existencia de una persona, aparece reflejada en el cuadro de Díaz de la Peña en que una madre se despide de su hijo en mitad del bosque y parece decirle que siga su camino.

Los huérfanos cuentan historias y a veces, como en este caso, utilizan los objetos que dejan los que se van para acercarse a ellos. Los recuerdos y las experiencias que ya pertenecen al pasado se van entretejiendo hasta completar la fotografía. Y es ese pensar en el que no está lo que lo mantiene vivo. Pauwels mira las postales de madonas permanentemente jóvenes que coleccionaba su madre mientras iba envejeciendo y aprende a mirar el mundo a través de sus ojos. Porque es cuando las cosas se terminan cuando finalmente se entienden. Y pasado el drama, ese punto y final nos sirve para conocernos mejor. «La muerte carece de importancia, es como esquiar, como beber un café», decía Robert Walser.

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Por la tarde voy a ver a Luciano Emmer, que fue, en palabras del crítico André Bazin, «el primer gran descubrimiento dentro del campo documental desde la aportación de Buñuel». Con él cambia la forma de relacionarse con el arte. Nos encontramos ante la dramatización de la pintura, donde la imaginación da paso a la libertad. En sus películas, el cineasta italiano hace confluir la cultura cinematográfica con la pintura estática, y en esas exploraciones fílmicas del arte llega al cine ensayo. Las imágenes se transforman en otra cosa. La búsqueda argumental a través de los frescos de Giotto en Racconto da un affresco (1941), la reconstrucción de la historia de los cuadros de El Bosco en Il paradiso terrestre (1942), el viaje por Torcello en Isole nella laguna (1948) donde nos hace partícipes de las costumbres de sus habitantes (una campesina con su cabra, un pescador que canta «la barca es mi casa» y un velero que atraviesa la pantalla y recuerda al plano secuencia de La noche del cazador) o el documental sobre Leonardo da Vinci (1952) en que la voz en off se combina con los primeros planos de los dibujos hasta desaparecer y dejar todo el protagonismo a la imagen, son cuatro ejemplos del saber hacer del milanés.

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Joana acaba de llegar de Getxo y me espera frente a la cafetería del Baluarte. Vamos a casa de Uxue a dejar su mochila y volvemos a encontrarnos con los gitanos en la puerta del tanatorio. Hay menos que ayer, o quizá estén comprando provisiones. Pienso en cómo alargan el tiempo ellos y cómo a nosotras se nos escapa de las manos, en la relatividad de los relojes, en lo sabia que es la gente que nunca tiene prisa.

En la sala Corona no cabe ni un alfiler, así que cuando entro me quedo apoyada en la pared, muy cerca de la pantalla. Si estiro el brazo puedo tocar a Víctor Erice, que ha venido a presentar la sesión «Oteiza, el hombre que huye», en la que se proyectan los dos Super 8 inéditos del escultor: Urbia y Aranzazu. 

Jorge Oteiza es un cineasta sin cine. Es mucho más que un artista. Es un visionario adelantado a su época. Erice recuerda su relación con él y las interminables conversaciones que mantuvieron. Asegura que si Jorge no llegó a hacer cine en su época fue por la complejidad técnica, pero lo habría hecho de haber tenido al alcance la tecnología actual. La idea que le rondaba por la cabeza era que «su primera película iba a ser en realidad su última escultura». Víctor habla del cine como reflejo y embellecedor de la vida y confiesa que el artista de Orio era para él un ejemplo. Y luego dice algo que suele ser bastante común pero que pocos se atreven a verbalizar: «Los discípulos hacemos y el maestro vela por nosotros».

Durante la proyección tomo notas en el cuaderno. Creo que todas las frases pertenecen a Oteiza: «El corazón no se para, pero cuando se para es para siempre», «la naturaleza ordenó que muchos animales fueran alimento de otros», «donde hay vida hay calor, y donde hay movimiento hay humedad», «el ojo como una cámara oscura», «lo abstracto que se hace concreto (la imagen y la palabra escrita)», «pensamiento ––> papel», «no dejes que tu ira o malignidad destruya tanta vida».

Entre los dos Super 8 jamás mostrados, un archivo sonoro con ideas e instrucciones sobre la creación fílmica y el corto dirigido por Nestor Basterretxea Operación H, encuentro un tesoro: el discurso al hombre en la oscuridad del cine, narrado por el propio Oteiza: «En el cine se oculta el hombre, como nos ocultamos de niños en un agujero en la playa. No hay diálogo posible con el hombre actual que busca escapar de su dura realidad. Si le esperamos en la estatua, él no viene. Si estamos en la novela, tampoco entra. Pero el hombre que escapa entra en un cine. Es preciso pues esperar a este hombre que huye y hay que ayudar, allí dentro del cine, de la narración cinematográfica. (El hombre no sabe, huye, de su oficio de hombre que es fabricar su vida. Algunos hombres fabrican el arte para que se aclare, se facilite, se ayude, este penoso pero hermoso oficio de hombre)». Escuchar esto por primera vez refugiados en la oscuridad de la sala y con la voz del propio Oteiza tiene algo de mágico, y es difícil pensar en cosas triviales después de haber estado ahí, en su cabeza y de algún modo en la de todos nosotros.

Al salir de esa experiencia entre mística y filosófica me encuentro con Amorante tocando en el hall. Iban Urizar mezcla la música tradicional y popular con la experimentación y la improvisación y recuerda por momentos a la zanfoña cósmica y cinemática de Adrià Grandia. Apenas puedo escucharlo porque me esperan en el Nébula, donde llenaré el aire de música entre cerveza y cerveza. Pamplona vuelve a temblar.

 

Sábado

De camino a Katakrak, Joana, Uxue y yo hablamos de la decadencia y la falta de libertad de la crítica y del encumbramiento de ciertos autores, artistas y obras, que a menudo obedece más a modas, fenómenos pasajeros, fines mercantiles o la eterna veneración por los tótems intocables con olor a naftalina que al verdadero talento.

En la comida popular de la librería–restaurante nos sientan en una mesa junto a un viejito entrañable llamado Filipe Oyhamburu, que de joven bailó frente a Beckett, Churchill y Picasso, y después del café nos dan unas gafas 3D y unos chupitos azules y rojos a juego.

Nos dirigimos al Baluarte bajo el cielo gris para ver el documental que abre la sesión Chez les basques, dedicada a los filmes hechos por cineastas que han visitado el País Vasco francés. En Euskadi (1936), René Le Hénaff realiza una de las primeras películas con el proceso de cine en relieve de Lumière. El que fuera montador de René Clair y Marcel Carné nos regala un poema cinematográfico en tres dimensiones donde muestra los paisajes y la cultura de los vascos. Un hallazgo poco menos que sorprendente, teniendo en cuenta que llevaba 80 años olvidado y que la realidad que enseña es muy diferente a la que había en aquel momento al sur de los Pirineos: Mientras presentaban la película en el París idílico del 37, aquí estaban bombardeando Guernica.

Luego vemos dos joyas suecas de los años sesenta recién descubiertas: Basker y Bonde i Baskerland, de los reporteros Daniel Grenholm y Lennart Olson: un músico y un fotógrafo que viajaron por el País Vasco durante los primeros meses de 1963 realizando numerosas grabaciones para acercar a la audiencia de su país escenas de las tradiciones vascas. En 41 minutos queda reflejado el folklore, el deporte, los dimes y diretes entre los bertsolaris Uztapide y Basarri, la vida rural y el día a día en un caserío, donde la naturalidad de la familia filmada es asombrosa. La televisión pública sueca, que al igual que el cine de aquella época era muy rompedora y moderna, financió el proyecto y les dio mucha libertad. El resultado es una delicia etnográfica, producto del buen hacer y del respeto y la admiración, y visualmente un verdadero tesoro (la fotografía es una maravilla). El estilo vanguardista, el ritmo lento, el guión breve y un sonido impecable ponen de relieve el carácter «impuro» del cine de los reporteros, y quizá por ello los documentales sean tan potentes. La pureza y la maestría radican precisamente en la libertad creativa. Verlos hoy es como abrir el baúl de los recuerdos. En un mundo en que todo desaparece a la velocidad de la luz, poder ser testigo de las costumbres que se perdieron o se están perdiendo es un auténtico privilegio.

Cuando parece que todo se acaba, que el cansancio se acumula, se van los gitanos del tanatorio y vuelve el frío, asistimos a una gala discreta y sin pompa en que no habla nadie, en que los premiados reciben sus ramos de flores caídos del cielo e inclinan la cabeza antes de volver a su asiento, en que Oteiza regresa a la vida en una función de teatro y una lechuza nos mira desde el escenario. Una lección de sobriedad donde las pretensiones no tienen cabida.

Ha llegado el momento de emprender el vuelo final de la mano de Artavazd Pelechian. «Nuestro Siglo es un film sobre nosotros, sobre mí, sobre aquello por lo que lucho, por lo que nos esforzamos todos, cada uno de nosotros, la humanidad entera. Y este deseo de ascender, de trascender, está encarnado, literalmente, en los cosmonautas», dice el director armenio de su filme más largo y vertical, que arranca con un cohete espacial que se dirige a la luna.

El siglo XX es el siglo en que el hombre ha desafiado a la gravedad. El documentalista soviético, heredero de Eisenstein y Vertov, utiliza el montaje distante para separar las escenas en lugar de para conectarlas, y en esa subversión de las normas consigue lo que otros no consiguen: hacer poesía con las imágenes. Durante cincuenta minutos permanecemos hipnotizados, como pasaba al ver A Movie de Bruce Conner, la «antipelícula» de ritmo frenético y temática post-apocalíptica que empleaba metraje encontrado para yuxtaponer verdad y ficción en un bucle sin fin. Esperamos que los astronautas no lleguen al espacio porque no queremos dejar de asistir al espectáculo de hélices y alas, aviadores y paracaidistas, biplanos y zeppelines, multitudes y paseos triunfales bañados en confeti. Pero la ambición del ser humano también tiene su reverso oscuro en este ensayo cinematográfico basado en la repetición y la fragmentación de los planos donde la música es tan importante como la imagen. De ahí que veamos accidentes aéreos, choques entre automóviles, trenes estrellándose, explosiones y bombardeos desde el aire. En el siglo que dejamos atrás los logros fueron tan numerosos como las tragedias, viene a decir Pelechian, que nos narra nuestra historia en silencio (lo único que oímos es la cuenta atrás del lanzamiento) apoyándose en imágenes de archivo y en una música que lo inunda todo y se queda grabada en nuestra cabeza para siempre.

Al salir pienso en la curiosidad innata del ser humano, en el ansia y la necesidad de ir más allá, de llegar un poco más lejos, de descubrir, de crear, de conquistar. Hemos bajado a las profundidades del océano y hemos subido al espacio. Hemos analizado el interior de los cuerpos y hemos logrado que dos personas que están a miles de kilómetros de distancia se comuniquen. Hemos inmortalizado momentos, hemos curado enfermedades, hemos luchado contra la muerte y contra la barbarie. El afán de progreso y de conocimiento nos ha traído hasta aquí. No es un lugar ideal, no todo funciona, pero en cierto modo hemos avanzado. Ahora podemos volar sin que se nos quemen las alas como a Ícaro. Y si tenemos vértigo, podemos refugiarnos en una sala de cine y huir a otro lugar, lejos de la realidad. Eso también es magia.

Los cohetes de Pelechian nunca llegan a la luna. No hace falta. Sabemos que lo importante es el viaje, que alcanzar un destino no es comparable con la ilusión del trayecto. El sueño siempre es mejor que la realidad. El adulto desea atisbar la meta, pero el niño, que no entiende de pasado ni de futuro, de logros ni de resultados, que sólo juega, sigue el camino deteniéndose en todo lo que ve (lo que oye, lo que huele). El verdadero aprendizaje está en el recorrido.

* * *

Cansadas y con la retina llena de imágenes, Uxue, Joana y yo vamos a cenar a un local de madera lleno de plantas donde suena Road to Nowhere de Talking Heads. Después nos tomamos la última en el Medialuna con todos los que han hecho posible la undécima edición del festival, ya relajados y con ganas de esperar a que despunte el día. Antes de irnos, Oskar nos presenta a Jay Kuehner, el crítico de cine y camarero de Seattle famoso por sus cócteles que viajó con él por Estados Unidos y grababa mientras conducía sacando la cámara por la ventanilla.

 

Domingo

El autobús zigzaguea por la carretera navarra y el café del desayuno me da vueltas en el estómago. Hay pacas de heno en los prados y nubes diseminadas en el cielo. El sol que vino conmigo se va conmigo.

En una bandera que sale de un balcón leo: Estoy con Osasuna. No muy lejos, un cartel que anuncia el Monasterio de La Oliva. Cuando veo La Oliva ocurre algo en mi cabeza, algo que me conecta con una realidad que durante un tiempo me acompañó día y noche. Pero también me hace pensar en Converso, el documental que ha ganado el premio del público en Pamplona. De pronto esas dos ficciones se unen y todo cobra sentido. Todo es Oliva, todo es Converso. Las coincidencias no existen.

Atravesamos un bosque de pinos. Matas de lavanda y flores blancas diminutas motean la hierba a ambos lados del camino. Las vías del tren dan paso a las riberas. Al entrar en La Rioja, junto a una bodega, veo dos edificios industriales perfectamente simétricos que recuerdan a las fotos de Bernd y Hilla Becher. En Alfaro, un hombre dice adiós con la mano desde su bicicleta. Dejamos atrás la plaza de toros blanca con las puertas rojas donde pone Sol y Sombra. A la salida del pueblo se concentran los tres símbolos de las carreteras españolas: la gasolinera, el bar y el puticlub. Imagino la vida del anciano que llega a su casa caminando por el arcén.

Me dirijo a la tierra de mis antepasados, flanqueada por hileras de chopos que parecen desfilar hacia el Ebro como los soldados de un ejército. Pero ya no veo los árboles. Ya no veo el paisaje. Sólo veo la pintada de una pared del pueblo que se vuelve diminuto en el espejo retrovisor: LAS MEJORES COSAS DE LA VIDA NO SON COSAS.

 

Mireya Hernández fotografiada por Ruth Zabalza

A Mireya Hernández (Madrid, 1981) le gusta imaginarse las vidas de la gente y le entristece que cierren los comercios de su barrio. No sabe lo que es un penalti pero ha dado de comer pollo tandoori a personas importantes y ha estado en la piscina vacía de José Luis Perales. Ha vivido en tres continentes y se ha colado en un rodaje de Jim Jarmusch. En literatura es la eterna finalista, pero ha ganado un premio de tortilla de patatas y ha vendido su pelo y muchas otras cosas. Ha probado la Fanta Piña y le ha quitado las hojas a millones de cactus en un invernadero danés para que luego salieran las flores. Siempre está cantando. Cree firmemente que tiene sangre gitana. Le gustan tanto las películas que a veces parece que vive dentro de una. En 2015 publicó su primera novela en Caballo de Troya. Se llama Meteoro, que se parece mucho al nombre del pueblo de su madre.

Periplo es una sección dedicada a los diarios, crónicas, memorias relacionadas con viajes. La escritura, y la lectura, son de por sí viajes. No puede ser visto como algo  casual que la literatura pueda ser directamente metaforizada como un viaje. O que el viaje pueda ser interpretado como literatura. En el mundo actual, pese a los flujos constantes de información y lo voluble del presente virtual somos más sedentarios que nunca, y el viaje se ha investido como nunca de un aura lírica muy diferente a la de los tintes de aventura de todo trayecto en el pasado. Periplo puede albergar una vuelta alrededor del mundo o una vuelta alrededor de un cuarto. Pero, ya sea un viaje en metro o uno en avión, el lector se desplaza junto al autor línea tras línea del texto.

La imagen que ilustra el diario de viaje es de la película de Artavazd Pelechian