Un nuevo remitido a la sección Postulados, en este caso un cuento inédito de la escritora hispano-costarricense Dorelia Barahona Riera, con una fecunda trayectoria de publicaciones.

 

El veinticuatro de julio, después de una mañana de vientos y arena  arremolinada sobre las calles del puerto, el cónsul de nuevo hizo lo  que venía haciendo en los últimos meses.

Tomó un papel de los membreteados con el nombre del Ministerio de Asuntos Exteriores de su país, con la numeración respectiva en el lado izquierdo de la hoja. El papel, por supuesto,  había sido utilizado para otra diligencia, como constaba en el cuaderno especial, que todos los cónsules llevan consigo a manera de protocolo y donde queda registrada toda labor consular.

La fecha de emisión original del membrete era  del quince de mayo, fecha en que concluyó su labor de cónsul, pero para él, hombre de gran visión práctica, este no era el mayor problema.

La fecha atrasada podía explicarse gracias al hecho de que todas las  Embajadas, por impedimentos burocráticos suelen demorarse su tiempo debido a las necesarias consultas de los datos fuentes a la hora de entregar cualquier certificado.  ¡Su país era un país que se  cuidaba muy bien de no cometer errores!

Al cliente, que por supuesto no sabía que ya hacía dos meses había dejado de ser cónsul. Le explicaría el atraso de la fecha, argumentando que se trataba de mera táctica diplomática. “Así verán las autoridades locales lo serios que somos al constatar datos “, le diría con una gran sonrisa.

Introdujo el papel ya usado, (se trataba de una escueta carta que había escrito hacía tres meses, solicitando información sobre importaciones al Departamento de Comercio Exterior) cuidándose antes de pegar una hoja de papel blanco con cuidado sobre el texto para eliminarlo.

La fotocopiadora dichosamente era un aparato nuevo, por lo que las palabras del membrete parecían originales. Lo que no logró eliminar a pesar del papel, fueron los dos pequeños sellos que correspondían a hacienda. Varias veces se tomó el trabajo de fotocopiar la hoja, utilizando otras tantas hojas blancas encima de los sellos, pero o bien estos seguían saliendo, o el pequeño montículo de hojas blancas sobresalía por milímetros, dejando una línea oscura en la fotocopia que tenía que pasar por original. Optó por dejar la marca traslúcida de los sellos. Después los cubriría con varios timbres extra. El cliente, de todas formas, tendría que pagar el total de timbres empleados, a veinte dólares cada timbre, sumarían un total de ciento veinte dólares.

Nunca sabría que llevaba timbres de más y el tampoco apuntaría la cifra exacta  en el entero que tenía que llenar como recibo de venta de especies fiscales. El método ya lo había usado muchas veces antes, ayudado por un amigo del Ministerio.

Escribió personalmente en la máquina de escribir el certificado, tratando de no salirse de los márgenes que ya habían sido utilizados.

Firmó sobre su sello de Cónsul y pegó los timbres de modo que ocultaran la sombra de los sellos anteriores.

Sobre los timbres nuevos, volvió a poner los sellos. Miró el papel, sonrió satisfecho de su trabajo. Perfecto. Por último, pensó en como le explicaría al cliente el uso de un papel tan poco formal – no era notarial ni estaba numerado en sus reglones-  para tan importante certificación.  Muy simple, le diría que ahora ya nada de eso era necesario. – “ las computadoras son las que hacen el trabajo de anotar y constatar “ – Sabía que el cliente estaría satisfecho.

Miró el reloj.  Las cinco p.m. Guardó el papel en su portafolio y después de cerrar con suavidad la puerta de la habitación del pequeño hotel donde se hospedaba, se dirigió al coche alquilado.

Una de las cosas más importantes en la diplomacia, había aprendido, era dar una excelente imagen, y en eso el lujoso coche que alquilaba para ciertas ocasiones le ayudaba muchísimo.

La tarde finalizaba, deseosa de nubes naranja y luna inflamada detrás de las palmeras.

Pensó que había tomado una decisión acertada cuando citó al cliente en

“ Moon over Bourbon street”, pequeña terraza de largo nombre junto al siempre inesperado  movimiento del Atlántico.

Realizaría un buen negocio mientras el vaso del primer ron con coca de la noche, reflejaba la boca roja y los dientes blancos de cualquier hermosa mujer del Caribe, que lograra tragarse el anzuelo de “un pobre extranjero sediento de cariño requiere tu atención”.

A Lisboa ( durante esa época se hacia llamar así por una novia portuguesa que le había roto el corazón ) le había salido cara aquella maldita certificación, no solo por el dinero, las adulaciones,  la enumeración de supuestos conocidos en común y una pretendida simpatía inmediata, que había tenido que ofrecer al cónsul en el termino de una semana para al final de la cual y con varios rones de por medio y “sincerísima” camaradería, (el cónsul acababa de contarle sobre su frustrado matrimonio) le pidiera aquel pequeño favor, a cambio de su palabra, absoluta, de hombre “ sino que me corten los huevos” de que toda la información – ya que desgraciadamente no llevaba consigo los papeles correspondientes – era cierta.

Como era un favor de vida o muerte, Lisboa le había dicho que estaba dispuesto a pagar lo necesario.

El cónsul se había hecho de rogar un par de días, sucumbiendo ante la botella de Don Perigñón que casualmente Lisboa descorchara al finalizar del mundial de fútbol.

A las cinco y treinta Lisboa se encontraba ya instalado en una de las sillas blancas de plástico de” Moon over Bourbon street”.

Había pedido una cerveza con cebollinos como aperitivo, disponiéndose a encender a sus anchas el primer cigarrillo de la noche.

Desde sus zapatos italianos hasta su camiseta deportiva, lucía como el primo  inteligente de Julio Iglesias.

Se apuró a sonreír cuando vio la cabeza del cónsul (sobria de pelo) iniciando el  ascenso de las angostas escalerillas, imitación crucero, que constituían el único  ingreso a la terraza.

En esa parte del Caribe los árboles de Flambonian aun mantenían en alto sus  racimos de flores rojas bajo el cielo turquesa, rasgado por aviones y “apaches” ingleses, mientras que en el hemisferio norte los troncos desnudos aguantaban el gris opaco de un cielo  que no merecía nombres.

Todos los que visitaban la isla dejaban su arena color de maíz con la misma convicción: Aquel era un sitio perfecto. Perfecto para descansar y a un mismo tiempo, como quien no quiere la cosa hacer buenos negocios.

Aquella tarde, sin ir más lejos, el hombre que no era cónsul había hecho un  discreto, pero excelente negocio.

Lisboa, el presunto hombre de negocios,  también había conseguido por un precio algo elevado un maravilloso  certificado consular con nombre, ciudadanía, estado civil y ocupación falsos. Con él podría cobrar una extraordinaria suma de dinero a nombre de la persona a la que efectivamente correspondía la cuenta. También podría entrar y salir del país sin problemas, por lo menos durante unos meses.

Sabía que ese era el tiempo que duraría la policía en descubrir la estafa, solamente para empezar.

Y por último, Candlefly, la mujer morena de boca roja que estaba a punto de conocer el cónsul también ganaba lo suyo. Con una pierna cruzada sobre la otra, jugaba a mover la cadenilla de oro que llevaba en el tobillo, mientras que  mantenía el cigarrillo entre los dedos de la mano derecha, a la espera de que el hombre de la mesa vecina, ahora que se había ido el amigo, tuviera la amabilidad de encenderlo.

Diversión y dinero. Esos eran los nortes en su vida y el segundo norte fue el que había convenido con el agente: “ habrá mucho dinero, si sabes hacer bien el trabajo le había dicho”.

Candlefly tenía una larga noche de trabajo por delante. El cónsul encendió el cigarrillo de la hermosa mujer que le sonreía desde la otra mesa, en el momento en que la luna, ya en lo alto de la bahía, goteaba su luz sobre los pequeños cuerpos de las golondrinas adormecidas en fila sobre los alambres del tendido eléctrico del puerto.

Las golondrinas  también creían haber ganado algo; aquellas tensas y extrañas “falsas ramas de árbol” que el progreso había puesto a su disposición.

Port Spain, 1994

 

Dorelia Barahona Riera nace en Madrid y vive en Costa Rica. Es profesora de Estética y Filosofía del Arte en la UNA. Trabaja el ensayo y la ficción y últimamente el agrofitness. Algunos reconocimientos: De qué manera te olvido: 1990, recibió el premio Juan Rulfo en 1989. El poemario La edad del deseo, premio Editorial de la Universidad de Costa Rica en 1996. Premio Aportes 2006 a su novela La Ruta de las Esferas. Norma. Iberescena 2010 para su obra Y.O. Yolanda Oreamuno También ha escrito las novelas Retrato de mujer en terraza (Verbum, 1995), Ver Barcelona (Uruk, 2012) y Los deseos del mundo (Alfaguara, 2006).

Postulados es la sección que recoge los textos enviados de modo espontáneo por los lectores de penúltiMa y que han sido aprobados por el equipo de la revista para ser publicados.

La imagen que ilustra el texto es del fotógrafo Aik Beng Chia, cuyo trabajo puede ser disfrutado en su web http://www.aikbengchia.com/