Invitado al FILBA Santiago, Horacio Cavallo comenzó a esbozar una bitácora del viaje que, por esos avatares del destino, jamás llegó a salir a la luz. penúltiMa tiene el honor, y la suerte, de poder ponerla a circular para sus lectores.

 

Más de una vez, detenido en alguna esquina de Montevideo, se me ocurrió mirarla con ojos de extraño, con los ojos del que ve eso por primera vez. La imposibilidad de hacerlo fue la misma que he sufrido intentando escuchar la fonética del idioma español. Es imposible escuchar hablar la lengua materna como únicamente la sucesión de sonidos que la caracteriza. La comprensión inconciente de cada palabra vuelve imposible esta tarea. Haber crecido en una ciudad determinada incorporando progresivamente cada esquina, cada olor, cada sonido, nos ha dejado adentro, en el fondo de esa ciudad. Con suerte cada tanto, y como obedeciendo a algún tipo de epifanía, conseguí salir apenas y reconocer su belleza. Pero enseguida era mi esquina de todos los días.

Viajar a otra ciudad invierte cada una de estas cosas dejándonos sin referencias, en un descubrimiento constante que establece de manera tangencial diferencias y similitudes con lo conocido.

Esperaba a María Paz Rodríguez en la puerta del hotel. La noche anterior la había visto unos minutos en una reunión, lo suficiente como para construir una imagen de ella que esperaba ver aparecer de una punta a la otra de la Alameda.

Cuando era niño mi abuela venía a visitarnos día por medio. El ómnibus la dejaba en una avenida a dos cuadras de mi casa y si yo estaba jugando en la puerta la adivinaba a lo lejos. La buena vista y la virtud de reconocer una silueta lejana por sus movimientos las traigo desde entonces. Me permiten unos segundos previos de voyeur, observando al otro previo a la pequeña modificación que implica el encuentro con otra persona. El gesto de pesadumbre, de hastío o la pequeña felicidad, la manera en la que miran los semáforos, fuman, mueven las piernas o las manos.

María caminaba hacia el hotel desde la boca del subte Los héroes. Daba pasos largos –María es altísima, quizá solo eran pasos normales- y sonreía. La idea era pasear por la ribera del Mapocho. Volver a ver el río desde su barrio de soltera y su apartamento con gato mientras me lo mostraba a mí. María no podía quitarle ese peso a la zona y al río, cada esquina le decía algo, como me hubiera pasado a mí en caso de llevarla a conocer el Prado Chico, o una plazoleta frente a la iglesia del Reducto en mi barrio, La Figurita. O también como me hubiera pasado a mí en caso de llevarla a conocer el Río de la plata. Quisiera recordar la primera vez que vi el Río de la plata. El río color león de Lugones que en Montevideo la gran mayoría de la gente llama mar injustamente.

Subimos a un taxi. María le dio algunas instrucciones al chofer. El asiento de él estaba cubierto con una funda que pedía a los pasajeros que no se apoyaran en el asiento. Del lado de María la funda llevaba la inscripción: prohibido comer en el taxi. Pasábamos junto a un cerro. Sabía que iba a tener que nombrarlo en esta bitácora, así que pregunté su nombre mientras me detenía en la Virgen. Esa Virgen que la mayoría de los santiagueños perdieron de vista como los montevideanos a la estatua de la justicia en la Plaza Libertad.

Bajamos del taxi, caminamos por uno de los caminos que se abren, paralelos al río, en el parque de las esculturas. Hablábamos de la escritura, de libros olvidados y libros en camino, de los ambientes literarios de acá y de allá, de los medios, de las modas. Antes de ver el Mapocho vi un cerro nevado donde se practica ski. Le conté de lo extraño que nos resulta a los uruguayos ver ciudades rodeadas por montañas. El cerro catedral, le dije, como alguna vez había repetido en la escuela, es el punto más alto de Uruguay, con sus 513 metros de altura.

El Mapocho estaba bajo. Tenía el color león del otro río y un pasado común de asesinados que aparecían flotando en sus aguas. Hay otras historias en sus márgenes: niños salvajes abandonados que duermen cobijados por sus quiltros o sus gatos: nieve derretida que baja desde El Plomo y se vuelve negra y espesa. Quise tocarlo, olerlo, pero solo podía escucharlo sonar debajo del puente. En el río Mapocho mueren los gatos, y en el medio del agua tiran los sacos, canté con Jara.

Volvieron peatonal la costanera el domingo: ciclistas con tapabocas, niños en carritos que arreaban las bicicletas, skaters, y esa raza de tipos que corren hacia ningún lugar en todas las ciudades del mundo.

María recordó una fotografía que tenía pendiente. Una foto que alguna vez se le metió en la cabeza y que no pudo sacarse porque el día a día, o porque es lejos el barrio actual donde desde los edificios bajan treinta, cuarenta, cincuenta perros que corren en paz y en silencio en un pedacito de tierra, sin atreverse a gruñirse, por miedo a perder esa diminuta porción de paraíso. Los treinta, los cuarenta, los cincuenta dueños hablan de galletitas para perros, del olor de las glicinas, de la salud de Don Francisco, mientras sostienen anudadas las correas a las manos. Otros no hablan: miran al cielo, chasquean la lengua, gritan: boby ven aquí, y lo observan detenerse, echar la lengua afuera, mover la cola como un metrónomo.

María me cuenta eso mientras preparo la cámara. Sonríe, y tomo la fotografía. No dice nada pero sé que en el fondo se siente tranquila. Algo está cerrado. No volverá a pensar en la plaza, en la araucaria, en la necesidad de esa fotografía.

También soy fotografiado. Y el Mapocho, y los pedazos de los cerros nevados entre los edificios. Una muchacha que viene patinando por la calle se desparrama. Dudamos en ayudarla a levantarse. Hace un gesto de dolor y enseguida otro de dejen todo en mis manos. Se levanta. Seguimos por los senderos. Unas veces por el del río, como recomiendan los carteles para dejar el de la calle a las bicicletas. Otras veces junto a la calle. Le comento lo verde que veo a Santiago. Hablamos de las lluvias que llegaron tarde este año.

Mientras caminábamos por Providencia fuimos testigos de una fila de treinta o cuarenta camionetas lujosas adornadas con globos verdes y blancos. Los conductores hacían sonar las bocinas. Una niña saludaba desde la caja de una de las camionetas con lentos movimientos de brazo, como una reina del carnaval. Las camionetas llevaban unos carteles donde se leía: Un pulmón para Cris. A unas pocas cuadras otra manifestación, pero esta a pie. Los globos eran de otros colores. El reclamo: un subsidio económico para las madres de los hijos que padecen enfermedades de gravedad.

No fue sencillo encontrar un Café abierto un domingo de mañana. Me detuve en un cartel donde, paradójicamente, el lomo a lo pobre era lo más caro del menú. María Paz confesaba no recordar haberse levantado tan temprano un domingo, al menos en los últimos treinta años.

Me pareció que entre una cosa y otra confesaba que la raíz de ese miedo que le tiene a los extraterrestres está en una abducción parcial que sufrió en su infancia. El plato volador se posó sobre su cabeza iluminando la copa de los pinos y las araucarias. Empezó a tironearla pero ella consiguió moverse, bufando, apretando los dientes. De ahí su estatura característica. Fue en el parque, junto a la araucaria. Eso no me lo dijo, pero estoy convencido. El lugar de esa fotografía que demoró tanto tiempo.

Bajamos por la boca del subte Montt. Nos despedimos con un abrazo y esperamos cada uno a un lado de la vía. Mi tren vino primero. Subieron tres muchachos: contrabajo, guitarra y saxofón. Abrieron con La pantera rosa, de Mancini. Violeta Parra al medio, y una canción gitana para cerrar que me fui silbando por la Alameda, un lugar que cada vez se volvía más familiar.

 

Horacio Cavallo

Horacio Cavallo (Montevideo, 1977) se caracteriza por tocar todos los palos de la literatura. Ha publicado novelas como Oso de trapo o Frabril, libros de cuentos como el titulado El silencio de los pájaros, literatura infantil en textos como El jorobado de las alas enormes y, cómo no, poemarios entre los que destacan El revés asombrado de la ocarina o Descendencia.

Periplo es una sección dedicada a los diarios, crónicas, memorias relacionadas con viajes. La escritura, y la lectura, son de por sí viajes. No puede ser visto como algo  casual que la literatura pueda ser directamente metaforizada como un viaje. O que el viaje pueda ser interpretado como literatura. En el mundo actual, pese a los flujos constantes de información y lo voluble del presente virtual somos más sedentarios que nunca, y el viaje se ha investido como nunca de un aura lírica muy diferente a la de los tintes de aventura de todo trayecto en el pasado. Periplo puede albergar una vuelta alrededor del mundo o una vuelta alrededor de un cuarto. Pero, ya sea un viaje en metro o uno en avión, el lector se desplaza junto al autor línea tras línea del texto.