Una nueva entrega de la particular sección escrita por la mano enmascarada: Orlando Swinton. Una narración tan ambigua como todas las suyas. Y tan seductora como nos tiene acostumbrados.
No quieres hablar más de ello, así que con un gesto le das a entender que se deje de tonterías, que esto es una carrera y que vas a ganar, como siempre. Y como siempre él sacará la cabeza fuera del agua cuando sienta que has tocado la pared. Para ver tu cara. Puto cotilla, piensas.
Sabe que sentirás el agua como si fuera tu propia piel. El agua y tú tenéis la misma temperatura, la misma onda sexual. Sábanas de agua. 3, 2, 1. Saltas, acelerada, palpitante, tu cuerpo es una máquina engrasada, una máquina que multiplica las dimensiones del espacio, del tacto, por qué no, del tiempo. Eres una locomotora que ni sabe de dónde saca la energía para ir a la velocidad de la luz. Tus piernas se mueven, son fluidos, a la vez que te vienen siempre aquellas palabras del primer entrenador: “eres la persona que peor nada del mundo, es imposible que seas tan rápida”. Después de aquello llegaron los campeonatos, las medallas.
“Te echo una carrera”, le dijo el socorrista. Con el sol cegándole los ojos, los reflejos del agua en sus caras y los dedos casi en el borde, al aire, entre risas dijeron: 3, 2, 1. Y se lanzaron al falso azul de agua fría. Aquella piscina rodeada de montañas y árboles, entre gritos de niños y un número acogedor de conocidos y familiares, parte del festín de aquellos veranos. Te echo una carrera, dijo. Y se excitó un poco con la idea, o porque él se lo decía. Debía ganarle, quería sorprenderle y que se fijara en ella. 3, 2, 1. Vamos renacuaja, a ver si me ganas. 3, 2, 1. Y se lanzó sin mirar, sin ver, ciega con la carcajada en la boca hecha luego de burbujas. Los brazos, el cuello, la cadera a compás, a mil por segundo, las piernas rígidas pero veloces, veloces hasta que sale electricidad de su vagina sexo vulva coño. Electricidad que llega hasta su garganta y le hace gritar bajo el agua. Un largo grito de ballena, de delfín, de orgasmo bajo el agua.
Emergió como una estrella antigua, sonriendo, disimulando, exhausta, y agarrotada. Se fue a los vestuarios diciendo que le había dado un tirón, despidiéndose con los dedos en forma de v de victoria y mordiéndose la boca. Se fue rápido, para respirar profundamente. -¿Estás bien? Has ganado, eres muy rápida. Mañana la revancha. ¡Oye, espera!
Aquel verano, después de aquella carrera, comenzaste a masturbarte. Habías descubierto la velocidad de la luz ¿cómo no hacerlo? Ni dedos ni pollas, un masaje acelerado y la experiencia física más extraña y emocionante la tenías en tus manos, autocontrol absoluto. Muchas noches de penumbra, encendida en decenas de orgasmos breves disparos eléctricos. Después, la única manera de sentir.
Controlas la respiración. Aún queda medio largo. Aún queda mucho. Las piernas rígidas, el cuello también. Cierras los ojos mientras emites un sonido nasal, el sonido que emite las primeras señales del orgasmo.
También sentías su respiración en tu mejilla, su ardor amor, y su mano derecha sobre tu vulva, vagina, sexo, coño. Su brazo era el acero rápido que movía las ruedas. Te miraba ávido, deseando hacerse partícipe de ese arqueo de espalda, de ese gemido sin vocales. Una y otra vez.
Azul, vives en un azul diario, azul líquido. Aquellos orgasmos y estas carreras, te dices. Te ríes. Tocas el borde, respiras tan profundamente que hasta te tragas su respiración. Se acerca, te besa, te mete la lengua hasta tu fondo de agua y cloro. Le apartas. “Envidioso”, respondes.

Orlando Swinton (Sevilla, 1976) es el pseudónimo de alguien que esconde cierta timidez, a la vez que una persona que querría desterrar cualquier prejuicio de género, incluso cree que aún puede vivir 400 años. A pesar de esta fantástica idea, a veces tiene los pies en la tierra donde estudió filología, después vendió libros, ahora hace libros y sueña con escribir alguno. De fondo, escucha música constantemente, y cuando es jazz piensa que se inspira mejor.
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