La publicación de Leñador en 2013 supuso un hito en la trayectoria creadora de Mike Wilson. Si hasta entonces había destacado entre los nuevos escritores de su generación, la radicalidad de la apuesta estética y ética de aquel libro lo ubicó en el centro de los intereses de la vanguardia literaria en castellano. Sus siguientes publicaciones, donde tan determinante era el qué se contaba como el método para hacerlo, e incluso los procedimientos elegidos para poner en circulación los textos, corroboraron la singularidad de un creador que continúa desbordando los cauces establecidos, y que ahora sorprende, de nuevo, con una propuesta autopublicada y distribuida por él mismo, Némesis, donde vuelve a ofrecer un texto que va más allá de su condición linguística o referencial. Es una enorme alegría poder compartir el inicio del libro con nuestros lectores gracias a la generosidad del propio autor.
Y separó las aguas que estaban debajo de la expansión de las aguas que estaban sobre la expansión. Y fue así y vio que era bueno.
Y pobló las aguas con bestias marinas y levantó los mares y vio que era bueno.
Y separó la Tierra de las aguas y puso ahí criaturas que se arrastraban y vio que era bueno.
Y en el océano cavó otra tierra, una hondura arenosa que se extendió bajo la inmensidad de las aguas, y Abismo fue su nombre.
Y dejó en ese lugar una oquedad y no puso nada ahí y la nada yació quieta por épocas.
Y así transcurrieron milenios hasta que el Leviatán se agitó. Y fue así.
1. Arcadia
El frío hiela los adoquines, un vaho pálido se eleva sobre la ciudad desierta, el océano se infla en la oscuridad y las estrellas tiemblan. Avanzo por las calles inclinadas, me mantengo en las sombras, lindando los negocios cerrados. Una relojería, una panadería, sastrería, zapatería, librería. Me veo reflejado en los escaparates, queda poco de mí. Llego a una esquina y espero a unos metros de un farol. Pasan los minutos y sopla un viento salado, me acerco al círculo de luz lanzado por la lámpara. Sale vapor de mi boca, volutas que se hacen hilo, me ciño la bufanda. Siento el sonido de zapatos raspando las piedras glaseadas. Se acerca un niño en trapos, ojos oscuros y grandes, cara sucia, labios partidos, puños deshilachados. Extiende una manita, oculta la otra. Busco en mis bolsillos, una pelusa y un boleto de tren. Lo miro y disiento con la cabeza, me volteo para que se vaya. De reojo veo un brillo, el niño revela un filo, me lo hunde en el riñón.
Abajo, en la caleta, llega un barco ruinoso. Quedo tendido sobre los adoquines y escucho una nota fúnebre manar de la bocina de niebla. El bramido se extiende grave y paciente en la noche sobre el mar. Pienso que vierto sangre con el clamor, que el charco rojo dibuja un mapa de la expansión del sonido abominable. El casco del barco roza contra el muelle y hombres en pilotos negros lanzan cuerdas y las amarran a bolardos de fierro oxidado. En la cubierta una figura gigante observa el trabajo de los estibadores. Los obreros del muelle tiran de los cabos y en sus pechos vibra una melodía grave que imita la sirena de niebla, un hmmm hummm profundo y escalado. Otros, también en pilotos negros, pero de menor estatura, enrollan las sogas con cuidado sobre las tablas del atracadero.
En la cubierta, el hombre gigante abre la escotilla del barco. Una nube de ratas enjutas emerge de la bodega, se cuelan hambrientas entre las tablas podridas, atropellándose en desesperación. Huelen el aire de la caleta, chillan y alfombran la cubierta con sus cuerpos temblorosos. Algunas pestes, abrumadas por la marea, caen de la amura al agua y arañan en vano la obra muerta del casco. Otras logran trepar las sogas y como una procesión de funámbulos descienden del barco al puerto. Las bestias no titubean en la tierra firme y se reparten veloces, se escurren por las sombras y los resquicios de la caleta, desapareciendo en segundos. Los hombres de pilotos negros no hacen caso, siguen solemnes haciendo su labor; hmmm hummm, hmmm hummm. Solo el hombre gigante pareciera notarlos, los mira, parte los labios y sonríe, mostrando una boca llena de dientes, demasiado llena, una mueca profana, más marfiles de lo normal.
Cuesta arriba, sobre los adoquines helados, siento que expiro en la ciudad inclinada. No dejo de pensar en el frío que crece en mí y en la tibieza del charco de sangre. Hay algo absurdo en eso, ser templado por la sangre que huye de mí, mientras su ausencia es precisamente lo que me enfría. La visión se me apaga, ya no siento mi cuerpo, ni la presencia del niño asesino. Solo escucho el bramido nocturno de la bocina de niebla, grave, profundo y bello. Eso también se apaga.
La tensión del charco cede y la sangre se derrama en un hilo carmesí por el empedrado liso. La inclinación de la calle acelera la hemorragia y la estira como si los borbotones buscaran llegar a la caleta, al barco ruinoso, al hombre gigante con demasiados dientes, al océano inflado y al fondo negro del abismo. La sangre avanza unos metros y el frío frena los tirones del flujo, un chorro rezagado sale del cadáver y el líquido vuelve a juntarse renovando el ímpetu al arroyo. Corre por la calle empinada hasta perderse en la rejilla de un alcantarillado. Gotea en la oscuridad de la cloaca manchando los lomos de las ratas que huyen de la caleta. Abajo, en el inframundo de la ciudad, las arterias y los cimientos están chuecos. Las aguas y los desperdicios fluyen en corrientes por canales desnivelados. En la superficie la ciudad yace sobre suelos ladeados, las aceras torcidas, el asentamiento entero pareciera desafiar la gravedad. Una pareja de gatos fieros y escuálidos se asoman de un callejón, salen sigilosos de la oscuridad. No hay nadie en la vía, ni rastro del niño asesino, solo queda el muerto. Se animan hasta los adoquines teñidos y beben voraces de la hemorragia, sus lengüitas y barbillas quedan rojas. Ronronean.
El hombre gigante desembarca y pisa las piedras.
El cielo nocturno estalla y comienza a caer aguanieve. Los obreros del muelle se dispersan. La cellisca cae en diagonal, agujas de hielo filoso embisten a la figura titánica. Levanta el cuello del sobretodo, la prenda es larga y está ennegrecida por manchas inciertas, como aquellas dejadas por fuego, petróleo o brea. Las botas tienen el cuero agrietado, curtidas por la sal del océano. Algo se ciñe a lo largo de la bastilla del abrigo, pequeñas calcificaciones o bálanos. Vapor se filtra entre sus dientes, alza la mirada y contempla las luces de la ciudad chueca. El asentamiento pende del acantilado, los cimientos diestros están hundidos, el costado siniestro de la ciudad se eleva en una línea quebrada. De la caleta se abre una maraña de calles empinadas conectadas por escalones angostos. Las vías y los peldaños están adoquinados con piedras lisas de tono oscuro, a veces azules, a veces negras. Faroles parpadean en la neblina, lanzan una luz fantasmal que tiembla bajo la cellisca, hileras de aureolas débiles e inciertas. Hacia la cima del acantilado, hundida en el seno de la ciudad chueca, hay una taberna dilapidada, de las ventanas fulge una luz ámbar que ilumina las tablas verdes de la fachada. Del tejado se eleva una columna de humo, adentro la chimenea tempera el ambiente. Desde la caleta el hombre gigante fija la mirada en la cantina. Ve que brilla como una esmeralda vaporosa. Se dirige a ella, asciende por las calles empinadas y por los escalones de piedra, tres peldaños con cada zancada.
Afuera de la taberna cuelga un cartel de madera blanqueada, la superficie está cubierta de bálanos secos. Exhibe todas las marcas de un precio rescatado del océano, un resto de naufragio que llegó flotando al puerto. La tabla se suspende de un poste en escuadra, asegurada por dos cadenas cortas y oxidadas, se mece con violencia ante las ráfagas de hielo, agua y nieve, los eslabones chillan. En el madero se inscribe el nombre de la taberna, que alguna vez fue el nombre de un barco ahora naufragado. La pintura craquelada y apenas legible dice Arcadia.
2. La coja
En el refugio de la cantina, una veintena de pescadores, comerciantes y forasteros beben y comen. La mayoría sin hablar, algunos murmurando en idiomas difíciles de descifrar. El aire es denso, huele a fogata, tabaco, pescado, cerveza añeja y a humano. En un rincón, cerca del fuego de la chimenea, hay una anciana solitaria con una botella de vermut y un caldo de mariscos. Sostiene un libro de geografía pero no lo lee, se asoma por encima del límite del tomo, vigila la puerta, sus ojos afilados.
Del otro lado, cerca de un ventanal grande, un hombre manco se pasea ida y vuelta como una bestia enjaulada. Se masca la uña del pulgar izquierdo, el único que tiene, y murmura solo, a veces alterándose pero sin elevar la voz, se le nota en los tics y gestos tirantes. Parte susurrando, después acelera el vaivén de los pasos, a la sexta vuelta convulsiona de manera contenida, tiembla y tironea pero sin detener su andar, los murmullos se hacen más guturales, todo pareciera acumularse hacia un clímax sofocado, en la octava vuelta titubea y lanza el puño al cielo. Después de eso se calma por unos segundos y comienza de nuevo. Nadie lo estorba.
En una mesa al lado del otro ventanal grande, un niño y una mujer miran a través del cristal, vigilando la oscuridad que tempesta sobre el océano. No hablan, ni se miran, los ojos de ambos se esfuerzan por penetrar la noche y discernir la tormenta que se desprende de ella. La mujer viste un overol de pesca, tiene las manos rojas e hinchadas, curtidas por sal y sol. Sujeta un tanque de cerveza oscura y espumosa. Tiene los labios partidos y los ojos aguados, una cicatriz retorcida surca su mejilla diestra, del párpado al mentón. Bebe sin apartar la vista de la ventana, muestra los dientes en ruina, encías negras y lengua henchida. Parpadea lento mientras traga la cerveza. El niño viste trapos, está sucio y flaco, no tiene más de doce años, ojos de anciano, apagados y sin curiosidad. Frente a él hay un plato de hojalata con dos sardinas avinagradas. No las ha tocado. Contra su cintura escuálida, ceñido con una soga, cuelga un cuchillo sucio. Cada tanto los cristales del ventanal se empañan y el niño se yergue para despejar los vidrios usando el puño deshilachado. La mujer no aparta la vista, sigue sorbiendo del tanque de cerveza, el niño harapiento tampoco desvía los ojos y sigue ignorando el plato de sardinas. A veces, en la distancia, mar adentro, se ilumina un relámpago mudo que delinea las siluetas de olas colosales y nubes monstruosas.
En una mesa en el centro de la taberna hay tres hombres y una mujer concentrados en un juego de azar. El juego es de origen marítimo e involucra tres dados y un puñado de huesos pequeños, de ave o de reptil, apilados en el centro de la mesa. No hablan, solo se toman turnos lanzando los dados contra la pila de huesos. Uno hace trampa, cambia los dados bajo la mesa mientras los otros cuentan el puntaje inscrito en el desparrame de los huesos. La mujer lo nota pero no dice nada, solo lo mira amenazante. El tramposo entiende que fue descubierto y que deberá pagarle a la mujer por su silencio. Siguen jugando la partida como si nada. Otro jugador, uno de los despistados, levanta la mano y hace una seña sin apartar la vista de los dados que acaba de lanzar. La cantinera lo ve y llena un jarrón de cerveza hasta el borde. Rodea la barra cojeando y derramando una buena cantidad de cerveza con cada paso chueco que da. Las tablas del piso están pegoteadas con los litros vertidos por la coja. A nadie parece importarle.
La coja es de cuerpo fornido y de cara severa pero atractiva, el pelo tomado, ojeras oscuras, cejas tupidas y una cicatriz torva hecha por un filo que se extiende de la comisura izquierda de la boca hasta el pómulo. La marca la deja con una expresión semi-sonriente. Viste un delantal alguna vez blanco teñido por los derrames constantes y calza un par de botas sin cordones que le quedan demasiado grandes. Su cojera es pronunciada y con cada paso cae unos diez centímetros de más a la siniestra, pero la lleva bien, con dignidad. Deja el jarrón en la mesa de los jugadores y gira para atender a un comensal que la espera en la barra. Es un joven pescador, viste un overol parecido al de la mujer con el tanque de cerveza, tiene la cabeza gacha, el cabello corto, casi rapado, los ojos oscuros y hundidos, labios delgados, apenas un par de líneas, y dedos huesudos con uñas largas. Una mano aferra un trapo sucio, la otra da toques veloces con los dedos, tamborileando la madera de la barra al compás de algún ritmo que suena en su cabeza. La coja se acerca, le sirve cerveza y le pregunta qué tal la pesca hoy. El joven le dice que mal, que no sacaron nada, que estaban mar adentro antes de que los cielos se oscurecieran, que quedaron atrapados en aguas calmas, que no corría viento, absolutamente nada, y que las velas colgaban laxas e inútiles. Alzaban las redes sin peces, volvían a lanzarlas, las dejaron en aguas profundas mientras aguardaban el viento. Veían sus reflejos en el océano quieto, se imaginaban divididos, uno en la cubierta del barco asomándose por la amura, el otro devolviendo la mirada desde la superficie vidriosa del mar. Se quedaban cautivados por el reflejo, en el reflejo, debajo del reflejo, vacilaban y por momentos quedaban convencidos de que estaban sumergidos, tanto así que dejaban de respirar hasta no aguantar más, despertaban del estupor e inmediatamente aspiraban una bocanada urgente de aire. Pasaron las horas mientras flotaban en un charco espantoso, el sol los aplastaba, nada vivo se asomaba, ningún ave sobrevolaba, ni gaviotas ni cormoranes. La ausencia de sonido era lo más desquiciante, el agua no golpeaba el casco, el aire no soltaba ni un soplido, los pescadores no hablaban. Al cabo de unas horas alzaron las redes, en ellas se enredaban piezas de un naufragio, restos de tablas y de sogas. Uno de los pescadores divisó algo en el horizonte, observó con un catalejo, era un barco grande y ruinoso, no se veía a nadie en la cubierta, avanzaba veloz sin aparejo y sin viento. Al bajar el sol una tormenta se asomó en el oriente, las olas comenzaron a rodar, vaticinando el retorno del viento y
con él las embestidas de la lluvia y hielo. Los pescadores aprovecharon el preámbulo de la tempestad para regresar al puerto. Vieron ahí, atracado en la caleta, el barco ruinoso. La coja no dice nada, le ofrece más cerveza, el joven se niega, se mira las manos y se estruja los nudillos huesudos con el trapo sucio. Afuera la cellisca se vuelve una lluvia intensa, las ráfagas cada vez más fieras, los ventanales vibran con el viento. De los cristales mana un nota grave, tan profunda que el tono umbrío pasa casi desapercibido, solo algunos lo sienten vibrar, apenas un cosquilleo en los tejidos del pecho.
El único que reacciona es un perro gris acostado en un rincón cerca de la puerta de entrada. Está mojado, tiene el pelaje desaliñado, la barbilla canosa y varias cicatrices oscuras que marcan el cuerpo, tajos antiguos en los cuartos y la grupa, otras más recientes, de tinte rosado, en la frente. Alza las orejas y el hocico, algo lo altera, un gruñido rueda en su pecho, también grave y profundo, un quejido que armoniza con los cristales. Observa atento el ventanal, así como la anciana que finge leer un libro de geografía, y la mujer de overol que bebe cerveza, y el niño enjuto que no come sus sardinas. Una sombra eclipsa la noche. Se sienten pisadas venir de afuera, retumban, crepitan las tablas de la taberna, la mujer del overol deja de beber cerveza y le hace un gesto al niño pero este no reacciona, se queda inmutable frente al platillo sin tocar. El hombre manco se detiene a medio andar, su cuerpo sigue vibrando por dentro, convulsiones recorren su piel y deja de murmurar. Los jugadores abandonan los dados y los huesos, y vuelven la mirada hacia los ventanales de la cantina. La anciana no se mueve, sigue con los ojos clavados en la puerta.
El hombre gigante llega a la cima de los escalones y pisa el rellano que da a la taberna. La madera cruje bajo el peso de su cuerpo. La lluvia se acumula en la entrada, el charco se desborda de las tablas y cae en una cascada de los escalones a la calle, y de la vía se escurre por la alcantarilla. Abajo, las ratas manchadas de sangre nadan en frenesí contra el torrente que fluye de la cloaca empinada. El hombre gigante se acerca a la fachada esmeralda de la taberna, aparta el cartel colgante con la mano y se agacha para mirar por los cristales del ventanal. Adentro, la coja ve la cara monstruosa, no puede desviar la mirada de la sonrisa desfigurada, la boca atestada de una hilera caótica de dientes. Aguanta el aliento y tensa el cuerpo mientras el cielo negro sobre el océano se ilumina con electricidad muda, los relámpagos muestran el alcance de la tormenta, las nubes titánicas, el poder colosal que se estrella con el mar. Los fulgores chocan contra la caleta, contra la ciudad chueca, contra los ventanales de la taberna y recortan la silueta agachada del hombre gigante. Al cabo de unos segundos la coja logra despegar los ojos del terror y baja la mirada. Se ve reflejada en la cerveza del jarrón, duplicada y al revés, las cejas gruesas, la cicatriz sonriente, la oscuridad de sus ojeras, piensa en el joven pescador, en dividirse en su reflejo, huir de lo que se avecina en las profundidades del océano ámbar que sostiene entre las manos.
Mike Wilson (Saint Louis, 1974) es profesor de literatura inglesa en la Universidad Católica de Santiago de Chile. Publicó varias novelas como El púgil, Zombie y Rockabilly, pero fue la especialmente intensa Leñador, posiblemente uno de los libros más notables que se hayan publicado en los últimos años, el que lo colocó como una voz insoslayable de la literatura actual. Tras esa novela ha publicado el fanzine Scout , la nouvelle Ártico, (de la que publicamos un adelanto en la revista), y la inquietante Ciencias ocultas.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero