La penúltiMa planta, o la planta penúltiMa, es una sección ambigüa y divertida escrita bajo seudónimo por alguien involucrado en el mundo del libro. No se la pierdan.
Cuando alguien te cuenta algo que alguien le ha contado, esto me interesa, saber qué queda en el recuerdo, y si ese recuerdo es fiel o rellenamos los huecos de olvido.
Ahora que se lleva tanto esto de las listas, enumeraciones inútiles que olvidas en cuanto cambias de página, he de confesar que también tengo mis propias listas. Solo tengo dos: la lista de las personas “interesantes” que me gustaría conocer y tomarme una caña y la lista de personas que conozco que cuentan historias, anécdotas, de forma genial, por no decir de puta madre. La primera tiene pocas personas y se rige por el carisma personal, no necesariamente de gran intelecto –como aquí pegaría decir–. Los contadores suelen ser amigos cercanos con los que he compartido grandes conversaciones y que tienen el don de contar bien, manteniendo la intriga, entonando la voz, haciendo gracioso lo que a lo mejor no lo fue tanto. Todo esto hace que las recuerde e, incluso, me inspiren. Con el tiempo me sorprendo repitiendo a otros esas historias, de forma más o menos fiel.
Uno de los que ocupa mi lista de “buenos narradores”, si no le interrumpes ni le metes prisa, me contó -y cuento lo que recuerdo- que el museo de la KGB en Tallinn es el único en el mundo instalando en un hotel. Estas historias de la antigua URSS suelo recordarlas pues uno de mis abuelos fue comunista. La cuestión es que siempre hubo cierto sentimiento filosoviético en casa.
¿Y por qué me he acordado ahora? Porque acabo de encontrar una cerillas de Gagarin que me trajeron de recuerdo, así de sencillo.
Pues resulta que el museo de la KGB está en la penúltima planta -o era la última- del primer hotel que se abrió en la ciudad. El tránsito de finlandeses era tan grande que estos mismos propusieron a las autoridades abrir un hotel. Consiguieron permiso, pero a condición de poder instalar una oficina de la KGB.
Enseguida pensé en el agente de La vida de los otros, claro, y me permitió visualizarlo todo. Pero frente a la sensación dramática de la película, esta historia prometía algo…
A los inquilinos de la planta de la KGB los imagino con sentimientos encontrados: por un lado, de repente tenían un escaparate de cara al visitante no comunista y por otro lado podrían, quizá, obtener información política clave. Y en este vaivén mantenían algo aturdidos a los camareros de la cafetería a través de los pinganillos, así lo contaba la guía del museo.
“Natascha, mueve el cenicero gris delante del hombre de bigote y gafas”, “Natascha, llévalo a la mesa del hombre con gorro marrón”, etc. Y ahí iba Natascha con cualquier excusa cambiando el cenicero de una mesa a otra, un enorme cenicero gris donde nadie –nadie, claro– supuso nunca que ocultaba un micro…
Pero me contó más cosas que contaba la guía y que yo reproduzco…
Un día un comerciante de salmón, por ejemplo, Eetu, se instala en una de sus habitaciones. Es la primera vez que se aloja en ese hotel, es más, es la primera vez que no pilla el penúltimo ferry a Helsinki para volver a casa tras una reunión. Una cena con mucha previsión de vodka le ha disuadido para pernoctar en la URSS, seguramente, por primera vez.
Le agrada la habitación, que nosotros podemos imaginar sobria, gris, como nuestra mente recrea toda la atmósfera soviética. Tras un somero vistazo se fuma un cigarro (o un puro ¿pega más un puro?) en la ventana. Admira las vistas. Entonces este hotel, me dicen, era el edificio más alto de la ciudad. Poco a poco se van encendiendo las luces grises que apenas iluminan la nieve sucia de las calles. Pronto llegará la primavera, piensa Eetu y podrá quitarse el esquijama de lana que tanto le pica y odia. Sus pensamientos viajan suavemente a lugares cálidos como el humo de su cigarro vuela y desaparece. Pero su cuerpo, pese a estar en la planta décima, se siente más terrenal que nunca y le está mandando rayos y truenos, timbrazos para que vaya al escusado. A pesar de todo, tranquilamente va al servicio, pero justo cuando está bajándose los pantalones se da cuenta de que no hay papel higiénico.
Sin abrochar bien el cinturón recorre la habitación con prisa mientras grita y blasfema, revisa cajones y armarios, saca las mantas, los cojines, todo lo altera, hasta que unos nudillos tocando la puerta le paran.
Cuando abre hay un camarero en el pasillo que le dice: “Reciba nuestras más sinceras disculpas, señor”. Con una sonrisa cortés le entrega un rollo de papel higiénico.
Poco después el primo hermano de Eetu, qué casualidad, viaja a Tallín con su pareja, estan de viaje de novios. Entre las conversaciones típicas de enamorados, él expresa en voz alta lo oportuno que sería buscar un coche de alquiler para recorrer la ciudad. Minutos después un camarero se presenta en su puerta con unas llaves en la mano: “Estimados señores, abajo les espera un coche que pueden alquilar. Feliz estancia”.
La familia de Eetu, dada a hablar sin parar y propicia al cachondeo, contó sus experiencias a sus educados amigos. En un breve espacio de tiempo los finlandeses alojados en el hotel ya manejaban las artimañas para dominar a sus vecinos secretos. No sabemos si los agentes de la KGB satisfacían sus deseos con ridícula inocencia o siguiendo un mandato de arriba con clara intención a parecer “los buenos” en una época de bandos de acero, en una especie de forma de publicidad positiva hacia sus vecinos no comunistas. No lo sabemos. Pero sí que los finlandeses, quién lo iba a decir, según me contaron, tomaron por costumbre expresar sus deseos en voz alta y comenzaron a pedir cosas exóticas, no sé, por ejemplo pidieron: caviar iraní, discos de los Beatles, whisky escocés, trajes de Chanel, tabaco americano… vaya usted a saber.
Esta para mí es una historia que desmorona un poco más una ideología de infancia.
Podría comenzar una nueva lista: la de las ideas de infancia que luego cayeron como el muro de Berlín.
Con todo, ¿por qué son estas historias tontas las que mejor se recuerdan?
Quizá, por cómo me lo contó.

Orlando Swinton (Sevilla, 1976) es el pseudónimo de alguien que esconde cierta timidez, a la vez que una persona que querría desterrar cualquier prejuicio de género, incluso cree que aún puede vivir 400 años. A pesar de esta fantástica idea, a veces tiene los pies en la tierra donde estudió filología, después vendió libros, ahora hace libros y sueña con escribir alguno. De fondo, escucha música constantemente, y cuando es jazz piensa que se inspira mejor.
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