Segunda entrega de la sección penúltiMa Planta, donde Orlando Swinton vuelve a derrumbar las barreras entre texto y celuloide.

La conocí en la sala de espera del fisio. Por alguna extraña razón me dejó entrar en su mundo silencioso, donde la mitad del discurso era callado de forma deliberada.

La rutina de cada miércoles nos hizo personas cercanas. Tras el accidente, mis piernas se habían quedado bastante tocadas, pero había esperanza, por eso estaba allí. Sin embargo, siempre sospeché que ella iba con excusas, que iba porque le gustaba ir. Lo mismo pensé sobre su afición, casi profesional, a ir al médico, al dentista, incluso a la peluquería. Sus hijos vivían en otras ciudades, estaba divorciada y era funcionaria de Hacienda. Poco más sabía.

No sé por qué pero cuando pensaba en ella siempre me venía a la mente el título del disco de Tulsa “Apenas me has rozado”. Ese apenas y ese roce, es algo tan tristemente habitual en muchas vidas. Me provocaba cariño y, en cierto sentido, una suerte de soledad descorazonadora. Me traía soledad. Quería llevármela a casa.

Con el cuento de Stefan Zweig Sueños olvidados no encontraba un hilo tan claro. Su lectura se me quedó grabada en la memoria, pero en una memoria de sensaciones. Su trama es tan sutil, es una sonrisa, algo evanescente, como la trama del cuento del gato de Hemingway. A la vez, Sueños olvidados me parece muy dickensiano, el fantasma del pasado se planta ante la protagonista, cara a cara, para desvelarle que aquella decisión que pensó acertada le había arruinado la vida. Este cuento me traspasa soledad, quizá por eso Rosa me lo recordaba.

A los pocos meses de conocernos se despedía de mí con un rápido abrazo. Metía los brazos por debajo de los míos y con sus manos me apretaba los omóplatos atrayéndome hacia ella. Yo pensaba: ¿será este el único abrazo que recibirá esta semana? Con esta idea creía dar respuesta a muchas de mis preguntas.

La veo dejándose peinar, sin casi dar conversación a la peluquera, solo disfrutando del tacto. La imagino fingiendo dolor de pecho para poder quitarse la blusa y que el médico habitual la escuche por dentro. La entiendo aceptando el sonido de las máquinas infernales del dentista para que alguien le toque la cara, los labios.

Más imágenes que Rosa me traía,  El marido de la peluquera y la secuencia de una película de Travolta –cuyo nombre no recuerdo ahora– en la que le lavan la cabeza en una pila con una luz del sol arrolladora. La lenta sensualidad del que se deja lavar, esa sensación me rozaba levemente.

Se instaló en mi mente de una forma tan cotidiana que, incluso, los días que no nos veíamos, hacía un recuento imaginado de sus roces, inventaba un diario de tacto:

Lunes: ningún abrazo, un beso en la mejilla, un roce en la mano al recoger los cambios, un roce en la mano en el autobús, un tirón de la falda de la niña del quinto, una sonrisa muy cercana del pescadero, una risa por un comentario en el café del trabajo.

Martes: ningún abrazo, ningún beso, alguien le sujeta del brazo cuando casi se cae al bajar del autobús, una mano que le toca la cara y otra que le mete un palito en la boca para mirarle la garganta.

Miércoles: un abrazo, una sonrisa cercana, un toque en el brazo durante una conversación, un roce en la mano al recoger el cambio en el taxi.

Jueves: dos besos de una amiga encontrada en la calle, un abrazo, una llamada de teléfono, un roce en el brazo de alguien en la barra de la cafetería del trabajo.

Viernes: dos besos a la que cumplía años en el trabajo, una amiga que le agarra del brazo para cruzar una calle, la peluquera que la peina primero con el cepillo, luego echa mechón a mechón el tinte, luego le lava la cabeza, después le seca el pelo, dos besos de despedida.

Un miércoles se sentó frente a nosotros en la sala de espera un señor con bigote blanco. Al miércoles siguiente los encontré hablando cuando llegué. Hoy, el señor de bigote blanco me ha dicho que Rosa ya no iría más al fisio –cruzando los dedos mientras decía esto, gesto que he reconocido de ella– y que me daba recuerdos de su parte. Hoy vuelvo a escribir en este diario. Miércoles: ningún abrazo.

Orlando Swinton

Orlando Swinton (Sevilla, 1976) es el pseudónimo de alguien que esconde cierta timidez, a la vez que una persona que querría desterrar cualquier prejuicio de género, incluso cree que aún puede vivir 400 años. A pesar de esta fantástica idea, a veces tiene los pies en la tierra donde estudió filología, después vendió libros, ahora hace libros y sueña con escribir alguno. De fondo, escucha música constantemente, y cuando es jazz piensa que se inspira mejor.

La penúltiMa planta, o la planta penúltiMa, es una sección ambigüa y divertida escrita bajo seudónimo por alguien involucrado en el mundo del libro. No se la pierdan.