No es ya ninguna novedad para los lectores avisados que la poesía de Yolanda Pantin es una de las más intensas que pueden leerse hoy en castellano. María Laura Padrón traza en esta entrevista un sugestivo retrato de la poeta venezolana.

 

«En la vida no todo se puede explicar. Tanto la vida como la muerte forman un todo». Ése el misterio que Yolanda Pantin, mirando desde la poesía, aceptó. Primero, como el descubrimiento del lenguaje que brota de adentro para tratar de entender el mundo. Más adelante, la obediencia a un mandato que no cesa: escribe.

Resguardada, «en su caldo de cultivo», vive Yolanda Pantin. Mujer, poeta, o mejor aún, ser no adjetivado a quien recientemente le ha dado por lo único, por lo privado, por lo íntimo. Un territorio en el que no puede entrar nadie sino ella. «Es una cantera, y acudo a ella cada vez que lo necesito. Es una cantera vivida, soñada, contada, que yo he resguardado, inclusive en lo material. Un lugar donde hay muchos altares que pueden ser nostálgicos, juguetones, puestos como capítulos que aluden a la infancia». Ahí está la poesía.

En esa, su guarida, se la ve escribiendo a sus 63 años directamente a mano y con marcador negro, de punta fina, sobre unas libretas grandes, cuadradas, donde corrige con pega y pedacitos de papel. «Es una cosa matérica que tiene que ver con el arte, hay mucha veladura y van quedando las capas de la escritura; si no me gusta lo que escribo, pego de nuevo. Y uno se vuelve muy maniático: tiene que ser la misma libreta, el mismo papelito, la misma pega».

Una pasión por el arte, por lo auténtico, que arrastra desde adolescente, cuando su máximo interés era la pintura, tanto que empezó a estudiar formalmente Artes Plásticas en Maracay, pasando por la escuela Arturo Michelena, en Valencia, hasta que su padre, a quien le gustaba la idea de que se convirtiera en pintora, la inscribió en Caracas, en un taller de un paisajista. «Ahí bajo la mirada de ese pintor convencional y sin demasiada libertad me frustré porque pensé que yo no tenía talento pues no pintaba como quería el maestro, y yo no quería que nadie me dijera cómo tenía que pintar, porque siempre he sido muy rebelde. Entonces dejé la pintura como destino último y me concentré más en la cuestión literaria».

Cuando inició sus estudios de Letras, en la Universidad Católica Andrés Bello, no contempló la idea de escribir, –«para nada»–, sino porque era lo que más se acercaba a las artes. Cursando el tercer año, fascinada leyendo al Siglo de Oro, a Quevedo, al Cid, y tomando un seminario de César Vallejo, ocurrió un accidente donde murieron dos de sus hermanos. Así nació su primer libro: Casa o lobo (1981), un poemario que resultó de aquella trágica experiencia, sin saber muy bien qué estaba haciendo. «Ahí entendí que la poesía es lenguaje, y cambió todo, porque lo entendí con el cuerpo. Si la poesía es lenguaje, ese lenguaje está dentro de ti, tienes que buscarlo y sacarlo, casi como si estuvieras excavando. En mi caso, para tratar de elaborar el duelo de mis hermanos».

Más adelante, a los 24 años, tímida en un rincón, pero siempre presente, participó en el taller Calicanto dictado por la escritora Antonia Palacios. «Yo empecé a mostrarle al grupo esos poemas. Nos reuníamos los lunes en su casa, donde había muchas obras de arte, ella misma era una obra de arte, y a todos nos parecía fascinante estar allí, entregados a la literatura, a la narrativa, al ensayo, a la poesía, al cuento».

En medio del fervor de la juventud, con los sentidos bien abiertos, viviendo aquel mundo donde había tanta libertad, tanta imaginación, tanta sensibilidad, la poesía se hizo algo muy serio, una especie de pacto sellado. «Yo escuché un mandato, y le he sido fiel. El mandato es interior, imperioso, dominante. El mandato es la escritura: “Escribe, escribe”; si eso es poesía ya se verá. Lo importante era sacarse “eso” de adentro. Porque tú te sacabas eso y lo veías, podías entender lo que estaba pasando. Aunque antes la necesidad era mayor, ahora la carga es menos pesada».

Estar, escuchar, ver

Yolanda Pantin entiende que la poesía no es solamente escritura, sino también saber estar, escuchar, ver. Por tanto, es imposible eludir lo cotidiano, lo que ocurre en el instante. «No puedes no verlo, no puedes no valorarlo», asegura. Ese descubrimiento lo hizo junto a otros compañeros con quienes fundó el grupo literario Tráfico, a principios de los 80, cuando en la poesía venezolana había un deseo de trascendencia de lo cotidiano y entrar a una dimensión superior de la experiencia vital.

«Fue ahí que nos hicimos la pregunta, de un modo rebelde, “¿quiere decir que esto que estamos viviendo aquí no es poesía? Poesía es la palabra greda, por ejemplo, y la palabra barro ¿no es poesía?”. Entonces entendimos que todo entra en el campo poético. Cada palabra, cada manera de acceder a la poesía, la más trascendente, la más espiritual, la más rastrera, la más cotidiana, la que pretende un público mayor y la que busca el resguardo en la intimidad, todo es válido».

Aunque era la única mujer en el grupo y nunca se detuvo a pensar demasiado en ello,  sí era consciente de lo que en ese momento significaba, pues a través de las lecturas de los poemas de Correo del corazón (1985), al que se refiere como «el libro de Tráfico», les daba voz a las preocupaciones, angustias, experiencias, que no solamente eran suyas, sino de las mujeres en general.

–¿Alguna vez hubo una idea reivindicadora de la mujer?

–En los 80 ocurrió una irrupción, se rompieron diques que contenían a la mujer. Claro, esto hay que matizarlo muy bien porque nosotros no estábamos descubriendo el agua tibia, en todos los países de Latinoamérica y en Estados Unidos las mujeres salimos con un discurso, con unos poemas, con unos relatos que sí llamaban la atención sobre el hecho mismo de ser mujer.

–¿Cuál era la diferencia con lo que se hacía?

–Era un matiz importante porque la poesía femenina apuntaba hacia la esencia de la mujer, la mujer etérea, más relacionada con los arquetipos de lo femenino, la cuestión religiosa, simbólica. Lo otro era más sociológico, tenía un peso del marxismo. Más fácil de analizar, porque se podía asociar desde el punto de vista de la sociología, de la antropología. Yo era consciente en ese momento de lo que estábamos haciendo las mujeres, cuál era nuestro aporte y lo que significaba; que no era la «literatura femenina», sino la poesía o la narrativa producida por mujeres, con todo lo que la mujer traía como carga; de experiencias que son como taras, como pesos, como lastres del hecho mismo de ser mujer.

La poesía: un canto

Luego de su paso por Tráfico, Yolanda Pantin se separa con la aparición de La canción fría (1989). «Allí me abro a otros mundos que son más de la literatura y rompo con esa idea del poema que pretende dialogar muy cercanamente con el otro, la experiencia de los otros en la calle. La canción fría rompe con eso y se va para los mundos imaginarios». No obstante, desde la poesía, Yolanda Pantin trata de ver el mundo «como es». Guarda visiones muy catastróficas, muy negativas, pero también se ha paseado por zonas de luz y de resplandor. Esa sensibilidad fue estimulada desde niña por sus padres, ambos lectores y apasionados por las cosas bellas. «Con mi papá yo entendí que la poesía era un canto. Siempre nos recitaba Rubén Darío y ese mundo me fascinaba. “Ahí vienen los claros clarines el cortejo de los paladines”. El encantamiento a través de la música y la sonoridad de sus palabras fue una cosa extraordinaria».

–¿Qué hace la poesía en la vida de la gente?

–Debería transformar, primero, al propio escritor. Porque abriría una ventana de comprensión a su propia interioridad y desde esa comprensión proyectar y entender ciertas cosas fuera de sí. Ahí es donde se da la comunicación con el otro. Para mí eso tiene un gran valor. Hay personas que piensan que la poesía transforma la realidad, no estoy tan segura de eso, no pretendería eso, eso es para los grandes poetas.

–¿A qué se refiere con «grandes poetas»?

–Los poetas que tienen una visión mesiánica. Que son más visionarios; capaces de ver, predecir, intuir, y ayudarte a aceptar cambios. Para mí la poesía es un estar, una manera de comprender la vida. Es una mirada sobre la realidad y tiene el valor de lo individual, esa mirada tiene que ser franca y honesta. Si es así, si viene con honestidad y con verdad, se comunica con el otro.

–Y al poeta, ¿qué se le exige?

Al poeta que nadie le exija nada. Además de lo duro que significa cargar con esta mirada, porque significa que hay una herida en ti por donde pasa la luz, que es inevitable, que es un hecho, que no se puede cambiar, tienen que exigirte cosas. No debe haber ninguna exigencia diferente a la del ciudadano responsable de su momento histórico. Dejar que la persona sea, que escuche lo que tiene oír.

«Mira lo que hace el tiempo»

Resguardada, luchando por contener el chorro de la vida, una parte de Yolanda Pantin se niega a la pérdida natural de las cosas, pues de alguna forma siente que le dan seguridad, la protegen. «Yo le doy el valor de la presencia en la forma de la caligrafía cuando son cartas, en las imágenes cuando son fotografías. Para mí ahí está la poesía, en esa lucha entre lo que se quiere ir, no dejarse ir, lo que se tiene que ir».

Entre esos lugares que no quiere dejar ir se encuentra Turmero, el universo de su infancia, que ya no se parece al Turmero de sus recuerdos, así que hoy sólo es posible recrearlo. «Como todo ha sido como arrasado y los años han pasado de un modo tan furioso, existe en mi imaginación» y, tras un suspiro, recita uno de sus versos hallado en su poemario Bellas ficciones (2016): “Nunca te conocí pueblo mío, aunque siempre tuviera bien de tu existencia”.».

Allí sus padres viven todavía, por voluntad y terquedad; en aquella casa que hoy quedó rodeada por un muro, donde ellos también construyeron su mundo, su propia cantera, que sobrevive a los vestigios del pasado. Cada vez que los visita, abre la puerta y se sumerge en ese universo donde reinan las plantas, los árboles, y que no se parece en nada a lo que está afuera. En el patio se reúne con su madre y disfruta del jardín que se hizo con los años, sin que nadie realmente lo notara. «Mira, Yoli, lo que hace el tiempo», señala su mamá. Ella ve alrededor y nota que el tiempo lo que hizo fue un jardín muy bonito. «Entonces miro, y ahí está la poesía».

 

 

María Laura Padrón (Puerto Cabello, 1992). Transeúnte y periodista. Vive en la búsqueda permanente de las historias detrás de los rostros, gestos, pisadas. Haciendo malabares en este mundo circense, en el que aspira jamás perder la capacidad de asombro ante lo que, en apariencia, resulta nimio. Su trabajo periodístico ha sido publicado en los diarios venezolanos El Nacional y Notitarde y en la revista digital Clímax.

Maimónides escribió una Guía de perplejos que, acaso, sea uno de los libros fundamentales de la cultura española. Perplejo se queda, siempre, un escritor cuando es entrevistado. Ya sea por la ineficiencia del entrevistador o, por el contrario, por el conocimiento que despliega de la obra del entrevistado. Y más Perplejo, si cabe, cuando lee esa entrevista y se descubre como alguien más ajeno a sí mismo de lo que esperaba.

La fotografía de Yolanda Pantín es obra de la extraordinaria fotógrafa Lisbeth Salas.