Uno de los agitadores cultural de la inquieta librería de San Isidro Notanpüan, basta ver cómo algunos popes de la literatura argentina reaccionan ante sus propuestas para convertirlos en necesarios, se anima a compartir con los lectores de penúltiMa un cuento inédito. Esperamos que lo disfruten.

 

Se despertó. La chica rubia estaba hecha un ovillo sobre el costado izquierdo, la morocha abrazada a una almohada sobre el costado derecho. Él estaba en el medio, con los brazos pegados al cuerpo, tratando de no tocarlas, de no molestarlas. Así durmió toda la noche. Tenía sed. Toda la noche tuvo sed. Hasta incluso soñó con una botella de vidrio con agua, con una botella que de tan fría transpiraba agua. Se levantó con cuidado para no despertarlas. Caminó desnudo hasta la otra habitación. Tomó el teléfono y pidió algo para beber, no especificó qué. Enseguida señor, contestaron del otro lado del tubo. Volvió a la habitación y tomó un cigarrillo de una marca que no era la que le dijeron que debía fumar. Nadie lo veía, podía fumar la marca que quisiese. Se preguntó si el paquete sería de la rubia o de la morocha. Daba igual, era tabaco. Se asomó por la ventana y vio como el día comenzaba: un señor de traje y maletín negro bajaba de un taxi, un borracho cruzaba la calle en dirección a la entrada del hotel, un repartidor de diarios pasó a toda velocidad con su bicicleta. El cielo cambiaba segundo a segundo, pasaba de un gris plomo a un gris casi negro. Miró el cigarrillo que tenía por la mitad y rápidamente lo cambio de mano. Si Brian lo hubiese visto con seguridad habría hecho un extenso monólogo de por qué nunca debía usar su mano derecha. Y cuando Brian decía nunca era nunca.

Ese día era de real importancia. Por la tarde vendría Brian, echaría a las chicas con ese gesto amable pero contundente y sin parar de caminar repasaría todo el itinerario y repetiría en más de una ocasión las tres reglas imprescindibles de las que no se separaría nunca más en su vida: usar la mano izquierda para todo, nunca borrar la sonrisa que decenas de veces estudió en fotos y siempre tener una actitud de líder. Por lo demás, Brian se haría cargo. Sintió que era demasiado para tan poco tiempo y las actividades diarias lo sometían a un cansancio inhumano. Pensó en la posibilidad de decir que se sentía enfermo, solo para tener un día de descanso. También consideró mandar todo al demonio y que su vida volviera a ser la de antes. Tomó la libreta con las anotaciones que Brian, con letra prolija, todos los días disponía para que las estudiara. Ese día no era igual que los otros: se suspenderían las clases de bajo y de piano, la visita al fonoaudiólogo y las sesiones de fotos. Todo porque ese día por fin conocería a Linda. Pero Brian fue muy claro al respecto, él no tenía que conocer a nadie, ella debía conocerlo a él. Se sintió nervioso, no podía dejar de caminar por el penthouse. Si bien había muchas habitaciones y hasta tres baños, él se sentía encerrado. Nunca había estado en un piso tan lujoso y con todas las comodidades a su disposición. Instantáneamente recordó su pequeña casa de Vancouver donde vivía con sus padres. Allí por lo menos podía salir al jardín con su guitarra y cantar libremente. Encontró su reloj entre la ropa tirada del suelo, entre los corpiños y las bombachas de las chicas. Las miró nuevamente y no pudo evitar tratar de calcularles la edad. La morocha tendría dieciséis y la rubia no más de diecisiete. Will nunca había estado con dos mujeres. A decir verdad no había estado con muchas mujeres en su vida: solo con tres y la verdad es que no había sido muy agraciadas. Él era un hombre tímido y siempre las mujeres habían hecho todo el trabajo. Sobre todo desde que en su barrio algunas se dieron cuenta de que se parecía al otro.

William nunca pensó que ese concurso de imitadores lo traería a este destino. No debía quejarse, todo lo que había soñado ya lo tenía a su alcance, aunque todavía no terminara de disfrutarlo. Recordó la tarde en la que el Roll Royce se estacionó frente a su casa, en cómo Brian tocó el timbre de una manera insistente, en la forma en que se presentó extendiendo la tarjeta con su nombre, en sus dedos tamborileando en el apoyabrazos del sillón mientras tomaba el té que su madre le había servido. Pero eso ya era pasado, ahora simplemente era una de las personalidades más importantes del mundo. Y no podía salir a la calle sin un séquito de guardaespaldas y que las limusinas y los gritos fueran parte de su vida cotidiana. Pero sobre todo debía soportar al resto de la banda.

Tocaron el timbre. Uno de los guardaespaldas le extendió la botella de agua. Will la bebió casi de un trago. Sintió el frío que le recorría todo el cuerpo. Prendió otro cigarrillo y se sentó mirando por la ventana. Se vio el pene diminuto y se preguntó si el otro lo había tenido igual. De los cuatro era el más requerido por las mujeres y se preguntó si esas dos adolescentes que estaban desnudas en su cama lo habían pasado bien, pensando que era el otro, aún con un pene tan disminuido como el de él. Por suerte ese día no vería a la banda, no tendría que soportar la introspección del guitarrista que según William era un talento que todavía no había explotado, ni tampoco al baterista bueno para nada que solo se apostaba detrás de los tambores para justificar el cuarteto, ni tampoco al único líder de la banda desde que el otro había partido. El líder de la banda después del accidente era el más detestable. William también sentía aberración por el humor irónico y la soberbia del que ahora tenía en su poder la marca registrada del grupo. Desde el primer día William soportó las burlas del líder, “Mr. Simulacro” lo llamaba cada vez que se dirigía hacia él. Desde hacía varios meses William respondía a ese apodo con una sonrisa falsa, como si le debiera algo. Con el único con el que podía sentirse en deuda era con Brian. Pero realmente no le importó pensar más en esos tres individuos, lo más importante era que a las 14 horas llegaría Linda y no sabía ni cómo dirigirse a ella, ni qué decirle, de solo pensarlo le temblaban las manos.

Tomó su guitarra y ensayo un par de acordes que había estado preparando desde hacía semanas, sacó un papel arrugado donde tenía escritas unas oraciones que acompañarían la música. No se animó a mostrársela al líder, temió que se riera de él. Uno de los compositores contemporáneos más importantes del mundo había perdido a su compañero musical y ahora un desconocido que lo suplantaba le ofrecía una canción. Sería el objeto de sus risas por siempre. Y cuando William pensó en ese “por siempre” recordó la sentencia de Brain esa tarde en su casa de Vancouver: el contrato era para siempre. Dejó la guitarra y guardó el papel. Decidió vestirse y esperar a Brian, hasta pensó en despertar a las jóvenes, pero esa no era la tarea de una estrella de la música. Se puso los pantalones y prendió otro cigarrillo, se sentó frente a la ventana a ver cómo la niebla se disipaba y comenzaba a caer una llovizna muy fina. Se quedó dormido sin darse cuenta.

Lo despertó uno de los guardaespaldas, mientras otro tomaba a las jóvenes y las sacaba de la habitación. No pudo despedirse de ellas, ni preguntarles el nombre, solo las vio que caminaban con dificultad, con seguridad afectadas por la resaca del alcohol y las pastillas, tratando de juntar sus ropas. William miró su reloj y se dio cuenta de que no solo Brian estaba al caer, también Linda. Se ducho rápidamente tarareando una canción del grupo, la que más le gustaba. Los nervios siempre le provocaban cantar. El agua caliente le pegaba en el centro de la cabeza, no pudo ocultar cierta emoción por lo que estaba por suceder. Las imágenes se le amontonaron: la primera guitarra que le regalaron, el primer disco de la banda que escuchó, el concurso de imitadores, Brian sopando una galleta en el té esa tarde en su casa de Vancouver, la cuenta bancaria millonaria que haría que su familia viviera plácidamente, la cara de despreció del líder cuando lo conoció, y sobre todo el choque. Trató de recrear en su cabeza lo que habría sentido el otro cuando su Austin Healy impactó con el otro automóvil, qué habrá sentido el otro dentro de todo ese hierro retorcido aplastando su cuerpo. Contuvo la respiración, no supo distinguir las lágrimas del agua de la ducha que recorría su rostro.

Brian abrió la puerta y encontró a William sentado en el sillón del penthouse, con las piernas cruzadas, ojeando una revista, con un cigarrillo en su mano izquierda. Sintió el aroma del perfume exacto que debía usar y aprobó con la cabeza las prendas que había seleccionado William para la ocasión. Linda entró detrás de él, con la cara hinchada, como si hubiese estado llorando toda la mañana. El pelo rubio hasta los hombros combinaba a la perfección con la polera amarilla y la pollera beige. Se adelantó unos pasos delante de Brian.

–Hi, Paul, dijo con la voz cortada.

–Hi, Linda, dijo William y supo que ya nunca más sería él.

 

Pablo Méndez estudió de todo: periodismo, letras, cine y música. Docente de la carrera de Ciencias de la Comunicación (UBA) e investigador del Instituto Gino Germani. Dicta talleres de escritura, de Periodismo especializado en música rock y un Seminario de rock y literatura. Trabajó en medios audiovisuales, en Radio América como columnista de rock en el programa “Acaricia mi ensueño” y de literatura en el programa “América No Duerme”, y e
scribió en Ultrabrit, Artezeta, Ruleta China, Revista Aglaura y Revista Loop. Participó en la Antología «Sangre Fría», Colección Pelos de Punta de cuentos de terror. Organiza el ciclo de lectura «Poesía a la Parrilla» en la librería y editorial Notanpüan. Es director de la web de reseñas de libros Solo Tempestad: http://www.solotempestad.com/

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.