Esquinado y casi olvidado, un actor en la sombra (¿habrá algo más carente de sentido que un actor, ejemplo perfecto de persona nacida para el primer plano, condenado a ser un figurante eterno?) arrebata la atención de José Eduardo Tornay y logra que el escritor malagueño le de el papel protagonista que la historia le negó.

 

Como los menos jóvenes saben de sobra, Antonio Vega fue un músico madrileño que empezó componiendo canciones de antología generacional con Nacha Pop y acabó convertido en mito viviente, singularidad intimista pura. En 2014, a raíz del quinto aniversario de su muerte en Majadahonda por unas dolencias relacionadas o no con su adicción a los estupefacientes, se contaron muchas historias. La pequeña polémica saltó por el contenido del documental sobre su vida, “Tu voz entre otras mil”. La familia del artista acusó a su realizadora, la periodista Paloma Concejero, por haber destacado más los aspectos problemáticos de su vida personal que los artísticos, que tanto hubieran dado de sí.

Pero en aquel contexto también retumbaron otros asuntos, como la recuperación de –o el encuentro con- un personaje que ocupó un lugar arrinconado en esa pequeña historia de la Movida madrileña –en realidad, el despertar tutelado por los poderes públicos del país tras tantos años de nefasta dictadura cuyos efectos todavía tienden a anularnos. Me recuerdo ahora muy joven y desorientado buscando los lugares míticos de aquella época: en el barrio de Argüelles por el que paseó su rostro asombrado Enrique Urquijo, en el barrio de Maravillas, el Pentagrama, el Laberinto, La Vía Láctea que decoraron los Costus -. Resulta que Antonio Vega estuvo un tiempo saliendo (es una manera de hablar) con una tal Carmen Colmenares, también toxicómana y de magnético atractivo, a su vez hermana de un actor que protagonizó, en 1979, acompañado por Eusebio Poncela y Cecilia Roth, una de las películas más inquietantes de aquellos años: la mítica Arrebato, de Iván Zulueta. El personaje -es decir, el actor-, del que muchos habían perdido la pista, tiene un protagonismo inesperado en el documental sobre la vida de Antonio Vega, como una especie de portavoz de los abismos en cuyas profundidades muchos se sumergieron por aquellos años. Se habla de un embarazo interrumpido del que, realmente, no teníamos ninguna necesidad de haber sido informados.

Quien se haría llamar Will More era en realidad Joaquín Alonso Colmenares-Navascúes García Loygorri de los Ríos, un joven modelo que había intentado abrirse camino en el mundo de la interpretación londinense, de facciones angulosas y mirada penetrante, con el aspecto zombi de los tipos que fotografiaba por aquellos mismos años Miguel Trillo. En la película del underground español por excelencia interpretaba a Pedro, presencia fantasmal absorbida por la heroína o por el cine, presa de un discurso que a duras penas se ancla en la realidad, hasta que acaba siendo digerido por las imágenes que capta su cámara, convertido él mismo en materia cinematográfica. En su carrera, muy corta e irregular, se incluye un papel en una de las cintas más representativas de aquellos tiempos: Laberinto de pasiones, de Almodóvar, y en Patas en la cabeza, el primer corto de Julio Medem.

Estuve rastreando los signos de su existencia (principalmente en los blogs de rayosc o de su familiar fernandoloygorri), que lo sitúan ahora en Madrid, después de que algunos rumores lo habían difuminado en Gran Bretaña, tras haber pasado un tiempo en Florida: “Hola muchas gracias por recordarme. Aquí estoy yo vivito y coleando en mi casa de Miami Beach. Disfrutando de la vida”, comentó en 2008 en un foro de internet.

Su desaparición del mundillo artístico se aliñó con muchos bulos y leyendas. Se da por cierto que el tal Wilmor provenía de una familia de la alta burguesía (o no sé si se llamará aristocracia al hecho de que su padre fuera general del ejército franquista; ya se sabe lo el duque de Alba contestó a Franco, a quien había representado en Londres, cuando éste exigió ser invitado a la boda de su hija: aquí se ha hecho una guerra para que cada uno ocupe su lugar), con raíces en el núcleo financiero donostiarra, que fue heroinómano durante mucho tiempo. Y que en los últimos años, aunque antes de su reaparición alguien lo diera por muerto como consecuencia de su infección de VIH, hay quien afirma haber compartido con él una vida modesta y rehabilitada, a costa de los servicios sociales de Miami.

Un personaje minúsculo este Wilmor, a pesar de su histórica interpretación en Arrebato, si lo comparamos con el magisterio pop de Antonio Vega. Pero ambos unidos por un destino, marcados por su adicción a una sustancia, la heroína, de fuerte raigambre generacional. Nada tenían ya de románticos o de experimentales estos opiómanos a los que Thomas de Quincey no representaba. Muchos piensan que aquel fenómeno -todavía coleante pero en cualquier caso no con las notas masivas que lo caracterizaron en los pasados años ochenta y noventa- fue un auténtico genocidio orquestado por intereses aún desconocidos y, como mínimo, económicos (o políticos y policiales, como sostiene Pepe Ribas, editor de Ajoblanco en Los 70 a destajo) .

En cambio, también es posible pensar que se trató del suicidio colectivo de muchos de los seres más enigmáticos y originales –quién no ha conocido a alguno de estos príncipes famélicos de la noche-, la reacción de una generación que no vería cumplidas sus expectativas pero que tampoco estaba dispuesta a adaptarse al mundo gris, tenebroso y cambiante que la historia le había adjudicado.

 

José Eduardo Tornay

José Eduardo Tornay (Algeciras, 1968) es el ejemplo perfecto de autor para iniciados que en cualquier momento puede dar el salto a la primera plana de la literatura española si los lectores y la crítica despiertan. Tiene publicados tres libros:  A la sombra de los bloques (FMC), Los observatorios (Eda) y Los dueños del ritmo (La Fábrica).

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.