Continuarlas, dialogar con las obras mayores de la literatura, esos referentes que todo autor tiene siempre en su cabeza, es no sólo un modo de hacer crítica, sino la esencia misma del trabajo de creación literario. Nere Basabe continúa aquí con su particular diálogo con los libros que la han marcado como autora. 

 

―¡Vamos de paseo…!

―¡Pi pi pi!

―En un auto… En un auto…

―¡Feo!

«Tú sí que eres feo, cabrón». El terral que lleva amargándote las vacaciones desde hace dos días no consigue llevarse lejos, tierra adentro, el griterío de los bañistas; escupe sus cánticos infernales en tu dirección. También es mala suerte: un pequeño hotel rural retirado, casi sin huéspedes, y te tiene que tocar una familia así. Confiar en lo hombres es ya dejarse matar un poco.

No puedes concentrarte en el libro que estás leyendo, la familia que acaba de irrumpir en la piscina lo inunda todo. «Menuda manera de salpicar. ¿Se creerán que están solos?». Un flotador rosa de la Sirenita que dan ganas de hundirlo como al Titanic, con DiCaprio dentro. Son sólo una pareja con una niña pequeña, pero parece que ha llegado el circo. Para que el cerebro de un idiota se ponga en movimiento, tienen que ocurrirle muchas cosas y muy crueles. Son sólo una pareja; «una pareja sin dientes», te recalcas, mientras sientes cómo el calor va ganando la batalla.

―¿Cómo hace el auto?

―¡Pi pi pi!

―¡Pi pi pi! ¡Muy bien, preciosa! ¡El auto hace pi pi pi! ¡Bien!

Y todos aplauden. «Payasos. Payasos desdentados». Los dientes que les faltan se compensan con abundancia de tatuajes descoloridos: por cada hueco en la dentadura, un borrón azul en su piel. Rosas, calaveras, caracteres chinos ilegibles. «No saben ni lo que significan». Los dientes que les quedan: negruzcos, irregulares en él y en ella. Dientes de leche en la niña, también con oquedades y visitas del Ratoncito Pérez: están demasiado cerca como para no verlos. La naturaleza es algo espantoso e, incluso cuando está domesticada, aún produce como angustia a los verdaderos ciudadanos. Una Harley Davidson tatuada en la espalda de él; un dragón en el vientre de ella, cuya llamarada se pierde por debajo del diminuto triángulo. «Ese bikini está más pasado de moda que el tatuaje». Un flotador rosa contrastando en el azul de la piscina, ambos colores demasiado chillones y sin matices. «¿Alguien se imaginó alguna vez en la fábrica de Disney que su merchandising acabaría en los poblados?»

Descansar es arrastrar la hamaca hasta el recuadro de sombra a medida que el sol rota, es untarse una crema pegajosa, contorsionarse para llegar a untarse la crema allá donde no llegas, salir corriendo tras el sombrero de paja que se lleva el viento, sudar y seguir sudando entre las tetas los chorretones de crema, correr tras el marcapáginas del libro que no estás leyendo porque esta ruidosa familia te lo impide y que se ha llevado otro golpe de viento, «¿por qué no se los llevará también a ellos?». Apartar una mosca de un manotazo y aterrorizarse de una avispa, volver a arrastrar la hamaca. En este oficio de dejarse matar, no hay que ser exigente, hay que hacer como si la vida siguiera. Vacaciones.

Recuerdas cuando has llegado a la piscina del hotel después de comer, ese paraíso entonces aún desierto del que te expulsaron en el momento en que oíste el primer «¡Pi pi pi!».

―Pero no me importa…

―¡Torta!

Y apalea el agua mientras chilla, y casi salpica hasta tu hamaca («la pobre imbécil cree que canta. Cómo no lo va a creer, si le aplauden»). Él se ha quedado mientras echando la siesta en la habitación, y tú has querido aprovechar para bajar a leer un poco. El viajero solitario es el que llega más lejos. Por la mañana habéis tratado de ir a la playa, pero el azote del terral no os ha permitido permanecer allí ni media hora. La arena aún te impregna la maraña de pelo, el tracto digestivo, los pensamientos sarnosos. Y justo cuando ibas a terminar el capítulo, a cerrar el libro para darte un chapuzón, ellos han invadido el agua. Nunca me había sentido tan inútil como entre todas aquellas balas… 

Es injusto cómo se te han adelantado, te lamentas. Tú llegaste antes, tenías la piscina para ti sola, y el silencio. A medida que te quedas en un sitio, las cosas y las personas se van destapando, pudriéndose, y se ponen a apestar a propósito para ti. «Si nos descuidamos, se quedarán con todo, nos expulsarán de nuestras propias casas»: te imaginas lo que diría tu madre si estuviese aquí. Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros. Pero ella no está, estás con él, que ahora duerme despreocupado en la habitación de este pequeño hotel rural, bajo el chorro del aire acondicionado, y te preguntas si no hubiese sido después de todo mejor idea. Querías estar sola. Querías nadar, leer, no sentir que desaprovechabas ningún minuto de este fin de semana sin ella y en compañía de él: piensas que tal vez deberías llamarla (bajo la guillotina, mi madre habría sido capaz de reñirme por haber olvidado la bufanda), pero sólo compruebas en la pantalla del móvil si tienes algún mensaje nuevo: para hacerlo tienes que convulsionarte en la hamaca, rebuscar en el capazo, quitarte las gafas de sol, agotarte. Querías tranquilidad, aunque fuera devorándote esta boca de fuego de la que no te puede proteger ninguna bufanda. Corría su corazón, no había duda, detrás de sus costillas, encerrado, corría tras la vida, a tirones, pero en vano saltaba, no iba a alcanzarla. Se han dejado un horno abierto en algún lado, respira calima y humedad, y tú eres la masa blanda de harina que se está cociendo dentro.

Tratas de concentrarte en la visión del mar en el horizonte, por todos los medios intentas perder de vista a la familia de yonkis que ha invadido la piscina, pero la bruma te impide ver nada más allá de la refracción cegadora de los plásticos de cultivo, de los espejismos en la carretera. «¿Cómo habrán podido pagar este hotelazo?». Seguramente no pueden, pero sabes que tú tampoco puedes. Casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel. Sois todos convidados de piedra, la tarjeta dorada la maneja alguien ahí afuera. En tu caso, un cliente de tu padre ha tenido el detalle de obsequiarle con un fin de semana para dos en un spa; lo que ignora el cliente es que ha ido contigo. Al menos tú te avienes a moverte con los hilos, no causas estropicio en las aguas mansas del dinero: tu bañador conjunta con la sombrilla, tu pareo no desentona con las flores del jardín. Eres la perfecta impostora. Invocar la propia posteridad es hacer un discurso a los gusanos. Estate tranquila: todavía luces una dentadura perfecta.

La madre yonki ha abandonado la piscina (huesuda, raquítica, llena de moretones, en vez de culo sólo dos astillas sujetas por el diminuto bikini: un espectro surgiendo de las aguas), pero el padre yonki y la pequeña aprendiz de yonki, enfundada en su flotador de la Sirenita, con cuatro pelajos apenas por coleta y una diadema ridícula como una gitanilla (la coleta, rala, a juego de la de su padre), perseveran hasta acabar con el agua, el verano y tu paciencia. La mayoría de la gente no muere hasta el último momento; otros empiezan veinte años antes y a veces más. Podrías bañarte, no hay nada que te lo impida. La piscina del hotel tiene forma de riñón extirpado, vendido en el mercado negro, con una palmera enana en una isla de cemento: «Es demasiado pequeña para que quepamos todos». Con sus gritos (ahora la niña está intentando hacerle ahogadillas al padre, que pide socorro con fingimiento, se escabulle y corre despacio al otro lado, mientras la niña lo persigue nadando como un perrillo) lo llenan todo, no cabe nada más.  Por viejas que sean las cosas, por gastadas que estén, encuentran aún, no se sabe cómo, fuerzas para envejecer. «Si siguen en el agua se acabarán deshaciendo, van a quedar como uvas pasas».

Te empiezas a encontrar mal, reconócelo; te está dando un golpe de calor, la sombrilla no basta para protegerte. Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda, y la sombra en esta historia eres tú, no los que se bañan a pleno sol. ¿Qué conocemos de ti, cómo te dibujan tus prejuicios? No se sabe nada de la historia de los hombres. Deberías haberte quedado a echar la siesta con él, en vez de bajar a la piscina después de comer, cuando más calor hace. Deberías meterte en el agua, aunque sea un momento («No, mientras ellos no salgan»), prueba con la ducha, al menos. Pero tú querías la piscina para ti sola, es sólo cuestión de esperar, una carrera de fondo, tarde o temprano se aburrirán, un pulso. «En este mundo no pueden ganar ellos». ¿Qué temes, que puedan contagiarte sus tatuajes, la mirada ausente o ese acento de arrabal? Me faltan algunos odios todavía, estoy seguro de que existen.

Sabes que, en el fondo, lo que más te perturba es que, pese a sus bocas desdentadas y sus calaveras tatuadas, conforman una familia más normal que la tuya. Disfrutan de sus vacaciones como no lo estás haciendo tú. Juegan con su hija. ¿Y si fuera verdad que se han rehabilitado lo suficiente como para enamorarse? ¿No puedes concebir un amor sin dientes ni colmillos con los que desgarrar? Vuelves al libro y subrayas, hasta casi agujerear el papel, Arthur, el amor es el infinito puesto al alcance de los caniches, para apaciguarte. El lápiz resbala entre tus dedos sudorosos.

Tal vez lo que más se necesite para salir de un apuro en la vida sea el miedo. «¿Por qué me repugnan tanto? ¿Acaso me parezco a ellos?». Consultas la hora en el teléfono: tu madre sigue sin llamar. No nos queda más remedio que reconocer que todo eso no existe en nuestro interior, que para el placer de sentir pena estamos secos. Se está haciendo tarde, lo mejor sería que subieses a la habitación a descansar un poco, antes de ducharte y arreglarte para que podáis salir a cenar. Ha prometido llevarte a una de esas marisquerías que hay junto a la playa. Cierra el libro, recoge tus cosas, no insistas más. Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él.

Al coger el capazo y ponerte las chanclas, con la toalla, el bronceador y el libro entre las manos, el móvil se te cae al suelo: vuelves a pensar en llamar a tu madre, pero no lo haces. La barahúnda del viento abrasador impediría que os escuchaseis, y luego ya no podrás llamarla en presencia de él. Sabes que allí hoy está lloviendo, lo has visto en las noticias. La gran derrota, en todo, es olvidar, has leído hace un momento, pero tú te esfuerzas en lograrlo, mientras subes ya las escaleras del hotel y dejas, finalmente, la cancioncilla de energúmenos atrás:

―…en el auto de papá, nos iremos a pasear. ¡Y ahora vamos a pasar por un túnel!

―¡Sí, un túnel!

―¡Cuidado que viene el túnel! ¡Agáchate!

La penumbra de la habitación y el aire acondicionado a máxima potencia son un bálsamo para tu piel lacerada. «Papá ha echado las cortinas». Tu llegada no parece haberle despertado: su respiración se acompasa con el susurro del ventilador. Te quedas un momento en la puerta, observándolo, tratando de no hacer ruido mientras dejas con cuidado tus cosas en una silla y te quitas el bikini cuyas gomas ya te molestaban. Y sin embargo, seguimos ahí, esperando cosas… Ni siquiera para pensar la muerte servimos. Duerme de espaldas a ti, no te ve cuando te desnudas. Pese a la posición relajada, los músculos de su espalda se perciben bien entre las sombras: «Todavía no parece un viejo». Duerme cubierto apenas por una sábana que no tapa el nacimiento de sus nalgas, tan blancas como la propia cama enorme en la que, junto a él, ahora te tumbas. Respiras, porque estás a punto de entrar en el túnel: la vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche. 

 

Nere Basabe

Nere Basabe (Bilbao, 1978) es licenciada en Ciencias Políticas y en Filosofía, doctora por la Universidad Complutense y profesora de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid. En su faceta de escritora, ha publicado las novelas Clara Venus (Tropo editores, 2008) y El límite inferior (Salto de Página, 2015). Sus relatos han sido premiados en diversos certámenes y publicados en diferentes revistas literarias, periódicos y antologías. Fue becaria de la Residencia de Estudiantes durante tres años y residió otros tres en París. Imparte talleres de escritura creativa, ha ejercido la crítica literaria en distintos blogs, trabaja como traductora de francés y colabora regularmente en medios escritos como los suplementos “El Viajero” del diario El País o “Mujer Hoy” del Grupo Vocento.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.