En la reciente presentación en Santiago de Chile de su último libro, la colección de relatos Mundo salvaje, Luis López-Aliaga leyó este texto que ha querido compartir con los lectores de penúltiMa.

 

Tengo una vida que no prosperó, que se hizo a un lado y se detuvo,
anonadada:
la llevo en mí como una gravidez o
como se lleva en el regazo un niño que
ya no crecerá o incluso viejo nos seguirá afligiendo
es a su tumba adonde más
a menudo vuelvo y vuelvo
a preguntar qué es lo que falla, qué
falló, a verlo todo bajo
la luz de otra necesidad
pero la tumba no se cierra
y el niño,
que se agita, habrá de compartir tumba
conmigo, viejo que se lasarregló con aquello que quedaba.
A.R. Ammons

 

Me junté con él. Pactamos. No fue un transacción simple. Hace muchos años que no lo veía. Pero está igualito. No lo digo desde el recuerdo, desde esa odiosa trampa que es la nostalgia. Está igualito. Las mechas tiesas, un remolino en la frente, la cara redonda, los ojos claros, el dedo meñique chueco, como la uña de un cóndor. Él se rió de mi apariencia. Dijo que lo del pelo sí que no se lo esperaba. Se refería a la falta de pelo, claro.

Nos juntamos a la salida del Metro, en ese parque que hay entre Bustamante e Irarrázaval. Un punto intermedio entre su casa y la mía.

Nos sentamos en las bancas de madera, pero él no paraba de moverse, se revolvía el pelo, se paraba, iba hacia los juegos y se volvía a sentar. En un momento me dieron ganas de cachetearlo y se lo dije, como una broma. Él me preguntó, serio, si acaso me creía su mamá.

También le pregunté si le gustaba alguna chica. Me respondió que por qué estaba hablando como portorriqueño. Pero sabía bien a qué me refería. Siempre hay una, me dijo y se quedó en silencio. Le conté entonces que tenía una hija, Catalina, una hija casi de su edad. Lo sabía, me dijo, sabía que tendrías una hija. Y sabía que serías un buen padre.

Entonces quiso saber por qué quería verlo. De qué quería hablarle.

Le expliqué que quería asegurarme de que estuviera bien, de que supiera que no está solo realmente, que tuviera paciencia, que aguantara. Estoy en condiciones de asegurar, le dije, que con el tiempo las cosas irán mejor.

Me miró un rato con los ojos entrecerrados y la frente arrugada. Después levantó los hombros y giró la vista hacia una bocanada de gente que salía apurada por la entrada del Metro. Luego me dijo que le gustaban los programas de la tele donde se cuentan cosas del mundo animal. Respecto a su sobrevivencia, sobre sus camuflajes, sobre las maneras de reproducirse. Había visto un capítulo que le gustó particularmente, sobre los animales transparentes. Casi todos viven en las profundidades del mar. El pez de cristal, enumeró, el pez duende, el camarón fantasma, las nueces de mar, el pez gato de cristal, 60 especies de calamares distintos. Pequeños animalitos indefensos que en la transparencia encuentran la manera de zafar de los depredadores.

Le comenté que a mí, en cambio, me gustan los animales que se camuflan con la piedra. Animales que parecen ser la piedra. Animales de tierra, fundamentalmente, lagartos, tortugas.

También hay un pez piedra, me explicó él, y abrió los ojos grandes, es una de las especies más venenosas del mundo.

Eso, dije. Eso.

Después me pidió que le hablara de mí. Le conté que viajé a Italia, a visitar a unos primos, y que en el camino conocí al poeta Dino Campana. A él no pareció interesarle demasiado. Lo único que me preguntó fue si es que allá funcionaban los trenes. Me dijo que a él le gustaban mucho los trenes.

Un día viajaremos juntos, le dije.

Él se puso contento y quiso saber a qué me dedicaba.

Le cité un poema de Campana: “Voy a la letrina y vomito (verdad)/ Literatura nacional/ Industria del cadáver/ sálvese quien pueda”. Y le hablé del campo literario, de Bourdieu, de las reglas del arte. Me dijo que él no entendía de esas cosas, que a él lo único que le interesaba era jugar a la pelota. Le pregunté si era bueno. Mejor que tú seguro, me dijo.

Entonces le dije que debíamos pactar, llegar a un acuerdo.

Le pareció raro, no sabía bien a qué me refería.

Que sigamos viéndonos, le dije, que no nos perdamos la pista. Él se puso a jugar con la punta del pie en la arenilla del piso. Al parecer meditaba sobre lo que iba a responderme. En el juego, dibujó en el suelo una especie de casa, ese dibujo convencional que forman un par de rectángulos, uno sobre el otro, y un triángulo a modo de portal. Una casa imperfecta, incluso en su convencionalidad: no tenía ni chimenea ni bandera, por ejemplo. Tampoco había montañas, al fondo, ni un sol que sonríe.

No creo que mis papás me den permiso, me dijo finalmente. A ellos no les gustan mis amigos. Pensó un rato y agregó: pero puede ser a escondidas.

Nos quedamos en silencio un rato largo, mirando al frente. Supongo que veíamos lo mismo: edificios construidos, edificios en construcción, una farmacia Cruz Verde, un restorán peruano, una tienda de repuestos de autos. Entonces le pregunté si cuando grande le gustaría publicar un libro.

Se quedó pensando.

Luis López-Aliaga

Luis López Aliaga (Santiago, 1969), hijo de emigrados peruanos es autor de, entre otros títulos, Cuestión de astronomía, La imaginación del padre o Geografía de las nubes, que se han publicado en diversos países latinoamericanos. Su libro más reciente es Mundo salvaje. Además es uno de los responsables de la editorial Montacerdos, una de las más prestigiosas de Chile hoy.

Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.

La fotografía que ilustra el texto es del artista brasileño Casio Vasconcellos, su trabajo puede ser admirado en su web:  https://www.cassiovasconcellos.com.br/