La escritura para iniciados de Manuel Moyano experimentó una notable difusión mediática tras ser elegido como finalista del premio Herralde de novela hace unos años. Pero así como su narrativa ha llegado a más lectores, no ha sucedido tanto así con sus textos no ficcionales. Para remediar ea injusticia la Fundación Newcastle lanza una recopilación bajo el título Mamíferos que escriben. Aquí compartimos uno de los textos que la integran.
Todo empezó por un hallazgo inesperado. En el interior de una vieja casa de labor en ruinas, situada al pie de la sierra de La Pila, vi brillar un objeto entre el polvo y la mugre que cubrían el suelo. Se trataba de una medalla de bronce, con forma elíptica y el tamaño de un dedo pulgar. Una pátina de herrumbre la cubría. Cuando llegué a casa la limpié: en el anverso se veían dos ángeles que desclavaban el cuerpo yerto de Cristo, presididos por una tosca imagen de la Virgen y rodeados por la leyenda “Nuestra Señora de la Cruz”; en el reverso se leía “Patrona de Lezuza”… ¿Lezuza? ¿Qué extraño nombre era aquél? Le atribuí sin dudar una vaga etimología vascuence, y me pregunté qué historia se escondería detrás de una medalla forjada en el norte del país y hallada en un caserío abandonado en el último rincón de Murcia. Días después, busqué el topónimo en la enciclopedia (aún no se había generalizado el uso de internet) y descubrí, con sorpresa y alguna decepción, que Lezuza era en realidad un municipio de la cercana provincia de Albacete, situado al norte de la sierra de Alcaraz. Aun así, me propuse visitarlo. Embarqué a mi familia en un largo viaje, un sábado, para descubrir finalmente que Lezuza era sólo un pequeño pueblo manchego como tantos otros, sin más atractivo que la vieja torre de piedra de su iglesia. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Pretendía que aquella medalla constituyera una especie de presagio o de señal? ¿Algo que nos iba a conducir por un laberinto de nuevos y sorprendentes hallazgos? En definitiva: ¿me había dejado influenciar en exceso por la lectura de Paul Auster?
Los escritores que realmente consiguen trascender el papel impreso son aquellos que llegan a modificar nuestra percepción de la realidad; por lo común su apellido (o el nombre de sus personajes) ha devenido palabra de uso común: odisea, dantesco, quijotesco, kafkiano… A esta honorable lista hay que agregar, desde mediados de los años 80 del pasado siglo, el epíteto “austeriano”. Cuando realicé una viaje de ida y vuelta a Lezuza de más de 300 kilómetros instigado por el descubrimiento de una simple baratija, lo hice bajo una especie de hechizo austeriano, animado por la convicción de que un suceso fortuito e insignificante puede dar origen a extrañas e insólitas ramificaciones en nuestras vidas. Ésta fue precisamente la iluminación que recibió Paul Auster en la primavera de 1980, después de haber transitado sin éxito por la poesía, el ensayo, la novela policíaca (Jugada de presión) o la autobiografía (La invención de la soledad). ¿Cómo ocurrió? Auster recibió en su apartamento de Brooklyn la llamada de un hombre que preguntaba por la agencia de detectives Pinkerton; se limitó a decirle que se había equivocado y colgó, pero, al día siguiente, el mismo individuo volvió a llamar preguntando de nuevo por la agencia Pinkerton. Su interlocutor lo informó una vez más de su error y el tipo no volvió a telefonear. Sin embargo, Auster empezó a darle vueltas a una idea (a un what if): ¿Y si hubiera respondido que sí? ¿Y si, al recibir una tercera llamada, se hubiese hecho pasar por detective? Las derivaciones que se le ocurrieron a partir de ese hecho ínfimo dieron lugar a Ciudad de cristal, sin duda el libro inaugural de Paul Auster, que amplió con otras dos novelas hasta dar lugar a la Trilogía de Nueva York, y que lo llevó a perpetrar en un estado de absoluta inspiración obras maestras como El Palacio de la Luna, La música del azar y Leviatán.
La novela tradicional, entendida en un sentido amplio, pretende que la realidad se comporte según determinadas pautas, y presupone que los hechos que marcan nuestra vida han de ser necesariamente relevantes y estar ordenados hacia un fin. La siguiente cita de V. S. Naipaul, aunque extensa, sirve para definir claramente cuál es la postura del novelista típico: “Al escribir ficción tiene que haber una lógica interna. Uno debe tener personajes y una narración con una lógica que tal vez no existe en la vida real. Se puede ser irracional en la no ficción, pero en la ficción hay que esforzarse porque ésta tenga sentido. Debe haber orden, lógica, desarrollo: en eso consiste la narrativa”. En eso consiste la narrativa, nos dice Naipaul: en imponer a la realidad una lógica guiada por parámetros humanos que la realidad desconoce. Las casualidades, los hechos insignificantes, tienden a ser repudiados por la novela al uso, donde todo parece guiado por un cierto determinismo. El día en que se sienta a escribir Ciudad de cristal, Auster decide romper con todo esto y trabajar sin esquemas preconcebidos; decide, en cierto modo, ser Dios, pero un Dios caprichoso que carece de planes para nosotros. Su forma de escribir consiste en echar una piedra a rodar y sentarse a ver qué pasa. Igual que en la vida.
Se ha empleado tan a menudo la palabra azar para referirse a la obra de Paul Auster que incurrir de nuevo en ella produce una cierta náusea. Sin embargo, quizá ninguna otra puede definir mejor la interpretación del mundo que nos propone. Su propia vida es muestra de ello. Nacido en Newark, Nueva Jersey, en 1947, su infancia y adolescencia se vieron marcadas por los trastornos psicológicos que padeció su madre y por la separación de sus padres. El primer hecho contingente que determinó su destino de escritor fue un largo viaje a Europa realizado por su tío en 1959; éste, antes de partir, dejó en casa de Auster toda su biblioteca: una gran cantidad de cajas de libros que el adolescente leyó con avidez. Luego, durante su juventud y primera madurez, Auster llevó una vida nómada e incierta, siempre bajo la amenaza de la penuria económica: se licenció en literatura por Columbia, viajó por Europa, trabajó en un petrolero, cuidó de una finca en Provenza, malvivió de traducciones del francés, se casó y se divorció. En 1979, ya instalado en Nueva York, y cuando incluso comer a diario constituía un desafío para él, ocurrió el segundo hecho fortuito (aunque no tanto): su padre murió, legándole una pequeña herencia que le permitió invertir sus esfuerzos en escribir, y que, en pocos años, le daría tan buenos resultados. Si el azar no le hubiera brindado esas dos oportunidades (los libros del tío, la herencia del padre) hoy no estaríamos hablando de Paul Auster.
Sin embargo, sería inexacto afirmar que el azar que mueve las piezas en las novelas de Auster es idéntico al que guía nuestras vidas. Éste último es ciego e indiferente; el azar austeriano desprende un cierto perfume mágico, o místico, como si en realidad escondiera algún propósito recóndito, como si encerrara el germen de una fábula. En El Palacio de la Luna se nos dice de un personaje que “siempre está buscando conexiones ocultas en el mundo”. Algo de esto hay en Auster, tanto en el hombre como en su obra. El autor no lo revela expresamente, pero durante la lectura de sus tramas percibimos que existen ciertas relaciones subterráneas entre hechos que se nos presentan como casuales, como si atisbáramos o intuyéramos que, pese a todo, hay un plan secreto en la Creación. Probablemente, ahí reside la misteriosa magia de sus novelas.
Esta misma magia, que produce una férrea adicción, nos permite disculparle a Auster que su estilo caiga a veces en lo convencional, abusando de frases hechas y de clichés, o que, a lo largo de los últimos años, haya sufrido desfallecimientos notables, si bien algunas obras recientes –como Brooklyn Follies– han logrado aproximarse al nivel de sus mejores creaciones. Como todo escritor que genera a su alrededor no simples lectores fieles, sino una verdadera legión de acólitos, Auster también ha venido dando a la imprenta una larga serie de materiales dispersos y variopintos que nos permitan calmar el apetito durante los interludios entre novela y novela: viejos artículos, guiones de cine, programas de radio, cómics, y hasta las instrucciones de un juego de mesa inventado por él y basado en el béisbol.
Auster es el gran proveedor de historias, historias que se suceden unas a otras y que se solapan entre sí; historias como las que constantemente están ocurriendo a nuestro alrededor o nos ocurren a nosotros mismos, sin que, cegados por el humo de lo cotidiano, lleguemos a reparar en la magia que encierran. Pero, por fortuna, no todo el mundo sufre esa ceguera. Tengo un ejemplo cercano en mi amigo Jesús Montoia, pintor vasco extraviado en el Sureste español, quien, sin ni siquiera él saberlo, es un austeriano nato: las anécdotas que a menudo me cuenta parecen salidas de la pluma (o del ordenador) del escritor norteamericano. Valga como muestra esta última: una noche se encontraba acodado en la barra de un bar, en Molina de Segura, y no pudo evitar oír la conversación que un tipo grueso, de unos cincuenta años, mantenía en voz alta por el teléfono móvil. Según se deducía de sus palabras, el invisible interlocutor de aquel hombre era argentino, viajante para más señas, y en esos momentos debía de estar circulando en coche por la zona de Cartagena. Montoia tiene un amigo argentino llamado Miguel que vive en Cartagena y que es, además, viajante. ¿Sería posible que se tratase de la misma persona? Cuando el gordo colgó, le preguntó al respecto. “No”, le respondió éste; y le dio un apellido distinto. Sin embargo, animado quizá por la ingesta de alcohol, el gordo empezó a contarle otra historia. Le dijo que, durante una época, había logrado reunir sus dos mayores placeres: la comida y el sexo. Casado, se estuvo viendo durante años, siempre al mediodía, con una mujer también casada que le preparaba copiosas comidas antes de irse a la cama y consumar el adulterio; la mujer se quejaba de que su marido y sus hijos no apreciaban su forma de cocinar; el gordo, en cambio, la elogiaba tanto con palabras como con hechos… Sin embargo, con el tiempo, también él se cansó de que le preparara los mismos platos (llegó a odiar, en especial, sus raviolis con carne) y acabó por dejarla.
–Joder –suelo decirle a Montoia cuando concluye relatos como éste–; parece una historia austeriana.
–¿Una qué?
–Nada, no importa.
Auster le ha dado su nombre, quizá sin pretenderlo, a cosas que ya existían, por el simple hecho de que nos ha hecho reparar en ellas. Un último ejemplo de anécdota austeriana me ha ocurrido al preparar este artículo; para escribirlo releí Ciudad de cristal, cuyo protagonista se llama Quinn. ¿Fue puro azar que, mientras lo hacía, me viera obligado a tratar cierto asunto con un inglés apellidado, precisamente, Quinn?
Manuel Moyano (Córdoba, 1963) vivió su infancia y adolescencia en Barcelona y desde 1991 reside en Molina de Segura (Murcia). Fue finalista del premio Herralde de novela con El imperio de Yegorov. Con El amigo de Kafka (2001) obtuvo el Premio Tigre Juan a la mejor primera obra narrativa publicada en España y fue elegido por El Mundo como uno de los diez mejores debutantes del año. La coartada del diablo le valió el Premio Tristana de Novela Fantástica 2006. Ha publicado las colecciones de relatos El oro celeste (2003) y El experimento Wolberg (2008, Premio Libro del Año Región de Murcia), así como el libro de microrrelatos Teatro de ceniza (2011), figurando piezas de todos ellos en las principales antologías recientes de nuestro país. Autor también del volumen misceláneo La memoria de la especie (2005), otros de sus títulos participan de la narrativa y el ensayo antropológico: Galería de apátridas (2004), El lobo de Periago (2005) y Dietario mágico (2002), que es el resultado de un trabajo de campo sobre la curandería. Travesía americana (2013) narra un viaje en familia de una costa a otra de los Estados Unidos. Licenciado como ingeniero agrónomo por la Universidad de Córdoba, en la actualidad trabaja en la gestión cultural. Es miembro de la Orden del Meteorito de Molina de Segura y sátrapa trascendente por el Institutum Pataphysicum Granatensis. No está inoculado.
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