“El lunes, 15 de junio de 1953, yo tenía seis años, un mes y un día. Cuatro días después ejecutaron a mis padres.” Ethel y Julius Rosenberg fueron detenidos el 17 de julio de 1950 en su apartamento de Nueva York en presencia de sus dos hijos acusados, en plena Guerra Fría, de conspiración para cometer espionaje, y de «entregar el secreto de la bomba atómica a la amenaza comunista». Fueron ejecutados en la silla eléctrica el 19 de junio de 1953, en lo que supuso la primera sentencia a muerte de civiles por conspiración y espionaje en la historia de Estados Unidos, después de un juicio que generó muchas dudas en cuanto a su imparcialidad y limpieza. En estas memorias políticas, que también podemos leer como novela de formación, el hijo pequeño de los Rosenberg, Robert, relata con una aplastante sinceridad tanto la detención, juicio y ejecución de sus padres como su recorrido vital desde aquel momento: la campaña para intentar salvar sus vidas, la crianza amorosa y siempre activa políticamente de sus padres adoptivos, los Meeropol, su intensa formación y activismo políticos, la evolución de su postura sobre la inocencia o culpabilidad de sus padres y su firme compromiso con la lucha contra la pena de muerte y con los niños que, como él, sufrieron represalias por ser hijos de activistas señalados, a través de su fundación, el Fondo Rosenberg para la Infancia. Gracias a Libros Corrientes podemos ofrecer la Nota previa al libro, firmada por Antonio Jiménez Morato, el prólogo del propio Meeropol realizado ex profeso para esta edición, y el inicio de sus memorias. Un libro apasionante que no defraudará a los infatigables lectores de penúltiMa.
Nota previa, por Antonio Jiménez Morato
1. «Todas las familias felices se parecen, pero cada una es infeliz a su manera». Así comienza Ana Karenina. Con ella Tolstói nos legó no solo una de las mejores novelas de la Historia, y también una de las mejores muestras del realismo decimonónico, podría decirse que un modelo ideal de dicha tipología, sino, además, una de las poéticas más contundentes de lo que es la narración burguesa tal y como quedó instaurada tras las revoluciones del siglo XIX o, lo que viene a ser lo mismo, de la idea tal como ha quedado fijada y la entendemos hoy de que las novelas versan sobre dramas particulares, individuales, frente a la épica popular o común, que suele exaltar otros valores y, por extensión, recurrir a otros procedimientos para conmover al lector y atraerlo. Robert Meeropol, nacido Rosenberg, que tuvo que sobrellevar la ejecución de sus dos padres, a través de estas memorias que podrían también ser leídas como una novela, nos plantea justo lo contrario: el modo individual, singular e intransferible, en que él y su hermano Michael tuvieron que aprender a ser felices. Lo fueron, en buena medida, gracias a la existencia de Abel y Anne Meeropol, dos de los personajes que, lógicamente, más presencia tienen en este libro, ya que fueron quiénes criaron a los dos niños de los Rosenberg. Abel Meeropol es el autor de una de las canciones más imborrables de los denominados standards, que es como se llama a los clásicos de la música popular estadounidense, en concreto, «Strange Fruit», una canción sobre los linchamientos de negros, amparados por las leyes Jim Crow, que terminaban colgados de las ramas, como extraños frutos, para escarnio público. Muchos conocerán el tema gracias a la versión de Billie Holiday, quizá la más inolvidable de las grabaciones de esa canción que la revista Time, en 1999, consideró la más importante del siglo XX. La herencia de los Meeropol en la vida de los dos hijos de los Rosenberg es determinante, y este libro en buena medida se dedica a ensalzar la importancia de ese matrimonio en la vida de su hijo adoptivo, y también en qué medida su presencia proporcionó a Michael y Robert Meeropol algo que casi nadie ha tenido: tanto la memoria viva y el perenne homenaje a sus padres naturales a los que llevaron a la silla eléctrica, como la suerte de unos padres adoptivos que los educaron con afecto y jamás pretendieron, como tantas veces se hace, cerrar en falso el origen traumático de su relación con los niños. Los Rosenberg despertaron la sensación de tragedia en sus hijos, los convirtieron en víctimas de modo involuntario, los Meeropol los convirtieron en activistas, hicieron de ellos el referente en que terminaron convirtiéndose para muchos otros activistas en los Estados Unidos. No debe pues olvidarse que estas memorias son, en primera instancia, una novela que gira en torno al modo en que cada familia lucha por ser feliz a su manera. Es más que probable que a Tolstói le hubiera encantado leerlas. Conviene además no olvidar jamás que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos establece que, entre los derechos inalienables que les son otorgados por su creador —en realidad «creador» aparece en mayúscula, y es posible que sea esa presencia de la idea de la divinidad como el donante de estos derechos lo que haga más palpable, y comprensible, el problema que tiene el país con la religión y su negación del ateísmo— a todos los hombres, que son creados iguales, están el de la vida (derecho del que se privó a los Rosenberg), la libertad (también se les privó de ella) y la búsqueda de la felicidad, que es el motor de la vida de Robert Meeropol por lo que se trasluce de estas memorias. Y eso debería hacernos pensar en la paradoja de que este libro no podría haber sido escrito en otro país que no fueran los Estados Unidos.
2. La paranoia de la Guerra Fría fue el principal motor del desencadenante de la tragedia de los Rosenberg. Todavía hoy sigue sin estar claramente delimitadas sus responsabilidades respecto a la acusación de espionaje que los llevó a la silla eléctrica. Los Rosenberg han quedado fijados en la Historia como los primeros civiles ejecutados por el cargo de espionaje y los primeros en sufrir dicho castigo en tiempos de paz. Es muy posible que nunca se llegue a aclarar si realmente fueron espías, si realmente pasaron a los soviéticos la información sobre la bomba nuclear que se dijo que pasaron y demás detalles. Este libro no se centra en ese aspecto, determinante para la vida de su narrador y protagonista, como es obvio, pero que no es el motor de estas páginas concretas. Le interesa más a Meeropol dejar claro aquí que terminaron en la silla eléctrica por meras suposiciones, que fueron chivos expiatorios debido a motivos ideológicos en un país donde, al menos a tenor de la imagen que siempre ofrece, cada uno es libre de pensar como quiera. A día de hoy todo hace pensar que Julius sí que trabajó para la URSS, pero también parece muy claro que Ethel jamás lo hizo. Y, lo que es más terrible, que los que la llevaron a la silla eléctrica conocían ese detalle y aún así acabaron con su vida. La peripecia de los Rosenberg y de sus hijos deja claro que los Estados Unidos no es el país de la libertad, desde luego no la ideológica, allí uno puede pensar solo lo que les parezca bien a los que mandan y comulgar con su visión del mundo. No es algo arbitrario que en los billetes de un dólar aparezca el lema «In God We Trust». Frente a la idea de los regímenes comunistas como los escenarios donde no se deja que los individuos piensen lo que quieran y expresen libremente sus ideales, el caso de los Rosenberg pone en evidencia que en los Estados Unidos no se es libre. Al menos de pensamiento. Que uno puede terminar siendo ejecutado por ello. Y sin embargo siempre se nos ha dicho que un país donde ocurren cosas así es un régimen «estalinista». No deja esto de contrastar, por otro lado, con la idea que expuso Stalin de que «una muerte es una tragedia, un millón de muertes estadística». Estas memorias no solo presentan una tragedia, apuntan a una estadística. Uno de los aspectos más llamativos de este libro es que demuestra que su peripecia no es única, no es tan singular como pudiera parecer. Hay muchos más «niños Rosenberg» de lo que puede pensarse. Por eso estableció una institución, Rosenberg Fund for Children, dedicada a apoyar, velar, sufragar y reivindicar las vidas de los hijos de los militantes que han perdido sus vidas o han sido condenados por motivos ideológicos en los Estados Unidos. En 2012, veintidós años después del inicio de sus actividades, eran ya más de quinientos los niños a los que la fundación había apoyado. Esas cifras permiten suponer que, lejos de ser algo singular y extraordinario, el modo en que en los Estados Unidos se condena y ejecuta por motivos ideológicos es algo habitual. El país de la libertad tiene su Gulag. La represión está sistematizada, en muchos casos enmascarada bajo la idea de control criminal, como señala también Meeropol en estas memorias, pero hay que tener siempre presente que, bajo la máscara que sea, no pasa de ser un sistema represivo que estigmatiza y establece represalias contra aquellos que se oponen a los pilares capitalistas que lo gobiernan. Este libro y el trabajo de Meeropol en la fundación que creó subrayan la cercanía entre la imagen que tenemos todos del Estalinismo y el modo en que los gobiernos de los Estados Unidos combaten a sus opositores. No hay que perder eso de vista.
3. Pero, más allá de estos detalles, las memorias de Meeropol son un texto que aclara y alumbra las tensiones existentes en la sociedad actual, donde se quiere criminalizar un modo de pensar la sociedad y la economía. En medio del escenario presente, donde desde ciertas posiciones que, por ser elegantes, llamaremos conservadoras, aunque son fascistas en lo político y fanáticas en lo económico, se criminaliza el mero hecho de comulgar con las ideas comunistas o socialistas, a las que se tilda, paradoja de las paradojas, de «antifascistas», cuando el antifascismo es la esencia misma de la sociedad democrática, conviene recordar la historia de los Rosenberg, que engarza de modo pleno con la paradoja de Popper: si la libertad no puede amparar a aquellos que la atacan, un régimen que se presume de garantizar las libertades no puede ejecutar a alguien por motivos ideológicos. Hay que tener siempre presente la historia de los Rosenberg en el recuerdo. Solo por eso ya este libro es de lectura obligada.
Una ejecución en la familia. El viaje de un hijo de los Rosenberg
Robert Meeropol
Prólogo a la edición española
Estoy muy satisfecho por tener una traducción al castellano de mis memorias, An Execution in the Family. Me complace especialmente que se publiquen en España porque siento una conexión especial con la península ibérica y sus gentes.
Una parte de esta conexión es histórica. La única prueba física incautada en el apartamento de mis padres y que se presentó en su contra en el juicio fue una lata de recolecta con una etiqueta en la que se podía leer «Salva a un niño republicano español». Mis padres la habían utilizado para recaudar dinero para las víctimas de los fascistas durante la guerra civil española. Mi padre escribió desde prisión que, cuando empezó la guerra, mi madre y él fueron a la plaza de Times Square, en Nueva York: «Ethel, (que tenía una voz espectacular) cantó […] dos canciones españolas y el No pasarán, y el resto sostuvimos las esquinas de una bandera republicana española. La gente contribuyó generosamente con monedas y billetes de dólar». (The Rosenberg Letters, p. 485, Taylor and Francis, 1994).
Otra parte es personal. En 1970, cuando era estudiante de postgrado de antropología, mi esposa Ellen y yo pasamos varios meses en un pequeño pueblo catalán cerca de Vic, al norte de la provincia de Barcelona. Aunque no hemos vuelto, el tiempo que pasamos en España fue decisivo para nuestro desarrollo político, y desde entonces he sentido un apego especial por la región.
Han ocurrido muchas cosas en el caso de mis padres desde la publicación de An Execution in the Family, en 2003. Recientemente he añadido un capítulo adicional a modo de epílogo a esta nueva edición para poner al lector al corriente de los principales acontecimientos.
Deseo dar las gracias a los editores de Libros Corrientes, Saioa Sáez Domínguez y Carlos García Simón, y a todos aquellos que han participado en el proceso de traducción y edición. Y, por último, quiero dar las gracias a mi compañera de vida, Ellen Meeropol, por su inestimable ayuda editorial.
Robert Meeropol, agosto de 2021
Prefacio
No tenía planeado escribir unas memorias. En 1999, al finalizar nuestras dos semanas de vacaciones de verano, mi esposa Elli y yo dábamos vueltas a nuestras típicas fantasías, maquinando para escaparnos por un tiempo considerable el verano siguiente; pero esta vez, Elli se inventó un plan que nos permitiría tomarnos dos meses sabáticos, agosto y septiembre de 2000. Cuando le conté el plan a Martín Espada, me animó a aprovechar ese tiempo para convertir varias de las charlas que me había escuchado dar en un libro de ensayos. Elli me insistió para que hiciera lo mismo. Yo era escéptico sobre el hecho de publicar nada, pero escribir me pareció un proyecto que merecía la pena llevar a cabo mientras disfrutaba de un tiempo sabático.
Después de ese tiempo, hice un tímido esfuerzo por encontrar editor. Pensé en dejarlo en la primavera de 2001, pero Elli me empujó a presentar lo que había escrito a la agente literaria Frances Goldin. Frances y su colega, Sydelle Kramer, me animaron a ampliar y transformar lo que había escrito en unas memorias políticas. Pensaron que el cincuenta aniversario de la ejecución de mis padres sería un momento ideal para reflexionar sobre la evolución de mi opinión sobre su caso, la pena capital y cómo la vida me llevó a crear el Fondo Rosenberg para la Infancia.
Le di muchas vueltas al hecho de escribir un documento tan revelador, pero al final decidí arriesgarme. Sydelle presentó mi propuesta a Diane Higgins, editora de St. Martin’s Press, y el resultado fue este libro.
Se trata de algo muy diferente a We Are Your Sons, el libro que escribí junto a mi hermano, Michael Meeropol, en 1974. An Execution in the Family es en realidad mi primer libro, ya que mi parte en We Are Your Sons constaba solamente de ochenta páginas (de la página 259 a la 338 en la edición en inglés). Han pasado casi treinta años desde que se publicara aquel libro. En todo este tiempo, he descubierto nueva y vital información sobre el caso de mis padres, he desarrollado una perspectiva más matizada y quizá haya ganado algo de sabiduría.
Algunas páginas dispersas a lo largo de este libro contienen versiones actualizadas de lo que he publicado desde 1985 sobre mi vida y mi conocimiento en torno al caso de mis padres. Repasar el mismo periodo dos veces, una a los 26 años y otra de nuevo a los 55, revela lo caprichosa que es la memoria. He hecho todo lo posible para cubrir honesta y exhaustivamente todos los aspectos de mi vida en los que he decidido centrarme. Hay momentos en los que mis recuerdos actuales de vivencias personales varían en relación al relato de los mismos incluido en We Are Your Sons. En esos casos, he decidido ceñirme a mis recuerdos actuales en vez de volver a un recuerdo que ya no tengo o distraer al lector con notas a pie de página que detallen lo que considero discrepancias sin importancia.
Algunos lectores y críticos probablemente traten estas memorias como otro libro sobre el caso de los Rosenberg. Otros puede que utilicen las reseñas que escriban sobre él para reflejar su postura respecto al tema. He escrito sobre mis padres para explicar la evolución de mis puntos de vista y no para validar mi postura. Espero que los lectores entiendan esta distinción. Si bien este libro es producto del caso de mis padres, no trata principalmente sobre ello.
Capítulo 1. Perder al Monopoly
El lunes, 15 de junio de 1953, yo tenía seis años, un mes y un día. Cuatro días después ejecutaron a mis padres.
Durante aquel caluroso mes de junio, mi hermano Michael, de diez años, y yo vivíamos con Ben y Sonia Bach, unos amigos de mis padres, en Toms River, Nueva Jersey. Yo era un niño delgado de pelo oscuro, piel aceitunada y estatura media. Mi rostro se afilaba a medida que la frente alta iba dando paso a un mentón algo puntiagudo. Siempre me han dicho que mi rasgo más llamativo eran los ojos marrones, tan hundidos y oscuros que a menudo parecían los de un mapache. Estaba terminando mi año de preescolar en la escuela elemental de Toms River. Aquel verano jugué mucho a la pelota con mi hermano y varios niños más mayores del barrio en el patio delantero de los Bach. Tenía bastante buena coordinación: rápido con las manos pero no particularmente ágil con los pies. En atletismo era bastante mejor que la mayoría, pero, como siempre, no tan bueno como algunos. Me ayudó tener un hermano mayor que cuidara de mí.
Jugué mucho al Monopoly mientras vivía en Nueva Jersey. Cuando tenía cinco años me encantaba jugar a juegos interminables con mi hermano y con cualquier otro competidor que pudiera encontrar. Aunque mis oponentes casi siempre eran más mayores, me defendía. Aprendí rápidamente que, a excepción de los servicios públicos, lo más inteligente era comprar cada propiedad en la que aterrizabas para maximizar las posibilidades de conseguir un «monopolio». Esto hacía que agotases rápidamente la exigua asignación inicial de 1.500 dólares. Incluso existía una pequeña posibilidad de que te fueras rápidamente a bancarrota y quedaras fuera del juego si seguías esta estrategia. Era mucho más probable que acabaras ganando si evitabas que otros consiguieran un monopolio y asegurabas uno propio. Por supuesto, si los dados no te acompañaban no había nada que hacer. Como mi hermano jugaba de forma muy parecida, ganar nuestras partidas tenía más que ver con la suerte que con la habilidad. Sin embargo, mis compañeros preferían ciertas propiedades y rechazaban o se negaban a comprar otras. A menudo parecía que iban ganando porque al principio del juego tenían más dinero que yo. Pero, con más propiedades, generalmente conseguía el primer monopolio y al final echaba a mis oponentes del juego. Esto suponía toda una lección de vida para un hijo de comunistas.
Mi actitud hacia el Monopoly reflejaba mi estrategia de supervivencia. Generalmente, siempre tenía un plan. Los adultos me encontraban callado e introvertido, aunque tardaba muy poco en subirme al regazo de cualquier mujer adulta con la que me sintiera mínimamente cómodo. Buscaba refugio siempre que podía. Por lo general, el jaleo y el escándalo significaban que estaban sucediendo cosas malas, así que me quedaba en silencio para aislarme del tumulto y para evitar crear más alboroto. Observaba en silencio, y estas observaciones me llevaron inevitablemente a una estrategia. Soporté la ausencia de mis padres, esperé el momento oportuno e hice planes cautelosamente mientras albergaba la esperanza de ganar incluso cuando las probabilidades parecían escasas.
Aunque a los seis años era demasiado joven para comprender el mundo más allá de la casa de los Bach, mi barrio y la escuela, sabía que había algo peligroso «ahí fuera», acechando lo suficientemente cerca como para atacar de nuevo y que tenía que ver de alguna manera con la desaparición de mis padres. Una nube negra de ansiedad generalizada sobrevolaba el filo de mi conciencia, una sensación de que algo en mi familia iba terriblemente mal y que mis circunstancias podrían empeorar aún más. La mayoría del tiempo, cuando ignoraba u olvidaba los trastornos de mi vida, me sentía razonablemente seguro con los Bach y no estaba tan mal. Pero «nosotros» (quienesquiera que fuéramos) estábamos siendo atacados por lo que sea que estuviera ahí fuera y yo quería mantener un perfil bajo, sin llamar la atención de ningún enemigo.
Me sentía particularmente vulnerable cada vez que salía de casa o de la protección de los Bach. Tenía ansiedad cuando cogía el autobús para ir a la escuela. Recuerdo a otro pequeño y triste pasajero que, a diferencia de mí, tenía un tic nervioso y tartamudeaba. Algunos de los otros niños se burlaban de él. Una vez, su madre, una superviviente del Holocausto con un fuerte acento yidis, subió al autobús y gritó al conductor que las burlas hacia su hijo hacían que se pusiera más nervioso. Pude observar que sus gritos no le ayudaban. Mi mortificación por aquel otro chico confirmó mi decisión de suprimir cualquier hábito o arrebato que pudiera llamar la atención. Aunque sentía que podía convertirme fácilmente en aquel chico atormentado, no hice ningún esfuerzo por ser su amigo para no llamar la atención.
A menudo me pongo en el lugar de los demás. Esta sensación de entender lo que otros sienten me llevaba a empatizar con la gente con la que se metían. Sin embargo, no era valiente, no salía en defensa de las víctimas. Si bien nunca acosé físicamente a nadie, hubo veces que me uní al grupo de los que ridiculizaban a los marginados sociales. Era reacio a infligir pequeñas crueldades porque me hacía tener muchos remordimientos, pero me encantaba inventar ingeniosos y despectivos apodos que se pegaban a mi objetivo como un chicle recién pisado. Todavía lo hago.
Me di cuenta de que ser simpático y hacer reír a los demás sin ser ofensivo y detestable proporcionaba aceptación social y seguridad. Descubrí que si eras amable con alguien era más probable que él fuese amable contigo, pero era receloso con los que podían ser hostiles de todos modos. Esta cautela hacia las nuevas situaciones hacía difícil hacer nuevos amigos. Normalmente me las arreglaba para formar parte de un grupo, pero evitaba ser el cabecilla. Willy Loman, el protagonista de Muerte de un viajante, de Arthur Miller, menospreciaba a los que eran «queridos, pero no bien queridos». Yo estaba contento de ser querido, porque ser «bien querido» podía atraer demasiado interés.
Michael era mucho más extrovertido, confiado y hablador. Con la ausencia de nuestros padres me convertí en su responsabilidad, algo que se tomó muy en serio. Me conformaba con seguirle y permanecer en segundo plano siempre que fuera posible. Estaba acostumbrado a salirse con la suya y era propenso a los ataques de mal genio cuando se sentía frustrado. Aunque yo no lo recuerdo, siempre me han contado que antes del arresto de mis padres Michael involucraba a mi madre constantemente en una guerra de voluntades. Después del arresto de nuestros padres, todos se esforzaban todavía más para satisfacer sus caprichos. Su comportamiento era un foco de atención para los adultos, y yo estaba conforme con ello.
Michael fue la única presencia constante en un insondable caleidoscopio de apariciones en mi vida. Los cuatro años de diferencia entre nosotros difuminaron la rivalidad entre hermanos. En vez de enemigos éramos aliados, los dos contra el mundo. Siempre dormíamos en la misma habitación. Aunque los Bach también nos protegían, Michael era la única persona con la que me sentía completamente seguro. Me reconfortaba mucho. Nos despertábamos pronto por la mañana y teníamos largas conversaciones entre susurros durante las cuales él vertía toda su precoz sabiduría de niño de diez años mientras jugábamos al Monopoly. Me explicaba cosas como por qué los Dodgers iban a ganar la liga en 1953; me decía que, aunque sería mucho mejor vivir con nuestros padres, al menos la casa de los Bach no era el centro de acogida donde habíamos pasado seis meses; también me daba lecciones de historia, recitando con orgullo a todos los presidentes desde Washington a Eisenhower.
Recuerdo sentirme contento, pero no feliz, mientras pudiera hacer lo que otros niños hacían: ir a la escuela y jugar después. Pero había algo ahí fuera que no me dejaba en paz. Ese año de preescolar estuvo salpicado por las visitas a mis padres a la prisión de Sing Sing. Allí no podía mantenerme fuera de la atención del «enemigo» (fuera quien fuese). Recuerdo que entrábamos en el patio de la prisión a través de una enorme puerta de hierro y yo salía corriendo detrás de mi hermano, que tenía problemas para contener su energía después de un largo viaje en coche, pero volvía a esconderme rápidamente detrás del abogado de mis padres, Manny Bloch, cuando veía a los reporteros haciéndonos fotos a nuestra entrada o salida.
Conservo recuerdos sorprendentemente nítidos de mucho de lo que hice e incluso de algunos de los acontecimientos que sacudieron el mundo y que se arremolinaron en torno a mí aquella semana del 15 de junio. El lunes, cuando el Tribunal Supremo levantó la sesión de cara al verano, estaba previsto que mis padres, que habían sido condenados más de dos años antes, fueran ejecutados el jueves 18 de junio, el día de su decimocuarto aniversario de boda. El martes se presentó una petición especial al juez William Douglas justo antes de que se fuera de vacaciones. El miércoles, Douglas suspendió la ejecución y se fue de vacaciones. El jueves, el Tribunal Supremo fue convocado a una sesión especial. El viernes por la mañana, la suspensión de Douglas fue revocada por seis votos a tres. Mis padres fueron ejecutados aquella tarde del 19 de junio, un minuto antes de la puesta de sol, para no violar el sabbath judío. Pero no es así como recuerdo la semana del 15 de junio.
Aunque no podía leer periódicos, vi reportajes en televisión sobre esas maniobras de última hora y escuché hablar sobre ello en la radio. Recuerdo haber pensado que, antes del día 15, los jueces (quienesquiera que fueran) le pidieron a Manny que diera diez razones por las que mis padres no debían ser asesinados, y así lo hizo; por tanto, mis padres no fueron asesinados. Pero ese jueves le pidieron a Manny una undécima razón de última hora. Cuando no pudo proporcionarla, mis padres fueron ejecutados.
Creo que confundí las continuas referencias a las «apelaciones de última hora» en la radio con dar una razón más de última hora. Michael me contó que el viernes nos llevaron a la casa de un amigo en una ciudad próxima para evitar a los fotógrafos y reporteros, que nos habían encontrado en casa de los Bach. No recuerdo haber salido de casa de los Bach, pero sí haber jugado a la pelota esa tarde con mi amigo Mark mientras mi hermano jugaba con el hermano mayor de Mark, Steve. Habíamos estado viendo un partido de béisbol en la televisión a la hora de la cena cuando aparecieron noticias en la pantalla diciendo que los planes de ejecución se estaban llevando a cabo. No podía leer las palabras ni tampoco recuerdo la reacción de Michael, pero él recuerda haber dicho entre gemidos «Se acabó, adiós, adiós».
La reacción de Michael y la urgencia en la decisión de los adultos de sacarnos de allí me hicieron sentir que algo realmente malo estaba pasando. Entramos en la casa solo cuando ya estaba demasiado oscuro para ver la pelota. Recuerdo a Michael consternado por haberse perdido noticias vitales sobre el caso y la forma en que los adultos intentaban consolarlo. Dudo que comprendiera plenamente que mis padres acababan de ser asesinados, pero fingí total ignorancia para evitar la conmoción y me fui a la cama. Los mayores convencieron a Michael para que no me contara nada ni esa noche ni al día siguiente. Aunque puede que no fuese aquella misma noche del 19 de junio, pronto me enteré de que nuestros padres habían sido ejecutados. Michael dice que a la semana me dijo «Mamá y papá no van a volver a casa, están muertos», pero aun así no actué como si lo entendiera.
No estoy seguro de que supiera qué era la muerte. Mi amigo Mark tenía un árbol que había plantado en primavera y me dijo que estaba casi muerto. De hecho, no mostraba ningún signo de vida, solo algunas ramas desnudas que se estrellaban contra el interminable cielo luminoso de las primeras noches de verano. Lo llenó de estiércol de pollo como medicina, pero parecía no tener cura. En mi cabeza, ese pequeño árbol pelado y muerto se mezcló con la muerte de mis padres, una amarga y desoladora sensación de pérdida bajo el sol del verano.
Fingí no entender lo que estaba pasando para que los adultos no se preocuparan por mí. Aunque en cierto modo no lo entendía, al final del verano ya conocía los hechos fundamentales: «Ellos» habían matado a mis padres y nunca volvería a verlos. Ese verano de 1953 empezó con lo que ahora veo como el clímax de mi historia personal de terror, pero el comienzo de esta pesadilla estaba oculto en la niebla de mis primeros recuerdos. Me han contado que todo comenzó tres años antes, el 17 de julio de 1950, cuando los agentes del FBI llamaron a la puerta de nuestro apartamento en el Lower East Side. Habíamos terminado de cenar y yo ya estaba dormido. Varios agentes entraron y se llevaron a mi padre. No tengo recuerdos de este momento, pero he oído a mi hermano contarlo muchas veces. Michael estaba escuchando un episodio de El llanero solitario en la radio, pero uno de los agentes la apagó. Michael no se acobardó y la volvió a encender. La primera batalla de Michael contra el FBI continuó hasta que escuchó a mi madre gritar que quería un abogado. Recuerda que en ese momento se empezó a preocupar, pero entonces mi padre ya no estaba.
* * *
Tengo muy pocos recuerdos de mis padres y nunca conoceré cosas básicas sobre ellos, como por ejemplo la forma en que interactuaban en ambientes sociales o incluso el sonido de sus voces. Lo que se sabe de mis padres es que, hasta 1950, eran una pareja judía de clase trabajadora con dos hijos que vivía en el Lower East Side, en Nueva York. Eran personas con sus problemas familiares, limitaciones personales y aspiraciones de futuro.
Julius Rosenberg nació en la ciudad de Nueva York en 1918. Se graduó en la escuela secundaria Seward Park en el Lower East Side, en Manhattan, y también recibió formación religiosa en la escuela Talmud Torá del centro de la ciudad y en el Instituto Hebreo. A los dieciséis años aún se tomaba la religión en serio, pero cuando cumplió dieciocho ya se había convertido en marxista. En febrero de 1939 se graduó en ingeniería eléctrica en el City College de Nueva York y poco después se casó con Ethel Greenglass. Tuvo un trabajo en el Cuerpo de Señales del Ejército hasta 1945, cuando fue despedido después de que una investigación revelara que había jurado en falso no pertenecer al Partido Comunista para obtener el trabajo. Después trabajó para Emerson Radio hasta que fue despedido. Finalmente abrió un taller de maquinaria y contrató a su cuñado, David Greenglass. En 1950, en el momento de su arresto, el negocio no iba bien.
Ethel Greenglass nació en el Lower East Side en 1915 y también fue a Seward Park. Estudiante brillante, se graduó antes de cumplir los dieciséis años y fue elegida para cantar el himno nacional en las asambleas debido a su extraordinaria voz. Una antigua amiga del instituto me contó recientemente que ambas eran tan pobres que en las frías mañanas de invierno se metían periódicos viejos en los agujeros de los zapatos para evitar que se les congelaran los pies durante las largas caminatas hasta el colegio. Actuar y cantar eran sus pasiones. Era miembro de los Clark Street Players, un grupo de teatro amateur, y trabajó como secretaria después de su graduación. En 1935 se había convertido en una activa organizadora sindical, y dejó los Clark Street Players para unirse a los Lavanburg Players, grupo con una orientación más política.
Julius, dos años más joven, conoció a Ethel en 1936 cuando ella cantó en una reunión de organización sindical. Se convirtieron en pareja casi inmediatamente, pero no se casaron hasta que Julius se graduó, en 1939. Michael nació el 10 de marzo de 1943, y yo el 14 de mayo de 1947.
Después del arresto de mi padre, mi madre, mi hermano y yo seguimos viviendo en nuestro apartamento de tres habitaciones en el undécimo piso de un edificio que formaba parte de un complejo de viviendas llamado Knickerbocker Village. Lo único que recuerdo de aquel apartamento es que era pequeño (un apartamento que le parecía pequeño a un niño de tres años debía ser diminuto). Vivimos con nuestra madre solo unas pocas semanas más. Una mañana de agosto nos dejó con un vecino porque había sido citada para testificar ante el gran jurado que investigaba lo que los periódicos llamaban la «Conspiración de la bomba atómica». Cuando terminó de testificar, fue arrestada. Excepto por una docena de visitas breves a la cárcel, ni mi hermano ni yo volvimos a ver a ninguno de nuestros padres.
Cuando mi madre no volvió aquella noche, el vecino no sabía qué hacer con nosotros. Nuestra abuela materna, Tessie Greenglass, vivía a unas pocas manzanas de distancia, así que nos llevaron allí. Parecía lo más razonable, pero no funcionó demasiado bien. David y Ruth Greenglass, el hermano menor de mi madre y su esposa, que también tenían dos hijos, se vieron envueltos igualmente en la «Conspiración de la bomba atómica». De hecho, David había sido arrestado antes que mi madre. Se instó a David y Ruth a cooperar, a decir lo que el FBI y el Departamento de Justicia querían que dijesen, y a poner nombre a los que estaban involucrados junto a ellos. El gobierno amenazó a David con ejecutarle si no lo hacía. Los Greenglass llegaron a un trato con el gobierno que salvó la vida de David y mantuvo a Ruth fuera de prisión, convirtiéndose en los testigos principales de la acusación. Tessie Greenglass apoyó la decisión de su hijo de cooperar con el FBI y colaboró con el gobierno para presionar a su hija Ethel para que respaldara la versión de los hechos de David.
Desde poco después del arresto de mis padres hasta la hora de su muerte se les ofreció un acuerdo similar. Fueron presionados para confesar que habían ayudado a la Unión Soviética a diseñar el robo de secretos vitales sobre la bomba atómica y a nombrar a todos los demás con los que habían trabajado para lograr tal hazaña. Se les dijo que se enfrentaban a la pena de muerte y se les recordó que debían pensar en el impacto que su ejecución tendría en sus hijos. Desde el principio, mi hermano y yo fuimos utilizados como peones de ajedrez para extorsionar y conseguir que mis padres colaboraran, pero, a diferencia de los Greenglass, ellos se negaron. No hay duda de que la única razón por la que fueron asesinados fue porque resistieron.
Tessie no quiso saber nada de nosotros desde el momento que nos dejaron en su apartamento. Se quejaba de que mi hermano y yo la desbordábamos y que la estábamos volviendo loca. Dijo que no se hacía con nosotros y amenazó con devolvernos al centro de acogida. Cuando mi madre, desde la cárcel, no pudo hacer nada para aliviar su carga, mi abuela cumplió su amenaza.
El gobierno estaba dispuesto a utilizar todas las armas a su disposición, incluida la explotación de las divisiones familiares, para conseguir que mis padres confesaran. En el momento de los arrestos, el negocio de mi padre se estaba yendo a pique y David y él estaban enfadados el uno con el otro. Mi madre no se llevaba bien con la suya, Tessie, que se había puesto del lado de David. Décadas después, a través de nuestra demanda interpuesta y amparada en la Ley por la Libertad de Información —FOIA[1] en sus siglas en inglés—, mi hermano y yo forzamos la publicación de documentos secretos del gobierno que detallaban la cooperación de Tessie. A principios de 1953, a instancias del gobierno, Tessie visitó a mi madre en la cárcel. Mi madre informó a mi padre a través de una carta de que, en esa visita, Tessie le pidió que respaldara la historia de David aunque fuese mentira. Hizo hincapié en que Ruth no había sido arrestada y que estaba en casa con sus hijos. Le dijo a su hija que, si cooperaba, sería liberada para estar con los suyos.
En aquel momento yo no sabía nada de esto. Tessie no nos contó la verdadera razón por la que tuvimos que dejar su apartamento. Su excusa es uno de mis primeros recuerdos nítidos. Dijo que su piso no tenía agua caliente y que el agua del inodoro se congelaba en invierno, y que eso hacía de su apartamento un lugar insalubre para criar a dos niños en invierno, por lo cual tendríamos que irnos. Recuerdo que entré en el baño y miré detenidamente la taza del inodoro, ennegrecida donde el esmalte se había corroído. Me intrigó la idea de tener hielo en el inodoro. Apenas era noviembre, y, por supuesto, no había hielo.
Teníamos parientes de ambos lados de la familia, pero nadie nos quería en su casa. Estábamos en la era McCarthy y a la familia le aterrorizaba que los relacionaran con los comunistas acusados de espionaje atómico. La hermana mayor de mi padre estaba muy unida a él y quería acogernos a pesar de tener tres hijos, pero su marido, que tenía una pequeña tienda en Queens, se negó. Le dijo que arruinaría su negocio si se filtraba la noticia de que los niños Rosenberg vivían en su casa. Y no andaba desencaminado.
Dudo que me importara mucho dejar a la abuela Tessie. Era una mujer amargada y desagradable que era mala conmigo. Su hermana, a quien solo conocí como la tía Chutcha, también pasaba mucho tiempo en la casa. Tampoco me gustaba. Después de que Tessie nos dejara en el centro de acogida, apodé al asqueroso postre de peras cocidas que nos daban allí como «la Chutcha».
Nos metieron en un centro de acogida en el Bronx. No entendía por qué estábamos allí, pero sabía que algo iba realmente mal. Me alegré de salir del apartamento de Tessie, pero recuerdo haber sido muy infeliz en el centro. Lo recuerdo desangelado, sin amor. Había muchos otros niños, pero no recuerdo haber hablado o jugado con ninguno de ellos. También recuerdo haber pensado que mis padres estaban en la cárcel y que el centro era mi propia cárcel.
Mi padre escribió a mi hermano, que evidentemente se había quejado de que yo lloraba porque era muy pequeño para entender lo que estaba pasando. No recuerdo haber llorado, pero no dudo del relato de Michael. Una rutina del centro sí que permanece en mis recuerdos. Se supone que debíamos rezar todas las noches al lado de nuestra cama antes de ir a dormir. Yo me resistía a ello, pero Michael me decía que tenía que hacerlo o iría al infierno. Me arrodillaba al lado de la cama, juntaba las manos y repetía lo que Michael me decía, pero le molestaba todo el tiempo riendo y murmurando «Maldita sea». Tal vez solo estaba haciendo el tonto, o tal vez se trataba de la primera señal de que la religión nunca tendría demasiado sentido para mí.
Afortunadamente, nos quedamos en el centro solo unos meses. La madre de mi padre, Sophie Rosenberg, había sido hospitalizada aquel otoño, pero a mediados de 1951 se había recuperado lo suficiente como para llevarnos a un apartamento nuevo y más grande, con vistas al río Harlem, que su familia había alquilado para ella cerca de la calle 180. Vivir con la abuela Sophie mejoraba las cosas, pero no era lo ideal. El marido de la abuela, Harry, había muerto repentinamente poco antes de mi nacimiento. Mi segundo nombre es Harry en su memoria. Ella nunca superó su muerte y ahora su hijo pequeño se enfrentaba a la ejecución. Yo vivía rodeado de su miedo y su dolor.
Cuando llegó el otoño mi hermano empezó a ir todas las mañanas a la escuela pública de la ciudad de Nueva York, donde cursaba tercer grado, pero yo aún era demasiado pequeño para ir al colegio. Recuerdo jugar solo en el suelo con unos cuantos cochecitos de metal o mirar por la ventana cómo las excavadoras gigantes construían lo que se convertiría en la calzada de la extensión más meridional de la autopista del estado de Nueva York, al otro lado del río Harlem. Aunque me sentía solo, al menos estaba aislado de «ellos» mientras estaba en casa con mi Bubbie Sophie.[2] Michael no. El conjunto de artículos de William Reuben que concluían que mis padres no habían recibido un juicio justo empezó a aparecer en el National Guardian en agosto. Michael contaba con orgullo a sus amigos de la escuela y del barrio lo de los artículos y proclamaba que sus padres no eran culpables. Esto llevó a varios incidentes desagradables. Michael siempre recuerda haber ido a visitar a un amigo después de la escuela cuya madre le echó de casa cuando supo quiénes eran sus padres. Michael escuchó a la madre gritar a su hijo, después de que la puerta del apartamento se cerrara de golpe detrás de él: «Es la última vez que viene tu amigo comunista».
Se decidió que nos llevarían fuera de la ciudad de Nueva York para vivir de forma más anónima con unos amigos de nuestros padres en la zona rural de Nueva Jersey, pero llevó un tiempo organizarlo todo, así que no nos fuimos con los Bach hasta junio de 1952. Antes de esta mudanza, mis recuerdos eran como unos destellos parpadeantes de luz de velas en una neblina oscura, pero ahora la llama de la vela ardía firme y constantemente, formando un pequeño pero creciente círculo a mi alrededor. Había vivido en Manhattan toda mi vida y los prados verdes, los bosques de matorrales y los corrales de las granjas de pollos de Nueva Jersey fueron toda una revelación. El lujo de jugar en el césped en vez de en el cemento me encantaba. Me atraía el olor fresco de los cultivos que crecían en los campos, tocar los huevos de gallina aún calientes y disfrutar de la inmensidad del cielo y de la tierra.
Mi hermano y yo nos habíamos mudado cuatro veces en menos de dos años, así que anhelaba la estabilidad que este nuevo hogar prometía. Ben y Sonia Bach eran cariñosos y amables, y tenían un hijo, Leo, un año más pequeño que yo. Ahora tenía a alguien con quien jugar cuando Michael se iba a la escuela. Vivíamos allí medio en secreto; aunque no nos cambiaron los nombres, nadie en Toms River parecía saber quiénes éramos y la prensa se mantenía alejada.
A finales de 1951, cuando todavía vivíamos con la abuela, habíamos empezado a visitar a nuestros padres en la cárcel, pero solo recuerdo las visitas que tuvieron lugar después de mudarnos a Nueva Jersey. Debimos visitarlos alrededor de una docena de veces durante los siguientes veinte meses, pero mi memoria no distingue una visita de otra. Recuerdo más cosas en cuanto al proceso de ir a visitarlos, como el viaje en coche por la autopista de Jersey o estirar el cuello —en aquella época previa a las sillas de coche para niños— para mirar por la ventanilla. A veces nos llevaban a casa de la abuela Sophie a pasar la noche antes de continuar por las carreteras de Henry Hudson y Saw Mill River hasta Ossining, donde se encuentra Sing Sing.
La prisión fue construida como una fortaleza, rodeada de altos muros grises. Yo siempre estaba ansioso por entrar para alejarme de los reporteros y fotógrafos. Caminábamos por pasillos vacíos de color pardo, sin ventanas, envueltos en una penetrante seriedad hasta llegar a una habitación más luminosa y ventilada, donde veíamos a nuestros padres. Recuerdo que mi madre parecía más bajita de lo que la recordaba y que me sentaba en el regazo de mi padre, pero no sé cómo pasábamos esas valiosas horas. Me sentía más reconfortado que traumatizado por aquellas visitas. Mis padres escribían en sus cartas que querían que las cosas fuesen lo más normales posibles, y yo quería lo mismo. Era un niño fácil de engañar, y si en aquellas visitas había momentos de infelicidad, he reprimido todo recuerdo de ello.
En septiembre de 1952 empecé el último año de preescolar en la escuela primaria de Toms River. Aunque este periodo estuvo marcado por las visitas a la prisión, todo lo demás permaneció bastante tranquilo hasta la semana de la ejecución de mis padres. Supongo que, como los demás niños, yo era el centro de mi universo. Otros niños tienen ese sentido de autoimportancia reforzado por sus familias, pero la nuestra había sido separada. Nos habían llevado de un sitio para otro demasiadas veces e incluso habíamos escuchado fragmentos de conversaciones sobre parientes que no nos querían. Aparte de la abuela Sophie, nunca tuve sentido de pertenencia con mi familia extensa pero, a excepción del tiempo en el centro de acogida, nunca me sentí abandonado. De hecho, siempre me encontraba rodeado de adultos amigables pero que no eran familiares, como los Bach o Dave y Emily Alman, que nunca habían conocido a mis padres pero habían oído hablar de ellos en Knickerbocker Village. Dave y Emily comenzaron la campaña pública para salvar las vidas de mis padres y nos prestaron especial atención a Michael y a mí. Era capaz de percibir que mi situación era diferente a la de mis amigos y mis primos, que vivían con sus padres. Mirando hacia atrás, mi sentido de identidad y pertenencia en este momento formativo tan crítico estaba más íntimamente relacionado con una comunidad política de apoyo que con una familia.
Me parecía que, de alguna manera, esas mismas fuerzas externas —«ellos»— me veían importante. Los fotógrafos no tomaban imágenes de otros niños cuando iban a sitios. Además, también teníamos un secreto de gran importancia. Los fotógrafos y el secreto me daban la sensación de que era particularmente importante, pero no entendía por qué. Aunque en ese momento no saqué mucho provecho de ello, creo que esa sensación de no ser normal y corriente me ha llevado a intentar desarrollar proyectos inusuales al convertirme en adulto.
Los Bach, los Alman y otros partidarios de mis padres trabajaron duro para mantenernos alejados del foco mediático. En su libro de ficción sobre el caso de mis padres, El libro de Daniel, E. L. Doctorow describe al movimiento que trabajó para salvar sus vidas como insensible a las necesidades de los hijos de la pareja. Esta insensibilidad está poderosamente dramatizada en una escena de Daniel, la versión cinematográfica del libro realizada en 1983 por Paramount Pictures. Los dos hijos de la pareja condenada a muerte por robar el secreto de la bomba atómica son llevados a un gran mitin para pedir clemencia para ellos. La gente está tan apretada que los niños no pueden caminar hacia el frente a través de la multitud, así que son levantados y llevados en alto por encima de las cabezas de la multitud hasta que son depositados en el escenario mientras miles de personas gritan «¡Los niños! ¡Los niños!». Los niños, por supuesto, están traumatizados.
Nunca nos sucedió nada parecido a la escena representada en la película. La gente que nos acogió hizo todo lo posible para protegernos. Al final se convirtieron en mis héroes y modelos a seguir a la hora de decidir cómo quería vivir mi vida. No recuerdo haber sido llevado a ninguna otra manifestación que no fuese la que tuvo lugar en Washington D.C. la última semana de vida de mis padres. Una vez más, el proceso para llegar hasta allí prevalece sobre el hecho en sí. Fuimos a Nueva York o a Filadelfia y allí nos subimos a un autobús lleno de gente para ir a Washington. Miré por la ventana mientras íbamos hacia el sur por la Ruta 1 echando una carrera, al parecer, con un tren de pasajeros que yo creía que iba lleno de gente que se dirigía al mismo sitio; era emocionante observar e imaginar a todos corriendo hacia un destino común. Pero una vez que bajamos del autobús y nos convertimos en parte del tumulto ya no fue divertido. Entonces solo era una persona pequeña entre una multitud de piernas de adulto. Observé el proceso para llegar a la manifestación tan detenidamente porque quería entender lo que estaba pasando. Pude ver cómo llegamos allí con mis propios ojos, pero nadie me contó por qué estábamos haciendo eso o qué estaba pasando una vez que llegamos, y esa incomprensión me puso muy ansioso.
Aquel septiembre después de las ejecuciones empecé primaria en la escuela elemental de Toms River como si no se hubiera producido ningún cambio importante en mi vida. Creo que cuando empecé la escuela ya sabía que no volvería a ver a mis padres, pero me negué a reconocerlo. Dejé de preguntar a mi hermano cuándo sería la próxima visita a la cárcel. Sabía que no habría más. Aun así, según él, yo todavía decía de vez en cuando «cuando mamá y papá vuelvan a casa». Debí haber reprimido tan ferozmente los pensamientos sobre la muerte de mis padres que todavía había momentos en los que pensaba que volverían a casa. Tal vez a los seis años todavía creía que se podía hacer que algo sucediera por arte de magia si realmente, realmente, realmente se deseaba. No soy capaz de recordar el momento específico en el que tuve que admitirme a mí mismo que nunca volvería a ver a mis padres.
En diciembre nos sacaron de la escuela. Justo después de Navidad, pasamos varios días en casa de la abuela Sophie, en Nueva York. En ese momento nadie nos dijo por qué nos habían sacado. Solo supe el motivo más tarde.
Durante el verano posterior a las ejecuciones, algunos ciudadanos de Toms River expresaron a la Junta de Educación de Nueva Jersey su preocupación por que sus hijos fueran a la escuela con los hijos de los Rosenberg. En respuesta, la junta determinó que solo los hijos de residentes en el estado de Nueva Jersey podían acudir a sus escuelas públicas. Como mis padres eran residentes en el estado de Nueva York, Michael y yo tuvimos el dudoso honor de ser desterrados del sistema de escuelas públicas de Nueva Jersey a la edad de diez y seis años. La junta no quería que pareciese que nos habían señalado, así que peinaron sus registros, encontraron a varios otros estudiantes cuyos padres no eran residentes en el estado, y también los expulsaron. Suponiendo que todos estén vivos, en algún lugar de los Estados Unidos hay una media docena de personas entre los cincuenta y sesenta años que fueron expulsadas de la escuela por nuestra culpa. Tengo el deseo, posiblemente perverso, de conocer a alguna de estas personas con las que compartimos esta experiencia. Lo he mencionado en decenas de conferencias públicas, pero hasta el momento nadie ha dado un paso adelante para reivindicar este vínculo.
Aunque el apartamento de mi abuela era territorio familiar, la situación tenía que ser temporal. Su salud no era muy buena. Todavía lloraba la muerte de su marido, y la ejecución de su hijo menor unos meses antes aún era una herida abierta y sangrante. Mi abuela era una presencia triste y perturbadora. Aún puedo escuchar su constante maldición sobre los asesinos de mi padre: «¡Deberían arder!». No podía con dos niños activos que, en palabras del terapeuta que empezamos a ver por aquella época, mostraban crecientes «signos de trastorno». Michael se enfureció y yo desconecté del mundo.
A petición de mis padres, su abogado, Manny Bloch, se convirtió en nuestro tutor legal después de la ejecución. Anne y Abel Meeropol se habían ofrecido a cuidar de nosotros cuando nos llevaron al centro de acogida en 1950, pero mis padres no querían que viviéramos con gente que no conocían. A finales de 1953, los Meeropol volvieron a realizar la petición a Manny a través de un amigo común. Manny se reunió con ellos y rápidamente acordó que nos adoptarían.
No llegamos a casa de la abuela hasta la tarde de Nochebuena. Ese mismo día, Ben Bach nos había llevado a Michael y a mí desde Nueva Jersey hasta Brooklyn a través de un denso tráfico. Allí nos condujeron hasta la escalera de entrada de la casa más grande en la que había estado en toda mi vida. Entré en una habitación enorme donde había un montón de niños sentados alrededor de un árbol de Navidad gigante con una pila de regalos debajo. Nos dijeron que los regalos eran todos para mi hermano y para mí. Me preguntaba por qué ninguno de los otros niños tenía regalos. La desigualdad me pareció muy injusta. De todas formas, ¿para qué necesitaba yo tantos regalos? Mi colección de juguetes en casa de mi abuela consistía en cuatro coches pequeños de metal y dos figuritas de vaqueros. Podría utilizar algunos más, ¡pero no decenas!
Esta abundancia de regalos era la primera señal de lo que sería mi nueva vida. Estábamos en casa de W. E. B. Du Bois, en Brooklyn Heights, y en esa fiesta en la víspera de Navidad de 1953 nos presentaron a Abel y Anne Meeropol.
No había mucho tráfico en el viaje de regreso a casa de la abuela, pero los Meeropol tardaron una hora en llevarnos en su enorme Pontiac negro del 48. Durante el trayecto nos preguntaron si queríamos vivir con ellos. Recuerdo que dije que sí impasiblemente. Nos habían mareado tanto hasta ese momento que, como siempre, traté de seguir la corriente y no hacer olas. Nos mudamos al apartamento de los Meeropol en Riverside Drive con la calle 149 a principios de año. Con ellos me sentí en casa al instante. Anne era cálida y cariñosa, y Abel era divertidísimo. Manny visitó e informó a Gloria Agrin, la joven abogada que le había ayudado en la defensa de mis padres, de que la transformación en nosotros era casi un milagro. Un mes después, el 30 de enero de 1954, Manny sufrió un ataque al corazón y murió.
Antes de su muerte, Manny no tuvo tiempo de completar la transferencia legal de nuestra tutela a los Meeropol. El Consejo Judío y la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Niños, ambos controlados por conservadores, se enteraron y emprendieron acciones legales para sacarnos de nuestro nuevo hogar. Presentaron una petición al Tribunal de Menores en la que alegaban correctamente que los Meeropol no eran nuestros tutores legales, y realizaban una acusación falsa diciendo que estábamos sufriendo abusos. Sostenían que el abuso no era físico sino político. Los documentos legales decían que nos vimos obligados a asistir a mítines en los que teníamos que escuchar espeluznantes descripciones de ejecuciones y que nos estaban enseñando a odiar a nuestro país. Estas acusaciones no eran ciertas; no asistimos a ningún mitin después de la ejecución de nuestros padres, pero un juez ordenó que nos sacaran de casa de los Meeropol y nos llevaran a su tribunal para una audiencia.
Esta vez el golpe en la puerta se produjo cuando ambos ya estábamos dormidos. La policía de la ciudad de Nueva York exigió a los Meeropol que nos entregaran inmediatamente. Al principio, Abel y Anne no abrieron la puerta y se produjo una fuerte discusión a través de ella. Abel tenía un gran coraje físico. Era un hombre desarmado enfrentándose a varios policías armados, pero al final consiguió que se echaran atrás. Frenéticas llamadas a abogados y tensas negociaciones llevaron a un acuerdo que nos permitió pasar la noche en casa. Al día siguiente los Meeropol nos llevaron delante del juez, que dictaminó que debíamos ser institucionalizados; nos llevaron de inmediato a la escuela Pleasantville Cottage, un orfanato. Afortunadamente, una rápida maniobra legal ante un segundo juez nos sacó de allí unos pocos días después.
Una vez más, «ellos» estaban tratando de hacernos daño. Seguía sin saber quiénes eran «ellos», pero sabía que había un «juez malo» y un «juez bueno», y que el juez bueno iba a darnos otra oportunidad para vivir con los Meeropol. Aunque solo había vivido con ellos un mes, ya había decidido que quedarme con ellos significaba que «nosotros» ganaríamos y «ellos» perderían. Pero este no fue el final de nuestra odisea. El juez bueno otorgó la custodia temporal a la abuela y dictaminó que debíamos quedarnos con ella hasta que se tomara una decisión final sobre con quién viviríamos.
Afortunadamente, la abuela no vivía demasiado lejos de los Meeropol, y, en medio de tantos cambios desconcertantes, poder seguir yendo a la misma escuela pública nos ayudó. Un partidario de mis padres alto, delgado y calvo nos recogía algunas mañanas y nos llevaba a la escuela. Otras veces una mujer bajita iba con nosotros en el autobús. Estos pequeños actos de bondad no estaban exentos de riesgo, aunque en ese momento yo no lo sabía. A menudo, agentes del FBI tomaban fotos de quienes participaban en los trabajos de apoyo a los Rosenberg. Podrían haber fotografiado la matrícula de nuestro conductor para encontrar al dueño del coche. Los agentes podrían visitar a los jefes de estas personas y decirles que un comunista que ayudaba a los hijos de los Rosenberg trabajaba para ellos. Estas personas podrían haber sido acosadas o despedidas, como sucedió con cientos, incluso miles, de otros izquierdistas durante ese periodo.
Después de la escuela Michael y yo íbamos caminando a casa de los Meeropol, nos quedábamos a cenar y después nos llevaban a casa de la abuela. No sé cuánto de esto se hacía con la aprobación del juez y cuánto subrepticiamente, pero mantuve la boca cerrada por miedo a decir algo incorrecto a la persona equivocada. La cautela se había convertido en mi norma a seguir. La abuela cooperaba, pero a regañadientes. Se lamentaba por la posibilidad de que nos cambiaran el nombre y que viviéramos permanentemente con los Meeropol. Siempre decía con su marcado acento inglés: «Deberíais ir con vuestra sangre». Pero nuestra sangre no se quería arriesgar a adoptarnos y criarnos. Creo que mis padres adoptivos nos proporcionaron una educación mucho más acorde con los valores de nuestros padres biológicos que la que podríamos haber recibido de cualquiera de nuestros familiares. El hecho de que Ethel y Julius eligieran a su abogado antes que a cualquiera de sus hermanos para ser nuestro tutor legal es una pista fundamental para entender que mis padres preferían que fuésemos criados por miembros de la comunidad política de izquierdas en lugar de por familiares. Mis padres biológicos habrían aprobado nuestra adopción por parte de Abel y Anne Meeropol.
Pero nuestra adopción estaba en suspenso. Nuestra rutina seminómada duró hasta que terminó la escuela, en junio. No tenía miedo al monstruo de debajo de la cama, pero la casa, como terminamos llamando al orfanato, era un hombre del saco demasiado real. Teníamos que tener cuidado, nos estaban poniendo a prueba y temía lo que podría pasar si fallábamos. Estas pruebas no eran imaginarias. Evelyn Williams, la trabajadora social designada por el tribunal, vino a entrevistarnos varias veces. Unas décadas después contó en sus memorias, Inadmissible Evidence, que el primer juez —el «malo»— la llamó a su despacho y le amenazó con despedirla si no apoyaba su postura de que lo mejor para nosotros era ser institucionalizados. Escribió: «Tuve que elegir: decidí basar mi decisión sobre mis futuras recomendaciones para los niños únicamente en mis propias conclusiones después de la investigación, y al diablo con el trabajo».[3]
El tribunal también designó al decano Dean Kenneth B. Johnson, de la Escuela de Trabajo Social de Nueva York, para velar por nuestros intereses. Fuimos varias veces con los Meeropol a visitarle a su elegante y espaciosa oficina. Las visitas fueron cordiales y Dean Johnson me pareció un amable anciano, pero no recuerdo qué aspecto tenía, ya que casi nunca lo miraba. Me quedaba callado y vagaba por la habitación hasta la ventana jugando mi papel de niño que no puede estarse quieto para liberarme de su escrutinio y poder jugar en el patio de césped exterior. Sospecho que la impresión que se llevó de mí Dean Johnson es que era un niño de siete años sorprendentemente normal.
Los Meeropol respetaban a Johnson. Debo haberles oído decir un millón de veces que era un bienintencionado, y, con él como aliado, finalmente consiguieron ganar nuestra custodia legal. Después me enteré de que se estaba muriendo de cáncer y que se había comprometido a atender nuestras necesidades como una noble misión final; pero ¿cómo iba a saber que era un hombre poderoso que se aseguraría de que no me echaran en cualquier momento? Todo lo que podía hacer en aquella situación era ser aún más callado, observador y cuidadoso, y esperar que no sucediera.
* * *
También nos llevaron a ver al doctor Frederick Wertham, un distinguido terapeuta conocido por su trabajo con jóvenes traumatizados víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Michael estaba abierto a hablar de sus miedos, y su comportamiento ocasionalmente explosivo todavía centraba la atención de los adultos. Noté el aparente alivio de los mayores al ver que yo no parecía afectado por los acontecimientos de los últimos años. El doctor Wertham comentó que no parecía entender realmente lo que les había sucedido a mis padres y que no sufría ninguna perturbación psicológica significativa. Sonreí para mis adentros mientras escuchaba a escondidas a esos estúpidos adultos que nunca se dieron cuenta de que entendía todo menos los términos más técnicos y que mi oído era mejor que el de ellos. Encontré satisfacción en engañarlos porque me dio sensación de control.
Mi falso buen humor, mi fingida ignorancia y la negación de los problemas psicológicos parecían ayudarme, pero me impidieron obtener la intervención adulta seria y necesaria para abordar las emociones que tenía bloqueadas. A los responsables nunca se les ocurrió que alejarme de mis nuevos «padres» —los adultos a los que era más probable que pudiera abrirme— para pasar una «maravillosa experiencia veraniega» no era la mejor de las ideas. No estoy seguro de quién pagó y decidió que fuéramos a un campamento en el verano de 1954. Abel y Anne eran fuertes defensores del campamento y quizá pensaron que sería bueno para nosotros pasar tiempo con otros niños. Tal vez se dieron cuenta de lo que me gustaba el campo —como los habitantes de Manhattan llamaban a cualquier área sin pavimentar que no estuviera ocupada por abarrotados edificios de varios pisos—. Sabían que me gustaban las actividades al aire libre. Tal vez la batalla por la custodia también tuvo algo que ver, pero alejarme de los Meeropol era lo último que necesitaba. Me dijeron que iríamos al campamento solo durante el verano y que volveríamos con la abuela y los Meeropol en otoño. Pero el otoño estaba inescrutablemente lejos para un niño de siete años y yo ya había aprendido que el futuro era incierto.
Michael estaba en un barracón con niños de once años y yo en otro con una docena de niños de siete, sin padres biológicos, sin la abuela, sin padres de acogida, sin padres adoptivos y sin Michael. Desde el arresto de nuestros padres, Michael y yo siempre habíamos dormido en la misma habitación excepto durante el tiempo que estuvimos en el centro de acogida. En otras ocasiones siempre había tenido al menos a uno de «nosotros» para servir de amortiguador entre «ellos» y yo. Llegados a este punto, clasificaba a todos los forasteros como «ellos» hasta que la gente que sabía que estaba de nuestro lado me demostraba que no era así. Ya había estado en «sus» garras dos veces y estaba sucediendo de nuevo ahora.
Estaba muy deprimido y no era el único. Michael se quejó tan amargamente que, por su bien, nos concedieron un tiempo especial juntos todos los días. Pero esto solo era una diferencia más entre mis compañeros de barracón y yo. Ellos tenían padres. Ellos iban a tercero mientras que yo iba a segundo. Ellos podían escribir postales de dos frases a sus padres mientras que yo tenía que tener un orientador que me ayudase con la mía. Tenían que convencerme para que me uniera a cualquier actividad en grupo. No aprendí a nadar. Mirar era más seguro que hacer, y todo lo que recuerdo haber hecho en aquel campamento es mirar. Había esperado el momento oportuno con la esperanza de ganar al final, pero siempre que mis circunstancias parecían mejorar, cambiaban de repente y todo se volvía incluso peor. Cuando por fin aterrizaba en algunas propiedades, parecía haber una nueva regla para Michael y para mí que no nos permitía comprarlas. Tenía miedo de perder el juego.
[1] Freedom of Information Act (FOIA) o Ley por la Libertad de Información es una ley que otorga a todos los ciudadanos de Estados Unidos el derecho a tener acceso a la información federal del gobierno. (N. de T.)
[2] También escrito bubbe, es una palabra cariñosa en yidis que significa «abuela».
[3] Evelyn Williams, Inadmissible Evidence, Wesport, Conn.: Lawrence Hill, 1993, p. 33.
Robert Meeropol es el fundador y director ejecutivo del Fondo Rosenberg para la
Infancia (RFC) y el hijo menor de Ethel y Julius Rosenberg. Es activista progresista, escritor y
conferenciante desde hace cincuenta años. Desde su fundación, en 1990, el RFC ha
proporcionado educación y ha cubierto las necesidades emocionales de niños y jóvenes
estadounidenses hijos de activistas señalados que han sido acosados, agredidos,
encarcelados, han perdido sus trabajos o han fallecido en el transcurso de sus actividades en
favor de la lucha progresista. Vive en Massachusetts con su familia.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
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de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero