Ha sido san tan salvaje en lo tocante a la aparición de novedades de las que disponíamos adelantos que en la revista decidimos dar una breve semana de descanso para que los lectores de Trenviajeros se pusieran al día de cara a la recta final de la novela (quedan apenas ocho capítulos, cuatro semanas, para leer su conclusión) y aprovechar para compartir un texto crítico con afán de diálogo que Javier Sáez de Ibarra nos mandó hace tiempo y que no habíamos publicado por la cadencia de los dos capítulos semanales de su novela, pero, para no descuidar a sus lectores, creemos que este es el momento idóneo para compartirlo, culminando así esta intensa semana de nuevos títulos recuperando una reseña de uno aparecido hace un año, lo que enfatiza una de las vocaciones de penúltiMa, que es la de no permitir que la tiranía de los lanzamientos aboque al olvido a textos anteriores.

 

Javier Gomá, en su ensayo, dignidad, se declara descubridor del concepto de dignidad humana –olvidado desde Kant– y toma la decisión de “apropiármelo como cosa sin dueño” (p. 9). Lo califica como “el concepto más revolucionario del siglo XX” (p. 17) porque a ella apelan todos los movimientos reivindicativos en la actualidad. No es un concepto surgido de una demostración lógica ni tiene rango científico, nos dice; nace del desarrollo moral de la propia humanidad que se otorga esa dignidad a sí misma y que, desde este reconocimiento, distingue lo que atenta contra ella y lo declara inmoral e inhumano (desde la pobreza al racismo o el machismo). Se trata de un valor absoluto. Todo ser humano posee dignidad con independencia de su raza, sexo, religión, ideas políticas e incluso su comportamiento. Se posee, no se conquista. Por ello es “irrenunciable, imprescriptible, inviolable” (pp. 34-35).

De semejante planteamiento, se esperaría un libro fuertemente crítico y alentador de las luchas que la reivindican contra todo cuanto vulnera esa dignidad. Sin embargo, asistimos a una lectura interesada y parcial de ese concepto, dependiente de una ideología liberal conservadora. Así, para Gomá, la dignidad es una dimensión que resiste y estorba al poder del Estado sobre el individuo, incluso cuando pretende un bien común, que se expresa en la repugnancia que declara sentir por “la tiranía de las mayorías”; en cambio, no repara en la que ejercen minorías poderosas como los consejos de administración de muchas empresas sobre sus trabajadores o las que adoptan decisiones financieras y geopolíticas en su propio beneficio, y estas sin el respaldo de ninguna voluntad democrática.

Javier Gomá se remite a la moral kantiana, quien en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de 1785, había dicho: “Actúa siempre de tal modo que la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, sea tenido siempre como un fin y nunca como un mero medio”. Para Kant es una exigencia irrenunciable: “Sólo donde haya un valor absoluto, habrá algo que me imponga actuar de esa manera”; de manera que el respeto por la dignidad de la persona se convierte en un imperativo ético absoluto. Por el contrario, para el ensayista se trata sólo de una idea general que puede desligarse de sus consecuencias: “Entre la idealidad del concepto y la realidad de la experiencia se abre inevitablemente un hiato” (p. 31); de manera que su aplicación requiere “prudencia” (p. 30). Vemos que el principio inviolable de la dignidad humana, defendido antes, se degrada ahora a una noción relativa a la conveniencia estratégica. El desarrollo moral ha de ceder a la racionalidad instrumental dictada por el interés. El ensayista suspende el carácter crítico y emancipador de la dignidad humana y la suplanta por la pretensión de una convivencia social sin tensiones ni sobresaltos: “Moderación y templanza –virtudes que huyen del perfeccionismo moral y tienden siempre al acuerdo realista entre las partes, donde se concilian complejos intereses– conforman la sentimentalidad del momento, enriquecida además con… un uso cívico de la libertad” (p. 162): reveladora la maniobra de identificar la ética con el prurito del “perfeccionismo”.

La consideración de un “hiato” o desvinculación entre ética y política abre además la cuestión de quién y en nombre de qué se produce esta desconexión. Eliminada la dignidad como instancia crítica última, parece evidente que la política será ejercida por aquellos que en ese momento detentan el mayor poder y cuya discrecionalidad viene a legitimar este ensayo. Lo contradictorio en el planteamiento de Gomá se vuelve un sarcasmo en la medida en que el propio autor reconoce que el respeto por la vida humana digna es irrenunciable hoy por cuanto asistimos a una “miseria material, moral y estética sobreabundante en el mundo” (p. 11). Frente a este panorama desolador, sin embargo, el autor recala en una sentimentalidad conformista que apenas encubre su posición ideológica inmovilista. Dado que los males lo llevan a sentir “tedio” y “fastidio” y a muchas personas “de buena fe”, incluso a la desesperación  (p. 13), su ensayo se dirige a ellas para darles “alivio”, ya que “alegrarse de un gozo honesto no es mala empresa” (p. 12). Imposible no advertir, me parece, que esas palabras están pronunciadas desde la posición de espectador; no desde la situación vital de quien padece los males ni tampoco de quien lucha solidariamente con él. Para estos, los atentados contra la dignidad son experimentados más bien como un dolor, y en cuanto contenido de su conciencia, posee el poder efectivo para movilizarlos y constituye un principio ético que reivindicar frente a quienes la violentan.

El ensayo se olvida en los capítulos siguientes del concepto crítico de la dignidad cuando nos presenta una visión idílica de la modernidad. Esta se declara producto del genio europeo, que ha constituido sociedades capitalistas, democráticas y libres, sin coacciones morales sobre el ciudadano y en la que han desaparecido las contradicciones (y también la clase obrera): “los beneficios empresariales se socializan y el Estado los redistribuye, a consecuencia de lo cual el proletariado deja de serlo y se integra en una clase media en formación” (p. 161). “El pequeño propietario postrevolucionario, libre y con derechos, se hace finalmente reformista… Comparte con el burgués un anhelo de seguridad y de progreso material y, como este, desarrolla un sentido pragmático para lo posible. Moderación y templanza… consolidan costumbres que propician la convivencia pacífica” (p. 162). Incluso la Transición española se ofrece de modelo consumado, pues alcanza las revoluciones de la modernidad perdida: “como si llevara a cabo de un golpe todas las históricamente pendientes en España: la burguesa, la industrial, la obrera” (p. 175): curiosa armonía de pretensiones que han sido históricamente contradictorias.

Javier Gomá elude clamorosamente afrontar la constitución jerárquica de la sociedad, su desigual distribución del poder y la propiedad, y los datos que manifiestan el sufrimiento y la exclusión de una parte considerable de la ciudadanía (desempleo, pobreza incluso de trabajadores, falta de una alimentación asegurada y suficiente, de vestido, de una vivienda digna, carencia de ahorros, falta de asistencia a los dependientes, etc.). Se escamotean la violencia y las relaciones estructurales impuestas. Se sienta la máxima de una interlocución al mismo nivel de los participantes donde no la hay. Se da por sentada la justicia (palabra que no aparece una sola vez en su texto) y se afirma, con independencia de ella, que se han alcanzado las máximas cotas de libertad individual, de modo que ahora se trata únicamente de asegurar la convivencia. “No tanto ser libres como ser-libres-juntos” (p. 142). En esta lectura irenista de la sociedad, se sustituye la real confrontación de clases, en la que los pingües beneficios de unos se obtienen a costa incluso de la miseria de otros, por las ideales relaciones de amistad entre los ciudadanos. “Los hombres virtuosos conformes consigo mismos tenderán a trabar amistad con otros semejantes a ellos, y poco a poco el círculo se dilatará más y más, y a la postre se creará una sociedad de ciudadanos coincidentes en el pensar, sentir y obrar, donde florecerá la concordia” (p. 149). Gomá no se cuestiona el carácter discriminatorio de ese planteamiento que propicia la afinidad y el amiguismo en lugar del respeto a cada individuo. Por contra, tiene buen cuidado en desautorizar a quienes atenten contra esa convivencia ejemplar de los acomodados. Para quienes mostraran su “espontaneidad excesiva y brutal se apreciaría la necesidad de urbanizar su corazón para adaptarlo a las conveniencias de una civilizada vida en común” (p. 144). Difícil componenda la que intenta el autor entre la amistad total y la represión. La dignidad como reivindicación de derechos y defensa de los abusos queda desactivada toda vez que en esta sociedad han desaparecido los conflictos y solo resta fomentar relaciones amistosas entre los que se ven semejantes.

El proyecto de una sociedad pacificada y libre, ya acontecida en Occidente (el más conformista Fukuyama al fondo), requiere asimismo un proyecto estético que la haga visible. A favor de esta tarea, Javier Gomá realiza una condena sin paliativos de toda la literatura española y aun europea desde el Renacimiento o el Barroco (sic) hasta la actualidad. (pp. 128-129). Sus razones: los escritores han perdido el gusto estético para adoptar el lenguaje coloquial o una voz propia, se han vuelto moralmente reprobables y han venido insistiendo únicamente en los aspectos negativos de la vida, dado el “prestigio intelectual de la tristeza” (–sic–, p. 11); a resultas de lo cual, sus obras conducen a una visión de la existencia “más bien miserable y entristecida” (p. 12). Resulta lamentable asistir en estas páginas a la simpleza, el maniqueísmo, la caída en contradicciones y la visión peor que miope del autor. Para él, literalmente, desde la didáctica y ejemplar obra de Fray Luis de León en las letras .sólo ha habido decadencia. Y esto porque los autores han desdeñado su deber fundamental a que respondía la literatura “antigua”, que mostraba “lo bueno” y “enseñaba al hombre cómo ser virtuoso”. Es preciso volver a la función educadora del arte; para ello, los escritores deben ser, en lo personal, dechados de moralidad y, en su obra, tratar únicamente temas nobles y con un estilo elevado. A Gomá le molestan las expresiones de dolor, el tratamiento de cuestiones dramáticas y la denuncia; rechaza todo estilo que resulte próximo al lenguaje cotidiano o demasiado personal, realista, duro, innovador o intencionadamente feo; lo considera una tendencia voluptuosa y malsana del arte. Por desgracia, reconoce, “Permanecemos a la espera de un maestro retórico que devuelva a nuestra lengua la dignidad de gran estilo que un día tuvo y luego perdió” (p. 131). Advertimos, de nuevo, la misma intención de embridar la disidencia, esta vez en el plano literario. Si el mundo occidental ha consumado la paz y la libertad, ¿cómo tolerar expresiones críticas y desagradables? Se percibe en su programa de regeneración la dictadura de una elite que impone su particular sentido del buen gusto y de lo que quiere leer; que apenas oculta, bajo ella, la ferocidad del pensamiento único del orden liberal-capitalista dominante que somete la sensibilidad y sofoca la reflexión crítica para entregarse al panegírico de lo que es. Gomá no quiere oír hablar de desgracias, de cosas tristes o feas, no vayan a arruinarle su concepto feliz de la vida que algunos disfrutan.

dignidad, el ensayo de Javier Gomá, formula un concepto imprescindible para orientarnos en este momento histórico nuestro de oscuridad e incertidumbres. Pero lo convierte en objeto de veneración en lugar de emplearlo como argumento crítico, y lo pone en el centro de una estética autocomplaciente y vana. Lo que es aún más grave, pretende apoderarse de esa idea en exclusiva, al servicio de la imagen que quiere dar de sí misma la parte privilegiada de una sociedad que declara haberla cumplido. Esta limitación ideológica de la dignidad es inaceptable; y, a mi modo de ver, justifica que su obra deba ser impugnada como contraria a la libertad y a la justicia que aún nos faltan.

 

Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen SalvajeEl CuadernoQuimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.