La trayectoria editorial Leandro Ávalos Blacha es tan inquieta como sus libros. Siempre pequeñas novelas en editoriales independientes, a veces con el marchamo de un premio otorgado por un jurado de prestigio a veces bendecido por la radicalidad de las editoriales cartoneras. Leer a Ávalos Blacha es siempre estimulante, así que corran a por la nueva novela que publica la editorial Clase Turista ahora mismo.
Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba. De aquí esa irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba. Solo que la casa se nutre de la muerte del hombre. Por eso la primera está de pie, mientras que la segunda está tendida.
César Vallejo, “No vive ya nadie…”
¿Por qué debería sorprendernos que los muertos regresaran? Lo increíble habría sido que no lo hicieran. ¿Cómo puede alguien que te ama partir para no volver jamás, cómo puede no desear hablarte, enviar un mensaje? Eso es lo milagroso, no que los cielos se desgarren, ni que las puertas del Paraíso se abran de par en par para permitir regresar a quienes nos han abandonado.
Margaret Oliphant, Una ciudad asediada.
1
Si mis papás tenían visitas, Mari Luz no aparecía. Quizás la veía observándonos desde otro cuarto, mientras cenábamos, o desde lo alto de la escalera. Pero en cuanto alguien se acercaba, desaparecía. Prefería la distancia. Yo también deseaba, en esos momentos, estar tranquilo en mi cuarto, solo. A mamá les gustaba que saludara a sus invitados y rondara un poco la reunión, como parte del mobiliario.
***
La casa cambió mucho desde sus tiempos de obrera. Le gusta cómo la refaccionaron, antes de que nos mudáramos. Fueron meses de trabajo. Primero, para reconstruir el estado semiderruido en el que había quedado la estructura. Después, para que mamá se encargara de la decoración. Recién entonces llegó la mudanza. Desde el primer momento que la vi, deseé no volver a mudarme.
***
Sentí que no me alcanzaría la vida para recorrerla y conocer cada uno de sus rincones. Los tres pisos, el altillo, el sótano, el parque, la casa de herramientas. Deseaba verlo todo, merodear de un lado al otro. Pero, en ese momento, aún había lugares donde estaban trabajando. Mis papás no querían que bajara al sótano hasta que terminaran los arreglos.
Los desobedecí el primer día que faltaron los empleados, con órdenes de no dejarme pasar. Fallaba la instalación eléctrica y no había luz. Bajé acompañado de una linterna. Las escaleras estaban obstruidas por cajas, herramientas y cascotes. Ahí no había llegado la mano de mamá. Estaba húmedo y todo lo cubría un polvillo que me hacía estornudar. Iba alumbrando el piso y las paredes. Eran de ladrillo a la vista y estaban casi sin retocar. Aquel debía de ser el corazón de la casa. El lado más puro. Bajé la luz a los zócalos y me alumbré hasta llegar al rincón. En el pasaje de un extremo al otro aparecieron unos pies pequeños. Volví la luz a ellos. Seguían ahí. Dos pies trigueños, con unas sandalias verdes, gastadas. Subí la linterna. Unas piernas de nena, tapadas por una pollera colorida. Amarillo. Verde. Naranja. Una remerita gris, con una inscripción borroneada. Dos trenzas largas, negras y brillantes, que caían hacia adelante con la inclinación del cuerpo. La chica tejía sobre un cajón de verduras que usaba como silla, y no se asustó al verme. Yo tampoco. Tan tranquila y natural se la veía, que nada me hacía pensar que no tuviera un motivo para estar allí. Al iluminarle la cara, se cubrió con la mano como si le molestara, pero me sonrió. Me causó gracia que le faltara uno de los colmillos. Nos quedamos unos segundos sonriendo, sin hablar. Luego, para romper el hielo, señaló el lugar donde mamá había ubicado su cama solar. “Ahí tenía mi camita”. Dijo sin más y se presentó. “Me llamo Mari Luz. ¿Y tú?”.
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Las casas de las cuadras vecinas son similares. Jardines amplios, arreglados, llenos de árboles y plantas. Algunas tienen piletas. La nuestra tiene un bebedero que suele llenarse de pájaros.
La construcción es antigua. La idea de renovarla tras el accidente fue la que sedujo a papá. La casa mantuvo su espíritu, el estilo y el orgullo de los años de pie. Mari Luz me dijo que jamás pensó que volvería a verla recuperada, como la primera vez: al llegar con la cara pegada a la ventanilla en la camioneta de su patrón, fascinada por el lugar en el que viviría.
En ese tiempo, la casa funcionaba como un taller de costura clandestino. Aunque también ahí vivía la familia del dueño. Mari Luz trabajaba de sol a sol, la mayor parte del día en el sótano. Había varias chicas en la misma condición. Los patrones las hacían rotar por los distintos cuartos, para que no entraran en confianza. No las dejaban salir, salvo raras excepciones. Mari Luz aun siendo un fantasma, desistía de asomarse al parque. Solo se animó a hacerlo una vez desde su ingreso, días después del accidente, cuando los peritos, los bomberos, los periodistas y toda la gente que rondaba el área dejó de venir. Entonces salió del escondite de los escombros, con la idea de irse. Pero afuera, el mundo le era más frío y hostil que nunca. Según ella, un fantasma estaba lejos de no sentir nada. Cuando jugaba en el parque, podía verla observándome tras el vidrio, con algo de envidia. Le hacía señas, la invitaba a salir, pero ella se negaba. Terminaba volviendo al interior para hacerle compañía. Disfrutaba de los momentos en que Mari Luz me explicaba en qué cuartos tenían antes máquinas de coser, dónde las ubicaban. Se me hacía tan vívido que, a veces, hasta parecía verlas, una al lado de la otra, casi pegadas, laboriosas y en silencio.
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A mámá no le gustaba Mari Luz. La avergonzaba. Papá compartía su opinión. Si estábamos desayunando y la mencionaba, me miraban en silencio, sin disimular su enojo. “Estás grande para estupideces”. Era difícil retomar el diálogo. Me quedaba en silencio, mientras ellos conversaban. Nunca hablaban de cosas que me interesaran. Lo mismo hacían sus amigos. Con ellos no se me ocurrían temas de conversación, si debía enfrentarlos. Era como si todas las ideas se me evaporaran o quedaran encerradas en una caja que no podía abrir.
Lo que me había hecho ganar el calificativo de “raro” para esa gente fue hablarles de Mari Luz. Una de las amigas de mamá me preguntó una noche de qué me reía, solo, mirando la escalera. Mari Luz, ahí sentada, copiaba los gestos y las expresiones de los invitados. Como la mujer estaba borracha, no me pareció grave contarle la verdad, al día siguiente no se acordaría. Soltó una carcajada y halagó mi ocurrencia. Me hizo preguntas. Me dejó hablar. Animado me solté a contarle del fantasma que vivía con nosotros, aunque solo yo lo veía. Las demás personas se acercaron al rincón en el que me encontraba, hasta convertirme en el centro de atención. Miraban el punto de la escalera donde les señalaba a Mari Luz. Vi la cara de mamá, con una copa en la mano, entusiasmada por ver a su hijo adaptado en su círculo social. Y vi cómo cambiaba algo en su expresión, al oír lo que les contaba a sus amigos. No modificó su sonrisa, pero agregó “creo que es hora de que te acuestes”. Mientras me iba, sentía en la espalda las miradas burlonas de los adultos. Lo que les molestaba era que Mari Luz fuera boliviana.
***
Al principio debía recorrer la casa para dar con Mari Luz. Con el pasar de los días, mientras conocía nuestro hogar, aprendí en qué lugares aparecía más. En algún punto, ella también salía a mi encuentro. Una noche, la sorprendí en mi cuarto, cuando ya me había acostado. Me desperté de madrugada. Ella cosía despacito en una máquina que casi no emitía ruidos, silenciosa, en el rincón. Era cuidadosa en no molestar, en no mirar directamente a los ojos, como la fue formando el patrón. En cuanto notó que había despertado, desapareció. Por la mañana, le pregunté si había estado en el cuarto y lo negó nerviosa. Le aclaré que no me molestaba, que podía hacerlo si quería, pero siguió escapando. Por eso, al escucharla los días siguientes, me quedé con los ojos cerrados, arrullado por el suave zumbido de sus costuras.
De a poco nos acostumbramos uno al otro, sin mucho hablar, y entramos en confianza. Me contó que había llegado a la Argentina en micro, con la madre y su hermana mayor, dos años antes del incidente. Nunca había conocido a su padre. Por las palabras de la madre sabía que era argentino, que viajaba por Bolivia buscando algún recurso para explotar y volverse rico. El hombre le había prometido que, cuando lo consiguiera, regresaría a buscarlas. La madre de Mari Luz no tenía dudas de que tendría éxito. Pero no esperaba su vuelta.
A Mari Luz nunca se le cruzó por la cabeza la posibilidad de que vinieran a la Argentina para encontrarlo. Les importaba lo económico. Me dijo que ya no era el país del dólar barato, pero seguía siendo un futuro mejor que Bolivia. Una vecina del pueblo recibía cada mes, sin falta, un giro que le enviaba la hija desde Buenos Aires. Y había cientos de historias de otras mujeres en la misma condición. La madre de Mari Luz comenzó a pensar en esa posibilidad. Le escribió a la amiga, para que hablara con su patrón y les consiguiera trabajo. A las pocas semanas recibió una respuesta positiva y sacaron los pasajes. Llegaron las tres a la estación de micros, donde el nuevo jefe las esperó en una camioneta. El vehículo, el barrio, la casa, todo lo que vieron de la Argentina fue más de lo que esperaban.
***
Mari Luz no fue muy bien recibida. Era una nena escuálida, que no se veía preparada para trabajar al ritmo de las demás. Pero acabó siendo de las más efectivas. Rápida, ordenada, exigente, cuidadosa. Nunca salía de su máquina una prenda mal cosida. Su hermana no lo era tanto y Mari Luz había adoptado la obligación de compensar su falta. Quería mantener la imagen positiva de la madre. El patrón decidió que esta trabajara de mucama durante el día y, de noche, en el taller. Era cumplidora y les inspiró confianza, aun siendo nueva. Podía salir de la casa. Sabían que no se iría a ningún lado, mientras las hijas quedaran encerradas en el taller.
Con su esfuerzo ganó el permiso para vender cosméticos a sus conocidas, las otras mucamas. Ninguna podía darse grandes lujos, pero aquella marca resultaba económica para sus bolsillos. Lo que más le compraban era crema para las manos. Yo veía las de mamá, que siempre lucían impecables, como si nunca las hubiera usado.
Una de las pocas cosas que conservaba Mari Luz de su familia era el catálogo de esos productos. Me decía que aún podía materializar alguno, si quería. Le ofrecí dejar la revista al alcance de mamá, si le interesaba.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, mamá le preguntó a la mucama en el living “¿Y esto quién lo trajo?”. Al asomarme, la vi sosteniendo la revista con dos dedos y cara de asco. Sonia casi no hablaba. Solo respondió “No sé, señora” y continuó con sus tareas. Mamá la tiró a la basura.
Cada miércoles volví a dejar la revista en un lugar distinto de la casa. Pensé que así también mamá comenzaría a creer en Mari Luz. Aunque no dijera nada, vi cómo se ponía más nerviosa al encontrar el catálogo. “¿Esto otra vez…? Esa burra…”. Subía su tono de voz. Seguía sospechando de Sonia. Me di cuenta de cómo la espiaba. Con Mari Luz nos reíamos. A veces me decía que tuviéramos cuidado en no hacer que la despidieran. Pero se divertía. Sobre todo disfrutamos el miércoles que Sonia no pudo venir, porque estaba enferma, y la revista apareció igual. Mamá, al encontrarla en uno de sus cajones, dejó la casa hecha una furia, dio un portazo y salió con el auto a toda velocidad para ir a su clase de pilates.
Con Mari Luz entramos a su cuarto y encontramos el catálogo sobre su mesa de luz. Del interior sobresalía un billete de cien pesos, como un señalador, con el código de un producto escrito en un papel. Mamá había ordenado una crema exfoliante que costaba sesenta pesos. Le pregunté a Mari Luz en qué íbamos a gastar la plata, aunque no fuera mucha. Ella me dijo que eso sería robar y se fue con el pedido.
Mamá, a su vuelta, corrió por las escaleras hasta su cuarto. A los pocos minutos apareció en el mío. “¿Vino la burra? ¿Le abriste a alguien?”. Puse mi mejor cara de estúpido para decirle que no. No volvió a mencionar el hecho hasta la semana siguiente, cuando en el mismo lugar en el que había dejado el catálogo, encontró una bolsita blanca con la crema ordenada dentro. Otra vez apareció en mi habitación. La escena fue idéntica. Yo jugaba a la Play, sentado en el piso, y me tapó el televisor, en bata, con el pelo mojado.
Mamá, en crudo y a medio vestir, impresionaba más que un monstruo. Todas las arrugas que no tenía en la cara estaban en el cuello. Parecía una cabeza cosida en un cuerpo viejo.
“¿De dónde salió esto?” me preguntó. Respondí levantando los hombros. Se alejó ofendida. Nada le molestaba más que mi falta de respuestas o, más bien, que estas sugirieran un misterio. Recibió sus cremas semanalmente. Descubrimos que un día comenzó a usarlas y hasta aumentó los pedidos. Mari Luz era puntual. Solo se atrasó una vez para mortificarla. No sé qué tenían las cremas, pero mamá se hizo adicta. Estaba rejuveneciendo.
Leandro Ávalos Blacha nació en Quilmes en 1980. Estudió Letras y asistió al taller de escritura de Alberto Laiseca. Publicó los libros Serialismo (Eloísa Cartonera, 2005), Berazachussetts (Entropía, 2007, ganadora del Premio Indio Rico de nouvelle cuyo jurado integraron César Aira, Daniel Link y Alan Pauls), Medianera (Eduvim, 2011) y Malicia (Entropía, 2016). Su última novela, Una casa de pie, fue publicada por Clase Turista.
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