Una de las líneas de fuerza de la generación más reciente de escritores, a nivel global, es el modo en que se ha transformado la vivencia de los afectos, la construcción de las relaciones de pareja y la adaptación a nuevos pilares acerca de lo que constituye la sociedad que pueden ser el feminismo y el modo en que la pujanza de este movimiento ha obligado a repensar la masculinidad. El reflejo de estas tensiones comunitarias y personales aflora en una serie de novelas que, dialogando con la gran narrativa decimonónica, proponen otro modo de vivir la pasión, la pareja y el ideal del amor. Mauro Libertella se incardina en esta corriente con este libro acerca de nuestro enfoque actual de las relaciones, que llega la semana que viene a todas las librerías y que ofrecemos a los lectores de penúltiMa por gentileza de su editorial, Sexto Piso.

 

¿Quién era el escritor que decía que cada existencia se reducía a un montoncito de secretos?

Amélie Nothomb

 

Nos conocimos una de esas noches calurosas y húmedas que definen el tono del verano de Buenos Aires. Llegué invitado a una fiesta en un departamento en un tercer piso, al que se accedía por una escalera angosta, y que daba a la avenida Córdoba; desde el balcón se veía la Facultad de Medicina y más allá las luces tenues de la ciudad dormida. Era una casa vacía, sin mesas ni sillas, las paredes raspadas con colores inciertos, la gente sentada en el piso tomando cerveza del pico, las botellas ahogadas entre hielos en la bañadera y apenas un sillón desvencijado que conquistaron los primeros en llegar. El tipo de fiesta en la que prácticamente nadie sabe bien dónde está ni quién convocó a toda esa gente que sigue y sigue llegando.

Yo iba con un grupo de amigos que aún se estaba formando; teníamos veintitrés años y llevábamos dos o tres saliendo casi todas las noches. Buscábamos siempre lo mismo: plazas vacías, departamentos vacíos, calles vacías. Nos perdíamos en la trasnoche porteña e íbamos a la deriva en ese calor onírico.

Ella –supe luego– llegó con una amiga, la única de la escuela secundaria con la que todavía se frecuentaba. Iba vestida con un pollera corta, de la que emergían unas piernas largas, y de su hombro colgaba una cartera de la que asomaba el borde superior de un libro. Ajena al resguardo de la propiedad privada, dejó abandonada su cartera en el suelo, contra un zócalo, y se perdió en el laberinto de esa pequeña multitud. Sigilosamente, me acerqué hasta ese bolso y pispié. Era un libro de conversaciones con Pedro Almodóvar, Un cine visceral. Guardé la información en algún lugar de mi memoria, consciente de que más tarde la podría usar como un tema de conversación, acaso de abordaje. Ella todavía no me había registrado, pero yo ya experimentaba el privilegio inaudito de estar manipulando lo desconocido.

Los minutos y las horas fueron discurriendo y el alcohol hizo su periplo por el torrente sanguíneo, contaminándolo todo de confusión y euforia. En algún momento de la noche, uno de mis amigos entró al baño y ella y su amiga lo emboscaron. Cerraron la puerta y estuvieron ahí adentro, los tres, durante diez o quince minutos. Él salió con los ojos empañados, obnubilados de delirio sexual. Sonrió con pudor y todos cabeceamos en silencio, como un equipo que festeja un gol luego de un partido largo y complicado. Ella, como una actriz de teatro cuyos movimientos han sido previamente coreografiados, se montó su bolso al hombro y se perdió.

 

 

Dos semanas después la volví a ver. Un amigo propuso ir a tomar algo a un pequeño bar con mesas en la calle y ahí estaba, con otro grupo de gente. Nunca supe si el encuentro fue casual o deliberado, pero rápidamente juntamos mesas y nos pusimos a conversar. Recién entonces –supe luego– me vio, en el sentido de que me registró. El movimiento natural de la gente que se para y va a rellenar su vaso a la barra, de los que acercan sus sillas a otras conversaciones, de los que se repliegan y se expanden, hizo que en cierto punto de la velada quedásemos uno al lado del otro. Entonces saqué mi carta maestra, esa que llevaba guardada en alguna zona de mi cerebro y le hablé de Pedro Almodóvar. ¿Qué le dije? No podría evocar las palabras exactas, pero sí sé que mentí con la alevosía con la que se miente en los primeros encuentros: me declaré un experto, un auténtico connoisseur, exageré el entusiasmo al punto de decir que su trabajo era para mí una tabla de salvación para tiempos oscuros y llegué a recitar –¡qué vergüenza!– un pasaje de alguna de sus películas. Funcionó. Pareció sorprendida, maravillada, ¿seducida? Sacó una lapicera azul y en una hoja de un cuaderno a rayas garabateó una lista de sus películas preferidas y luego la arrancó y me la ofrendó. La doblé en cuatro partes y la guardé en el bolsillo de atrás del pantalón, donde van las cosas importantes.

Me gustó de ella que tenía un toque naíf, una manera algo amnésica que al principio apenas percibí pero que con el tiempo iría confirmando. Se olvidaba rápidamente de los nombres y de las fechas, y supongo que ese calendario perdido le permitía vivir en un estado medio flotante, entre racional y volado. Miraba muy fijo a los ojos y tenía una risa fuerte, corporal (se podía ahogar riéndose). Me pareció también, en ese momento, que ella era muy consciente de que ese toque naíf era un arma poderosa de seducción.

Hacia el final de la noche, todos intercambiamos números de teléfono y nos empezamos a juntar. Era el verano de 2006.

 

 

En pocos días averigüé casi todo sobre ella. Trabajaba de noche como camarera en un bar de moda del barrio de Palermo, sobre la calle Armenia. Estudiaba Historia pero se estaba por pasar a la carrera de Letras, o ya se había pasado. Vivía con su madre y con su hermano pero se estaba por mudar a un departamento en Caballito. Quería tener un gato negro. Le gustaba el rock, las películas europeas, tomaba algunas drogas, podía hablar toda la tarde y bailar toda la noche. Había estado con una mujer, con algunos chicos.

Ella todavía no sabía nada de mí, pero en ese momento yo era esto: un pibe que había probado estudiar Derecho, luego Filosofía y que ahora se había instalado, de modo definitivo, en la carrera de Letras; un pibe que vivía con su madre y que salía todas la noches con sus amigos, básicamente a fumar porros en plazas; alguien cuyo padre todavía estaba vivo; alguien que tenía novia.

Todavía con la lista de películas pulcramente guardada en el bolsillo de mi pantalón, una noche tomé coraje y pasé por el bar en el que ella trabajaba. Siempre le tuve pánico al momento de encarar a una mujer. Quizás por eso estuve con tan pocas. Es un miedo al rechazo, al ridículo, a la frustración, a todo eso junto. Sabía, eso sí, que era importante mostrar aplomo, naturalidad. Luego de unos minutos de vacilación, hice mi ingreso como si estuviera distraído, como si nada hubiera sido orquestado y mis pasos respondieran a la vieja consigna de «vi luz y entré». En una reacción paradojal, ella se sorprendió pero también me miró con la certeza de quien sabe que eso iba, tarde o temprano, a suceder. Su media sonrisa decía: Yo te traje hasta acá, vos pensás que hiciste un esfuerzo enorme y que tomaste una decisión valiente, pero yo te traje hasta acá. Por supuesto, tenía razón.

No hablamos demasiado. Le dije que andaba por ahí y que justo me acordé de que ella trabajaba en ese lugar, así que decidí entrar a decir hola. Ella sonrió y me dijo que esa noche estaba ocupada, pero que otro día me iba a llamar. No me dijo cuándo, ni para hacer qué, y nos despedimos. El encuentro no duró más de dos minutos, pero salí a la calle mareado, como si me hubiera tomado un trago largo de un alcohol de altísima graduación.

Caminé un par de cuadras hasta la plaza de Armenia y Costa Rica y, entre los árboles y la enorme fuente de agua, divisé a tres de mis amigos, que tomaban una cerveza en uno de los bancos. No fue una coincidencia extraordinaria, de esas que forzarían el verosímil para darle a esto el aura de novela: siempre estábamos ahí. Todavía bajo el efecto de los dos minutos que acababa de vivir, les conté lo que había sucedido y su reacción no fue la esperada. Ya pasaron más de diez años de todo esto, así que mis recuerdos no son tan nítidos, pero diría que se produjo un silencio incómodo, hubo voces que carraspearon, miradas que buscaron asilo en el suelo. ¿Qué había pasado? La respuesta es evidente, aunque yo entonces no lo veía: entre esos tres amigos estaba el que había entrado con ella al baño de esa fiesta en la que la vi por primera vez. Algo estaba mal en todo eso. Algo, diríamos, se empezó a romper esa noche, aunque todavía faltaba mucho.

 

 

El patio de la Facultad de Filosofía y Letras era un lugar al que en ese tiempo recalábamos todos los días, y lo hacíamos con un sentido personal de la épica, como si nos hubiera sido dado proyectarnos, por gracia de un mago todopoderoso, a los mismísimos jardines del ágora. La generación de mis padres tuvo el café La Paz, el bar Moderno, el Instituto Di Tella; nosotros, más modestos, ya en un mundo roto, tuvimos el patio de Puan. En términos arquitectónicos y paisajísticos, el lugar era horrible: puro cemento, pintadas ilegibles en las paredes, gris sobre gris sobre gris. Un cuadrilátero donde la gente se juntaba a emitir monólogos exagerados y a fumar tabaco armado. Si levantábamos la cabeza para mirar el cielo, nos interrumpía un enrejado blanco, de función incierta, aunque alguna vez alguien me aseguró que esas rejas estaban ahí por si alguien se tiraba desde las ventanas de los pisos superiores. Una suerte de red en el aire, para que el potencial suicida no lastimara a los estudiantes que parloteaban en los bancos de la planta baja. Me sonó un tanto inverosímil, pero de ese tipo de relatos, también, estaba hecha la época. Una época de transición entre dos siglos, entre un mundo analógico y uno digital, entre el mundo de los trabajos estables y el de la precarización. Una interzona donde todo estaba mutando, aunque todavía no nos dábamos cuenta.

En distintos momentos entre las cinco de la tarde y las diez de la noche, me dejaba caer por ese patio para ver qué estaba sucediendo. Nunca pasaba nada, pero siempre pasaba algo. Quizás una semana después de ese encuentro en la plaza, me lo crucé ahí a ese amigo que había estado con ella en el baño de la fiesta. Su nombre era Manuel (escribo en pasado porque ya no somos amigos). Nos sentamos en uno de los bancos de cemento y conversamos. Los dos somos o éramos tímidos y más bien de pocas palabras, así que la charla no fue precisamente fluida. Él era un hombre de gran inteligencia emocional, al que le gustaba el pop clásico (Nunca hubo ni habrá una banda como los Beatles, repetía a veces como un mantra, como una letanía) y tocaba la guitarra con talento (su fuerte era el rasgueo). Luego de algunos minutos en los que posiblemente hablamos de Abbey Road o del Álbum blanco –¿cuántas veces se puede hablar de lo mismo?, ¿cuántos rincones inexplorados admite un mismo tema?–, él se puso «serio» y me dijo que me quería preguntar algo. Fue un intercambio torpe, entrecortado, infinitamente incómodo.

–Sí, decime.

–No, bueno, te quería preguntar si a vos te gusta Leticia, si estás interesado en estar con ella.

–Bueno, no sé. ¿A vos?

–A mí sí me gusta, por eso te pregunto.

–No, obvio, todo bien. Podés estar con ella, claro. No hay problema.

En ningún momento se mencionó el hecho de que yo tuviera novia, como si esa información ya se hubiera empezado a disolver en mi propio relato. Así se zanjó el asunto. En ese acto solemne, suerte de rito protocolar sin escribanos ni testigos, él dijo que iba a hacer lo necesario para tratar de estar con ella y yo aseguré que me retiraba del juego. No hizo falta cerrar el acto con un apretón de manos que sellara su carácter sacramental. Fin del asunto.

 

 

Los tiempos se aceleraron y la relación entre Manuel y Leticia se consolidó. Era raro, había un punto incómodo en todo eso, y sin embargo estábamos todos contentos por él. Se pueden tener sentimientos contradictorios, en disputa; no solo es posible, es inevitable; casi toda la vida, de hecho, es eso: una batalla muda entre hipótesis encontradas que nos habitan, una guerra civil de bolsillo. Luego de esas semanas en las que había vivido fuera de foco, aproveché el nuevo escenario para volver a concentrarme en mi relación de pareja.

Fueron años interesantes. Ya no éramos adolescentes pero no nos sentíamos adultos, y en esa especie de vacío todo estaba más o menos permitido. ¿Salir hasta las cinco de la mañana un día de semana cualquiera? Claro, por qué no. ¿Cambiar de pareja, cambiar de carrera, cambiar de casa? Desde luego. Era la época previa a los grandes arraigos (la convivencia, los hijos, el trabajo en relación de dependencia) y esa volatilidad, que en otro momento puede ser la causa de terribles angustias, a los veintitrés años era un cheque en blanco que, si usábamos con un mínimo criterio, luego nadie nos cobraría.

Mis amigos optaron por la modalidad de vivir en casas comunitarias y se mudaron de a cuatro o de a cinco a departamentos y PH que a las pocas semanas se convertían en salas de ensayo, en fumaderos, en cines clandestinos, en casinos en miniatura. El aire impregnado de un extraño delirio. Yo siempre tuve una inclinación más solitaria y, aunque los visitaba prácticamente todos los días, sabía que ese tipo de rutina, con picos de intensidad social cotidianos y una alta dosis de imprevisibilidad, no era tolerable para alguien de mi temperamento. Hoy, que ya han pasado más de quince años de todo esto, todavía me descubro, de tanto en tanto, añorando ese desparpajo, ese elogio de la improvisación.

El grupo de amigos era una unidad férrea, en apariencia indestructible. Pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos pasar: no estábamos más horas juntos porque el día tenía un límite. Vernos era parte de una práctica cotidiana, pero también de una especie de ética, un dogma privado de cómo estar en el mundo. Nos queríamos muchísimo.

¿De qué vivíamos? Juro que no lo sé. Hago un esfuerzo por reponer la información y creo que yo entonces trabajaba como freelance en revistas y suplementos culturales. Estaba empezando a escribir de manera regular y supongo que no hacía falta demasiado dinero. Vivía con mi madre, tenía todos los gastos básicos cubiertos por ella, estudiaba en una universidad gratuita y mis salidas eran espartanas.

Un día cualquiera podía ser esto. Despertarse hacia el mediodía, encender la computadora, leer por arriba los diarios, los mails, las novedades. Hacia las dos de la tarde, un desayuno-almuerzo, y luego salir a buscar un café con una mesa libre contra la ventana (siempre es recomendable ver cómo se desplaza la calle mientras uno está quieto en una silla de madera) para trabajar un poco. Luego, hacia las seis de la tarde, una hora de colectivo hasta la facultad: clases, conversaciones en el pasillo, humo y café en vasos descartables de telgopor. Y a la noche, juntarse con amigos hasta las tres, hasta las cuatro de la mañana. Una auténtica Rueda de Virgilio, que pasaba del drama a la comedia, del sol furioso al silencio de la alta noche.

Fue ahí, en esas casas compartidas, donde empecé a ver a Leticia cada vez más seguido. A veces iba con mi novia, aunque en general caía solo; ella siempre estaba con el suyo, que vivía en una de esas casas. Los primeros meses nos evitábamos, escapábamos uno del otro y si nos cruzábamos en la misma sala, en la misma mesa, un antiguo pudor postergaba cada frase que decíamos. Ella estaba empezando una nueva vida con él. Sin embargo, yo me daba cuenta de que estaba atenta a mis movimientos, a mis palabras, y por supuesto que a mí me sucedía lo mismo: no daba igual si ella estaba que si no.

Manuel, reservado por naturaleza, no nos contaba demasiado sobre la evolución de su noviazgo, pero al año aquella ya era una pareja afianzada, sólida. También mi propia relación de pareja seguía su curso, pero algo no estaba bien. El aguijón ya estaba clavado y el veneno de Leticia llevaba un año esparciéndose por mi cuerpo, y es muy difícil estar en pareja con una persona cuando otra ya te dejó la marca de los dientes en el cuello.

 

Mauro Libertella (Ciudad de México, 1983) creció y vive en Buenos Aires. Es autor de los libros de narrativa Mi libro enterrado, El invierno con mi generación y Un reino demasiado breve, y de los títulos de no ficción El estilo de los otros y Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero. Su obra ha sido publicada en Argentina, España, Chile, Colombia, Costa Rica, México, Holanda e Italia. En 2017 fue seleccionado por el Hay Festival como uno de los 39 mejores escritores de ficción latinoamericanos menores de 40 años.