Alfredo Pippig es una de esas figuras esquivas y casi olvidadas de la cultura argentina. Traductor de Kafka, pintor, ni siquiera es posible encontrar a día de hoy imágenes o retratos suyos en el aparentemente infinito, aunque gracias a figuras como él claramente limitado, archivo de datos de Internet. Augusto Munaro, pertinaz buscador de figuras desconocidas, se acerca al que considera su libro más redondo, y uno de los más inhallables: El almirante.
Isla (1946, Acanto), de Pippig, había sido recomendado por un jurado que integraban, entre otros, Borges, E. Martínez Estrada y Enrique Amorim. Cuentos de Pippig aparecieron en Ficción, Sur, La Gaceta de Tucumán, etc; algunos se reunieron en tomo: La resurección de X. X (1943, Saeta). En cambio, pertenecieron inéditas tres novelas: El caracol, El Starbar y La veranada. Pippig tradujo a Kafka para Emecé (La muralla china) y como pintor expuso en el Salón Nacional y en los de Santa Fe, Mar del Plata, etc. Solía viajar mucho –Patagonia, la Puna, Misiones, Antofagasta– para atender el oído, según decía. Además era un erudito, pintor (sus óleos merecieron varias distinciones), periodista, músico, y aficionado del ajedrez… pero poco y nada más se sabe de este singular autor.
Bioy Casares lo aborrecía por un anécdota delicioso. Según nos revela su extenso Borges, Pippig habría escrito Isla (1946) plagiando parcialmente su argumento, para así aprovechar su éxito de La invención de Morel. Lo cual revela un lado algo paranoico de Bioy, pues, nada más alejado de Morel que la nouvelle existencial de Pippig, quien vivió parte de su vida en El Bolsón, de espaldas al mundillo literario de entonces. En los años setenta tuvo su mayor momento de “visibilidad”, a través de dos prescindibles novelas publicadas por la casa editorial Sudamericana: Moradas/50 (1975) y El reina del mar (1979), para hundirse, ya más tarde, en el más abyecto de los olvidos. Falleció hacia fines de los años 80. Hace años, Edgardo Cozarinsky, con Galaxia Borges, lo compiló allí, forzando cierta asociación borgeana. Pero son estos ocho extraños trabajos de El almirante los que mejor ilustran su singular y diferenciada mirada. Un estilo peculiar, que pendula entre la digresión (al mejor estilo de Arturo Cancela) y la fábula alucinatoria (Kafka, Buzzati). Sus brotes de invención radical por momentos recuerdan un poco a Felisberto Hernández –vía su maestro, Jules Superville– (“Manos”), o al posterior y demasiado autoconsciente Felipe Polleri (“El nido”), en el sentido de demorar su mirada en objetos, o situaciones cotidianas para dislocarlas y hacerlas ligeramente surreales. Toma una idea, y con ella avanza progresivamente, distorcionándola hasta volverla absurda. Este procedimiento tiene raíz en un una idea metafísica que parece haberle obsesionado: conisderar al hombre como un ente condenado al aislamiento.
Bizarro, de fuerte sesgo introspectivo, es su relato “El almirante”, donde alcanza su máximo potencial imaginativo. Un viejo marino disciplinado recuerda su prolongada vida rodeada de sus trastos marítimos. Los años pasan, treinta, cuarenta más, rodeado de un séquito de médicos. Ya casi de 150 años de edad, se hunde en una especie de estado ambiguo donde “desaparece la diferencia entre vivos y muertos”: la senilidad en su total esplendor. Tras 75 años de servicio, el almirante es el último testigo de un tiempo ido, enfrentando así, la soledad de la vejez. Apenas ya camina. Para desplazarse utiliza un catalejo y como se le cansaban sus brazos hubo que montarlo a un trípode. Detalle grotesco, de gran expresividad dramática. Ya nadie parece comprenderlo, nadie conecta con sus vivencias al mando de cruceros acorazados. “Yo ya no conozco la cara de ustedes, ustedes no entienden mi idioma. Están muertos, como están muertos el patriotismo, las actuales naves y el ministro de marina”, afirma no sin un dejo de nostalgia. Su vida se limita sólo a respirar y, a la mucama, que le administra la papilla que ingiere con harto trabajo. Sus trofeos se pudren, sus barcos se hunden, todo se desintegra, y él, con ellos. Debe, pues, resignarse al paso inclemente del tiempo. Una atmósfera alucinante, como de imágenes exaltadas, transfiguradas por un soñador en estado de gracia. Las escenas concisas, aunque surreales, permiten desplegar una imaginación inusual, muy a contramano al realismo imperante de entonces en Argentina (Kordon, Wernicke, Manauta, Fernando), o la especulación conjetural metafísica (del binomio Borges-Bioy). Resulta recurrente, además, la idea de la alienación como producto del aislamiento (un meticuloso y programado destino). Claro ejemplo es “Salmón a la otomana” donde un pintor hermitaño se va encerrando paulatinamente en su mansión abandonada para concluir una serie de autorretratos infinitos. La misma idea lo retoma luego –algo cambiada– “En la madera”, al plasmar a un hombre abandonado al exigente arte del ebanismo. En ambos casos, el artista arrebatado que sacrifica su vida a cambio de ese ideal puro, inalcansable: la verdad absoluta del arte.
Con una prosa austera, ajena a todo fácil efectismo, Pippig nos muestra un mundo peculiar, con reglas propias que el lector deberá ir descubriendo y asimilando poco a poco. El formato de edición llamativamente angosta del libro hace la experiencia de su lectura aún más rara. Su estilo no ha dejado continuadores y es hoy uno de los autores argentinos más relegados de la segunda mitad del siglo XX.
Augusto Munaro nació en Buenos Aires en 1980. Es narrador, poeta, traductor, editor, y periodista. Publicó más de treinta libros, entre ellos Cul-de-sac (2011), Gesta Cornú (2013), Islandia (2015), A la hora de la siesta (2016), Celuloide (2017), El busto de Chiara (2018), Las cartas secretas de Georges de Broca (2019), Los soñantes (2019), El rapto de Helmut Kelsen (2020), Ficciones supremas (2021), La casa flotante (2021), y La mansión púrpura (2021).
La fotografía que ilustra el texto es de René Koster.
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