Regresa a estos pagos el amigo Guillermo Cerceau, que ya ofreció a nuestros lectores hace un tiempo una muestra de su producción. Regresa, como es habitual en él con una muestra humilde y al mismo tiempo de amplio espectro, de sus textos, que evidencian tanto las raíces de su formación como el contexto de creación actual en el que han sido escritos. Y, como siempre, especialmente pensados para lectores audaces como los de penúltiMa.
Lo que queda
1
Después de muchas horas de lluvia y viento el aire queda cargado de una especie de niebla que, casi invisible, se deja sentir no a través de los ojos sino de la piel, de los músculos que se contraen involuntariamente para defenderse del frío, aunque es en el ánimo donde esa presencia húmeda, incómoda, casi viscosa, se hace más intensa. Es el alma la que se contrae, como los músculos, como las manos cuyos nudillos duelen; el alma se empequeñece, se distancia de sí misma para hacerse más sensible a lo que la rodea: el frío y la humedad entumecen la mirada pero aguzan la memoria: todas las lluvias, todos los momentos de fragilidad o indefensión, los realmente vividos y los imaginados, todas las soledades y los abandonos, todas esas despedidas inútiles, evitables, forzadas por la estupidez o la falta de amor (muchas veces, por la barbarie acumulada de los otros, de los que tienen la fuerza) tienen el mismo sabor, la misma carga pesada de impedimentos, de obstáculos imprevistos, de frenos, de rozamientos, de resistencias. No deja de ser asombroso que esa inmovilidad parcial (el cuerpo permanece en su lugar, pero los ojos van y vienen en sus órbitas y el cuello tiene cierta libertad de giro) sea la que permite (impone?) una capacidad de penetración de la realidad, sobre todo de su lado más elusivo para la razón cotidiana.
2
En una hoja arrancada a un cuaderno escolar, arrancada con fuerza o apuradamente, porque el borde izquierdo muestra las irregularidades de un corte descuidado, nos dejó esta carta breve y que sin embargo exige horas y horas de lectura intensa y cuidadosa. Digo que nos dejó, ese “nos” sospechoso que me incluye, y sé que se trata de un abuso de la confianza que uno tiende a pensar que le sido otorgada por el azar del hallazgo: quien encuentra algo siente, sin ninguna justificación y, sin embargo, con cierto derecho afectivo, que ese algo o, mejor dicho, que esa casualidad de que ese algo se encontrada en su camino, dentro del cono imaginario de su mirada, le confiere derechos. Por ejemplo, en el caso de una carta, el derecho de leerla y, al leerla, por la propia lógica del acto de leer, a sentirse interpelado. Palabras que no eran para mí se convierten, en el acto de leerla, en efecto para mí: me son dirigidas, me interpelan, me exigen y me obligan a responder, aunque sean respuestas silenciosas o, mejor dicho, atisbos de respuestas, como solo puede serlo cuando desconocemos todo excepto esa parte ínfima de una pregunta que es su expresión escrita. Solo el “verdadero” destinatario conoce los contextos, las connotaciones, los significados privados o circunstanciales que frases o palabras tienen o tuvieron en un momento y que, ahora, están irremediablemente perdidos.
En prácticamente todos los casos, leer correspondencia ajena es, por decir lo menos, una falta de respeto; puede ser una grave ofensa y hasta un delito. Pero una carta encontrada en las ruinas de una casa abandonada hace décadas, la antigua residencia de aquellos extraños que un día partieron sin despedirse o que poco a poco se fueron muriendo con discreción y que solo eran nombrados cuando algún vecino presenciaba, casi por casualidad, el paso de un modesto y discreto cortejo funerario. Esa carta de nadie para nadie ya no es un mensaje ni una súplica ni una despedida sino un pedazo de papel indistinguible de cualquier desperdicio. Cualquiera lo hubiese recogido y colocado en una bolsa de basura; tal vez el viento lo hubiera arrastrado hasta esos lugares secretos en los que los vientos acumulan las cosas que luego el tiempo desintegra suavemente. No hay geniza para las cartas de nadie.
3
Pero he pasado casi una hora bajo este toldo refugiándome de una de esas cataratas celestiales que golpean como piedras, que no solo mojan sino que lastiman, entumecen, nos recuerdan toda la vulnerabilidad con la que la Madre Naturaleza nos inviste a diario. Muchas veces, tras un prolongado aguacero, nos enfermamos, ya sea de gripe o de tristeza, o de ambas. Me encorvo y me abrazo a mí mismo, casi con vergüenza, porque no quiero que la torpeza corporal que me imponen el agua y el frío me haga caer al suelo, impedido de resistir la fuerza del viento. Entonces, viendo hacia el piso, descubro la carta, misteriosamente seca, casi invitándome a que la recoja y la lea, tal vez incluso a que la responda. Así son las cosas: nos invitan o nos exigen, a veces nos imploran, sin importarles si somos o no capaces de complacerlas. Por eso son cosas; de lo contrario serían predicadores religiosos o políticos aviesos.
4
La letra, casi escolar, es la de una persona de poca educación. Las vocales redondeadas con esmero, la casi milagrosa presencia de los puntos sobre las íes y, lo más extraordinario, sobre las jotas: se trata sin duda de alguien de otra época, cuando la educación, aunque poca, era exigente y se esmeraba en los detalles. La ortografía es mala mas no ofensiva y la redacción tiene esa exactitud cortante de la simplicidad, de la falta de adorno, de la conmovedora claridad de un sentido preciso y auténtico. Se trata de una mujer, de hecho, de una madre. Hay exigencias y recomendaciones a una hija, hay revelaciones frente a las que el voyerista involuntario que soy se enrojece y se conmueve. Hay una pureza de expresión que solo es posible en esa mezcla de ingenuidad, ignorancia estilística y la amargura que traen los años, sobre todo los años de la pobreza y de la soledad, esos que transcurren demoliendo las ilusiones de la juventud, inclementes y efectivos.
Leo con detenimiento. Solo una hoja de cuaderno, un solo y elongado párrafo en el que una vida parece rendir cuentas, como una conciliación bancaria en la que todo se explica, excepto por el hecho de que nada realmente se explica. Quienes podían comprender todas las resonancias de estas palabras simples no están y posiblemente, si estuvieran, serían acaso capaces de comprender el fondo último de una vida, la suma de sus determinaciones, que no es sino una manera complicada de decir, la suma de enormes tristezas, pocas alegrías, y un largo discurrir de monotonías indistinguibles las unas de las otras, olvidadas en la memoria mas no en el cuerpo? Una vida es, al fin de cuentas, eso y solo eso. Los poetas o los científicos, los políticos y algunos narcisistas sin profesión, están convencidos de que sus vidas son mucho más que eso. Creen, prisioneros de la estupidez de sus almas pequeñas, que alguien será capaz de leer sus cartas cuando se hayan ido (sean estas epístolas, poemas, o conciliaciones bancarias, videos, posts de Facebook o what-not).
5
Esto es lo que queda. No mucho más. Está claro que en algunos casos hay una herencia que repartir, que puede constar de propiedades y dinero o solo de unos cuantos libros y otros objetos menos dignos, pero detalle más o detalle menos, una vida puede ser resumida en un párrafo, escrito a mano, en una hoja de cuaderno escolar. Resumida, se entiende. No explicada ni justificada, mucho menos juzgada. Eso y no otra cosa es lo que queda y queda por poco tiempo, hasta que lentamente, como su antiguo poseedor, va perdiendo sustancia y es llevada por el viento a ese lugar que ya mencionamos. Queda, por decirlo así, un rato más. Un poco más. Solo un poco.
6
Uno siempre miente, no necesariamente para engañar o hacer daño; a veces se miente para poder hablar con libertad. Conocí a esta señora. Vivió por años muy cerca de mi casa. Supe mucho de su vida y de la de sus hijas. Supe de su historia lejana, en la vieja Europa. Muchas veces, al pasar frente a su ventana cuando llegaba del colegio, me saludaba con un gesto. Intercambiábamos los saludos rituales y superficiales que la educación nos impone. En una oportunidad me invitó a pasar -era un día de lluvia, de esa fina llovizna de los inviernos- y me convidó café con leche y unas galletas que había horneado ella misma. Me mostró fotos antiquísimas de su familia (yo era un adolescente, toda fecha anterior a mi infancia pertenecía a la antigüedad lejana). Uno por uno me nombraba a sus tíos, familiares lejanos, vecinos que habían perecido en una de las tantas tragedias de esas tierras lejanas. La verdad es que pude descifrar, comprender y responder, aun si en silencio, a todas y cada una de las preguntas que directa o indirectamente emergían de aquella carta, cuarenta años después. Por eso dije que uno miente.
Extiendo la mano
Todos cultivamos ilusiones y construimos mundos ideales que se nos presentan como sólidos, coherentes y amplios, donde nos refugiamos en los momentos más difíciles de la vida y muchas veces, como un ritual, antes de dormirnos: evocar una ilusión puede ser tanto un escape como un consuelo, es decir, un acto de cobardía o una caricia del alma. Una ilusión, lo sepamos o no, contiene una hebra de esperanza, una promesa de que algo, o todo, puede ser mejor o más próximo a los deseos, aún aquellos empeñados en lo imposible. No se trata de un plan, de un camino o de una serie de episodios que de cumplirse nos colocarían en medio de una verdad, como cuando caminamos entre los árboles y tropezamos con un limonero:
Vedi, in questi silenzi in cui le cose
s’abbandonano e sembrano vicine
a tradire il loro ultimo segreto,
talora ci si aspetta
di scoprire uno sbaglio di Natura,
il punto morto del mondo, l’anello che non tiene,
il filo da disbrogliare che finalmente ci meta
nel mezzo di una verità.
Eugenio Montale, I limoni
Este noble árbol no es un signo ni un espejo de nuestros sueños, puesto que no se trata de un proyecto elaborado con razones sino de un mundo imposible en el que la imaginación ha remendado sus defectos y anulado sus vacíos. Por eso mismo ese estar en medio de una verdad no puede hacerse realidad y todo intento en ese sentido produce terribles decepciones: no hay realidad sin fisuras, es decir, no hay realidad que carezca de una invitación perentoria a elaborar ilusiones.
Una ilusión menos irreal, que más que abarcar un mundo se relaciona con un hecho puntual de ese mundo, un objeto lejano, una puerta cerrada o una cara que no se digna volverse hacia nosotros y mirarnos, sin embargo, es otro tipo de ilusión, una que sí podemos alcanzar si tenemos el pulso y la paciencia necesarios. Esta micro ilusión puede precipitarse a la realidad y hacerse efectiva sin perturbar el mundo más de lo que cualquier hecho fortuito lo hace. Por ejemplo: desde hace mucho deseo tocar ese cuerpo, tocarlo, quiero decir, entrar en contacto con él por un brevísimo instante, no manosearlo ni mucho menos abusarlo. Una ilusión que cultivo noche tras noche, antes de quedar sumido en la oscuridad del sueño. Se trata, me digo, de estirar suavemente el brazo, como si fuera a tocar el botón del ascensor y en ese trayecto, rozar su cabello con mis dedos. Ella ni se daría cuenta.
Pero he aquí que la triste realidad, más temprano que tarde, se encarga de decepcionarnos. Los humanos, y esta categoría incluye a las mujeres, muy a pesar de aquellos que pretenden redimirlas de las miserias de la especie, los humanos estamos amarrados a la realidad del mundo: la gravedad nos precipita continuamente hacia el suelo, ese lugar más bajo de todos los lugares que nos permite o nos obliga a mirar para arriba. Caer es también descubrir las alturas que se nos superponen y contemplar esa mezcla de cielos, astros lentos o fugaces, torres de viviendas o de antenas y por supuesto, aquellos como nosotros pero más altos que nos hablan con cierta condescendencia. Esa ilusión puntual de tocarte, aunque sea por un brevísimo instante, es decir, de inscribirte en el círculo de mis posibilidades, esa impotencia disfrazada de sueño o de esperanza se hace trizas contra el suelo, el duro e inamovible suelo que nos sostiene.
Pienso, tal vez sin tener derecho a ello, que el escepticismo y el pudor de Montale tienen algo que ver con esta inevitabilidad del suelo. Claudio Magris en Utopía y desencanto, lo describió así: era impersonalidad, recato, pudor, escepticismo y autoescepticismo pagano, distancia, sobriedad, rigor ceñido hasta la sequedad de sus huesos de jibia secos y deshidratados (…). Descripción ejemplar, sintética, profunda, en los límites del epigrama, de una fuerza y capacidad de convicción inigualables.
La poesía y los fantasmas
Olvidemos los clásicos, a quienes las supersticiones de sus tiempos les impedían comprender cabalmente las muchas diferencias entre la vida y la muerte y dejemos de lado la mal llamada literatura popular, que explota los resortes instalados en una imaginación empobrecida y pensemos solamente en la literatura llamada moderna. Parece una exclusión extrema pero, estoy seguro, no se requieren muchos argumentos para convencernos de que los fantasmas de Homero o de Virgilio o esa figuras que, idénticas a su existencia física, no son otra cosas que sombras, como en Dante o en Shakespeare, son de una naturaleza completamente diferente a los fantasmas de Joyce, Eliot o Rilke (no menciono a los muertos deformes, a los cadáveres espantosos y malignos, a los demonios de los folletines porque carecen de méritos literarios y son como una pornografía del miedo). Los ángeles extraviados de las Elegías de Duino o la madre perdida de Stephen Dedalus no aparecen en la literatura para asustar o impresionar ni para satisfacer un tópico ni porque se correspondan con las creencias de sus autores. Son las voces verdaderas de los que se han desvanecido en la oscuridad irreversible de la muerte y que tienen, a pesar de su desaparición, algo que decir, algo importante, muchas veces con su sola aparición, sin necesidad de palabras.
Tal vez el modernismo, que produjo sus mejores creaciones en tiempos de muertes masivas y atroces, solo concibió al fantasma que regresa como el eco o la estela de la muerte. No olvidemos que la modernidad expresa y propicia el triunfo de la racionalidad más esquelética con el auge simultáneo y casi frívolo del ocultismo.
¿Y si en vez de muertos pensáramos en todos los ausentes, en los que ya no existen pero también en aquellos que están lejos? En ese caso el fantasma no sería el residuo ectoplasmático y casi ficticio de una vida que cesó sino más bien una forma difusa de presencia, una modificación de la sustancia a medio camino entre la presencia y la ausencia.
¿Qué es una presencia? Una modalidad del ser en la que se reorganiza la jerarquía de las facultades del alma: la vista y la imaginación ceden su primacía al tacto, al olfato, a la percepción del calor corporal, en diversos grados de intensidad e inversamente proporcional a la distancia entre los cuerpos, como la gravitación. Ser capaz de tocar, realmente o como una posibilidad cierta, de abrazar, de intercambiar la sensación recíproca de cercanía, aun si todo esto sucede de manera vicaria, como cuando lo hacen otros por nosotros en el cine o en la literatura, pero también en los recuerdos compartidos, eso es la presencia del otro. La ausencia, obviamente, es la imposibilidad de estas y otras formas de comunicación corporal.
El fantasma de los poetas, cuando no es un mero artilugio decorativo o la inclusión obligada de convenciones literarias sino la forma en que el desaparecido de este mundo puede continuar hablando, como si se tratara de una carta viviente o un holograma, solo que apagándose asintóticamente hasta encontrarse con el olvido, es hoy para nosotros, cuya tecnología ha barrido la huella de mitos, demonios y espectros, un personaje casi ridículo.
Pero bastaría unos pequeños cambios en un poema para que el fantasma fuera también un mensajero (un ángel, como en Rilke) de quienes no están cerca para que el personaje recupere no solo su dignidad y su credibilidad, sino fundamentalmente su capacidad de conmover.

brGuillermo Cerceau (Argentina, 1957) es escritor y conferencista. Desde 1973 ha vivido fuera de su país, principalmente en Venezuela, Estados Unidos, Bélgica y Holanda. Ha publicado varios títulos de ensayos breves, entre ellos Equivalencias, Teoría de las despedidas y Oculta tu rostro. Su más reciente libro es Fotografías imaginadas y otros encuadres (2019), una meditación personal sobre el sentido de la fotografía.
La imagen que ilustra los textos es del renombrado fotógrafo colombiano Leo Matiz.
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