Una novela es movimiento. Una de las paradojas de la narrativa es ese, proporciona la sensación de movimiento. O, mejor dicho, le entrega al lector la sensación de que algo sucede, de duración, y para el lector es algo asumible porque también él debe destinar un determinado lapso de tiempo a la lectura. Es complicado transmitir la sensación de estatismo cuando uno debe estar 24 o 48 horas leyendo (horas de lectura reales), para completar la lectura de un libro. Por eso, cuando la narración se detiene hay siempre una sensación de extrañeza, de cierta expectativa. La narrativa ha decidido usar esos momento de muchos modos. Pero siempre son idóneos para la recapitulación, para la reflexión, para la descripción. O, por ejemplo, para lo que hace Javier Sáez de Ibarra en este capítulo. Lean, lean.
Llegaron muchos autocares formando una única fila que avanzaba dando tumbos por un camino inexistente de tierra. Por fin, se detuvieron a unos ciento cincuenta o doscientos metros de las vías. La tripulación del tren había querido preparar el trasbordo de manera civilizada: haciéndonos salir al pasillo de uno en uno y de vagón en vagón para que cada cual tuviese tiempo de recoger su equipaje. Abrieron las puertas de todos los coches y, cuando los conductores de los autocares llegaron, nos exigieron a los viajeros que saliéramos ya con lo nuestro. Hablaban un idioma incomprensible, nos daban órdenes que nadie se atrevía a desobedecer. Así que los viajeros empezaron a bajar como buenamente podían; pero se quedaban junto a las puertas del tren, sin atreverse a hacer nada. El sol era aplastante; y el viento, más suave que por la noche, aún nos azotaba las manos, los ojos, la ropa. Recuperé mi maleta y, con el bolso al hombro, me coloqué en la puerta de nuestro vagón, entre Franklin delante y Elena. Me ofrecí a prestarle ayuda. Llevaría mi equipaje hasta el autocar y volvería a acompañarla con el suyo. Aceptó, diciendo que intentaría bajar.
Avancé haciendo rodar mi maleta por un terreno impracticable, el bolso me pesaba muchísimo; el centenar de metros o los que fueran se me hicieron eternos. Al llegar al vehículo, un hombre no paraba de ordenarnos a cada uno una cosa. No sabía si aquel era el nuestro. Franklin, sin vacilar, había introducido su equipaje de un empujón en la bodega y se había metido en el autocar por la puerta que tenía más cerca. Me quedé inmovilizado. El conductor se me acercó al momento, frenético, abría desmesuradamente los ojos y sudaba: tenía la frente empapada y los sobacos de la camisa sucios. Tiró del asa de la maleta que tenía en las manos y de un envión la levantó y la introdujo también en el portaequipajes; seguido me señaló-arrebató el bolso de viaje del que me deshice dudando, temeroso y sin poder recapacitar; se había inclinado, lo puso dentro, se incorporó y me señaló la entrada. Luego se olvidó de mí, llamando a otros. Me desconcertó tanta urgencia. “Están locos”, pensé,” estos hombres”.
Me volví hacia el tren, entrecerrando los ojos para que los granos de arena no me hiriesen. Traté de distinguir a Elena mientras me acercaba. Decenas de personas iban bajando y avanzando en distintas direcciones, hacia donde les habían indicado o hacia donde les parecía, sin orden, casi en una desbandada discreta, como de gente educada. Los conductores y lo que parecían sus ayudantes, vestidos con camisas azules, todos mayores, calvos o gruesos y la piel tostada, moviéndose entre nosotros, vociferando ahora en su lengua indescifrable parecía que nos pastoreaban. Me pregunté si lo hacían para librarnos del sol y del viento o porque en esa misma jornada tendrían que ir a atender a otros viajeros, quizá a un lugar aún más lejano. Me apresuré también yo, de pronto contagiado por el nerviosismo de ellos, y casi corrí hasta el vagón. Por el camino iba Samuel, hablando en un inglés mediocre a uno de los tipos de los autocares, que porteaba sus bultos. “El nuestro es aquel de allí”, le dije. Me hizo un gesto amistoso y siguió caminando.
Cuando llegué al vagón, no había nadie. La puerta estaba abierta, subí y la llamé. Pero no me respondió. Caminé por el pasillo del vagón hasta la puerta del otro extremo; los compartimentos se encontraban vacíos ya. Desde el pescante, miré en todas direcciones. Me dio por pensar que se había quedado con el joven; ya había sucedido otras veces. Algo de arena se me metió en los ojos. Maldije mi suerte y salté al suelo. En vano me frotaba para aliviarme. Eché a andar hacia donde estaban los autocares, sin verla, sin ver nada. A mi lado pasaron algunas personas, con las mismas dificultades que yo. La confundí con una chica que llevaba una chaqueta, me acerqué hasta que descubrí mi error. Veía mal. El sol y el viento nos castigaban; el mismo tren había quedado varado en medio de la nada, como afectado por dos enemigos que, colándose por sus rendijas y golpeándolo después de muchos días, hubieran acabado por derrotarlo.
Sólo podía volver. Confié en que hubiese obedecido las órdenes y nos encontráramos en el mismo autocar.
Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen Salvaje, El Cuaderno, Quimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.
Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.
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