Me van a permitir que me ponga un poco espléndido y les hable de la sorpresa como la esencia misma del acto literario. Pero no para la industria, aunque viva de ellas, esa idea de la sorpresa que se convierte en un nuevo autor de éxito, ni siquiera para el lector, que no hace sino deleitarse cuando un libro o un autor lo sorprenden, acaso un de las sensaciones más placenteras de la vida de lector, la de descubrir de modo inesperado un nuevo amor (literario). No, me refiero a una cosa mucho más esencial, que acaso solo tenga sentido o sea comprendido por el que escribe: la sorpresa íntima que se produce cuando un texto nos lleva a un sitio que desconocíamos, que no esperábamos, cuando un texto propio parece ajeno a nosotros mismos. Es lo más parecido a la mística que he conocido. Solo por eso merece la pena escribir. Y leer, claro, leer un texto lleno de recovecos y sorpresas como esta novela de Javier Sáez de Ibarra.
El ruido que no existe cesó, o se enfrió; el movimiento imperceptible que nos acompañaba desapareció. Así que todo el esfuerzo que sustentaba el viaje se había esfumado por como una línea delgada y después el vacío. Por eso, de inmediato, se escucharon voces, ruido de pasos, jaleo: los que estaban despiertos con la sensación de haberse quedado solos en medio de la nada. El tren, quiero decir, y yo no me había percatado en mi sueño, se había detenido antes de tiempo.
Aparté la cortinilla, me esforcé por abrir los ojos y, a duras penas, divisé un terreno que me pareció oscuro, ondulado y yermo, sobre el que, no obstante, sí, parecía que se arrojaba una luz lateral, del sol que venía a visitarnos. Pensé, fue así, instintivamente: “Maldita sea”. Me tumbé en la cama de nuevo, queriendo dormirme enseguida y que todo volviera a ponerse en marcha como antes. Necesitaba descansar unas horas, según lo previsto. No tener que empezar otra vez, otro día ya truncado en estas condiciones. Pero ¿cómo había ocurrido? En una máquina moderna. “Maldita, maldita sea”. Estaría Elena durmiendo aún. No se movía. Oí más voces. ¿Cuánto tiempo llevábamos parados? Pero ¿nos habíamos detenido por completo o se movía un poco? No pude resistirme a averiguarlo. Volví a mirar por la ventanilla: sí, detenidos del todo. Sería una escala técnica. No, en medio del campo, no… Más vueltas le daba, más veía que era para no aceptar lo evidente. Una avería o que el conductor se había muerto de pronto. Casi deseé que fuera esto y hubiera quien pudiese sustituirlo… ideas absurdas de la madrugada.
No sé en qué momento pasé del lecho al suelo; me puse una bata, comprobé que Elena dormía aún y recorrí el pasillo. Samuel o alguno de los otros también se había levantado, sus cortinas estaban descorridas y pude ver las sábanas apartadas. Algunas cabezas se asomaban, nos preguntábamos unos a otros sin hablarnos o con voces carrasposas y antipáticas. “¿Qué pasa?” “El tren se ha detenido”. “¿Alguna avería?” “Eso tendrá que ser”. “¿Qué haces aquí? Vuélvete a la cama”. Alguien se había reído. Siempre hay alguien que se divierte con las desgracias de otros… “¿Se puede salir?” “Pues no sé”. “La puerta está bloqueada”. “¿Usted cree que está bloqueada?” “¿Podemos salir?” “No sé, dicen que la puerta está bloqueada”. “¡Qué va a estar bloqueada! Hay que empujar nada más”. “No sé si dejarán salir”. “¿Y si arranca de repente?” Se iban reuniendo algunos viajeros y ya estábamos con los debates y las dudas.
Alguno, el decidido de turno supongo, tiró fuerte de un asa de emergencia y consiguió que se abriera una puerta exterior. Ni miró a los que estábamos aglomerados en el pasillo, echó el pie adelante y desapareció. Sólo uno más fue tras él. “¿Entonces se puede bajar?” “¿Y para qué vas a bajar, Carlos?” “Llevamos dos días aquí metidos, para tomar un poco el aire”. De pronto aquella razón parecía la más convincente de todas a los de la asamblea. Un hombre no descendía porque forcejeaba con su mujer. Los demás, pese a todo, preferíamos la opción prudente de esperar a que alguien del tren nos informase. “Por lo menos, podían encender las luces”. “¿Para qué?, hay gente durmiendo”. “Pues que se despierten, que se lo van a perder”, saltó otro con guasa y se bajó también. El aspecto de humorada que había tomado el tren hizo que cada cual optase por lo que más le apetecía. Otros, que habíamos esperado más rato, nos fuimos decidiendo a probar también. Cuando me llegó el turno, vacilé. “Vamos a echar un vistazo”, me invitó un tipo que iba detrás de mí. Y descendimos.
Soplaba un aire terrible, muy cálido y seco, que me pareció extraño al ser de noche. No sé por qué había imaginado que en la oscuridad hasta los fenómenos naturales quedarían en suspenso. El viento nos golpeaba y me sacudía la bata levantándola por debajo y abriéndomela como si quisiera llevársela. Había que caminar dándole la espalda para que los corpúsculos de arena que llevaba no nos entraran en los ojos. Así que íbamos todos en dirección a la cabecera del tren, unos bien pegados a los coches, caminando sobre las piedras, y otros menos, más audaces, por el campo mismo, alejándose de él. Yo también me separé unos cuantos pasos, animado por su ejemplo. Desde ahí se veía el cuerpo del tren quieto, con unas luces tenues dentro, que inevitablemente sugerían la enfermedad o la muerte de la enorme máquina. “Este no anda más”, me dijo el tipo de antes como si adivinara mis pensamientos. “¡No!” exclamé. Y me hizo gracia ese optimismo.
Ciertamente, estaba afuera. El lugar era inhóspito; la noche empezaba a abrirse por un lado, pero por el opuesto todavía enfrentaba su violenta solidez. Salvo el tren, no había dónde refugiarse. Piedras, arbustos que no me llegaban a la cintura, tierra seca, ni rastro de caminos. Y el horrible viento que no cejaba de empujarnos. Uno no tendría otra palabra para calificar aquello que “lo salvaje”. Me sentía expuesto a un poder furioso que se negaba a aceptarnos allí y hacía lo imposible por expulsarnos, o herirnos. Pensé que con un viento así, constante, y una noche como aquella… que si esas fuerzas no cesaran durante un día entero, cualquier hombre se volvería loco. En cambio, la seguridad de tener allí el tren hacía que la fiereza de aquel lugar resultara un motivo de alegría. Un motivo de entusiasmo extraño, diría mejor. Vi a un chico corriendo. Otro saltaba para que alguien lo viera del otro lado de la ventanilla. Parecíamos verdaderamente ya unos locos, a los que se hubiera dado un respiro antes de encerrarnos para siempre.
Anduve centenares de metros, no me quedaba mucho para la cabecera cuando sentí que mi marcha no tenía ningún propósito. Todo seguía igual. El tren parado, las luces sofocadas del interior, el silencio bajo los embates del viento, la gente sola y nadie que diese una instrucción. Algunas puertas se abrían y algunos pasajeros descendían. Aunque, visto el tamaño del tren, éramos los menos. La mayoría se había quedado dentro durmiendo o a la espera de las órdenes pertinentes. Sentía el deseo de volver al vagón y mirarlo desde fuera. Fue una idea tan sin motivo como la de avanzar; así que me di la vuelta y tomé el camino inverso. Ahora tenía el viento de cara; sentía más vivamente su potencia, como las ganas antropomórficas de derribarme; conque tenía que hacer el esfuerzo consciente y constante de luchar contra él. “Te voy a ganar”, casi estaba tentado de pensarlo. A ratos debía volverle el rostro porque era como si me abofetease; me aseguré la bata con el cordón, se la llevaba de verdad. Avanzaba a duras penas buscando los números en la parte inferior de los coches. Con la dificultad de las piedras, que se me clavaban bajo las zapatillas. Si antes tenía que evitar el empujón que me hacía andar más aprisa; ahora, luchaba con el aire desatado que me dificultaba dar un paso. “Viento maldito”. Increíble que no aflojase un momento. No había interrupción ni tregua. Todo el rato la misma palabra, por expresarlo así. Monótono, emperrado, iracundo.
Hasta que llegué a la ventanilla de nuestro vagón-dormitorio. Me detuve resistiendo los embates, tan molestos en el perfil de la cabeza y en las pantorrillas. Me apantallé los ojos para distinguirla. No había manera. Era divertido, me apetecía de pronto que me viese allí fuera, que fuese testigo nada más que por serlo. Pero yo no la veía. Si se hubiera despertado, seguro que se habría asomado también al vidrio y me habría hecho alguna seña. Debía de estar dormida aún, con todo lo que había tomado… No se veía nada. Apoyé la mano sobre el cristal buscando que ningún reflejo me impidiese la visión. Así tampoco. Era lástima. Después de haber salido… Lo intenté algunas veces más. Incluso di unos golpecitos en la ventana; más fuerte, me parecía infantil. Definitivamente, no.
Me di la vuelta y contemplé la oscuridad en su retirada. Serían las cinco, las seis… Amanecía. Aquel paraje despiadado iba a llenarse de luz, aunque se resistiera… Ya venía el sol. Sin embargo, el viento, el viento, cálido, dañino. El viento…
Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen Salvaje, El Cuaderno, Quimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.
Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.
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