La literatura es humilde. Es algo curioso, porque muchos no parecen darse cuenta de ello. Como ven, a veces, en la televisión, en eventos, a escritores que no son humildes, piensan que la literatura no lo es. Y, sin embargo, esos escritores no humildes, que pueden ser arrogantes o no pero que casi siempre son estúpidos, porque el altivo es siempre estúpido, están usurpando, acaso contaminando, la literatura. La literatura es humilde o no es literatura.  Es otra cosa, y puede tener la escritura, o el lenguaje, como soporte, pero no es literatura. Los discursos de los monarcas no son literatura, por ejemplo, son altivos, son estúpidos. La literatura no entiende de jerarquías, y por eso es siempre humilde, que es el modo más sencillo de ser siempre elevada, que no altiva, magnífica y no soberbia. La literatura se hace con los materiales más sencillos y baratos: abra la boca, diga palabras, de ese mismo material está hecha la literatura.

 

¿Qué quería yo? ¿Qué quería yo?… Esa era la cuestión; esa la actitud: el reconocimiento. ¿Tan difícil me resultaba contestar? ¿Podría responder la pregunta antes de que ella volviese? ¿Lo sabría antes de que el viaje acabase?

Aquella mujer sincera, buscapleitos, caprichosa, imprevisible, maniática y enferma era madre de un hijo del que ahora decía que quería desvincularse, si no lo entendí mal, a causa de la impresión que le había producido la cabeza cortada de un pájaro falso que algún chiflado le había puesto en una maleta…

Cada aspecto de lo que estaba sucediendo –y que yo había vivido sin demasiada sorpresa–, cada detalle, mirado de cerca, resultaba absurdo. Sin embargo, que así fuera no tenía la menor trascendencia. ¿Por qué? Porque lo que en definitiva estaba en juego era la relación que había surgido con aquella mujer, en aquellos momentos y en aquellas circunstancias; y, en consecuencia, qué iba a suceder durante las horas siguientes entre nosotros. Todo lo del encuentro con su hijo, el viaje, su flirteo con el joven que la había acompañado a la enfermería o las atenciones hacia los demás podía considerarlo irrelevante o dejarlo para después. Pensar eso me descansó.

Sin embargo, desde su punto de vista, ella me había concedido una oportunidad que yo había malogrado; ahora su hijo aparecía con toda la fuerza, causante de un dolor que se había traducido en una extraña enfermedad, y con todo, acababa de ofrecerme una nueva posibilidad de ser alguien. Un alguien no definido aún. Pero qué, qué hay comparable a un hijo.

Ella tenía entre sus dedos una balanza. Sobre uno de los platillos se encontraba el hijo (y lo que eso quería decir: la presencia de un hombre, un compañero al que no había citado ni una vez); en el platillo opuesto me veía a mí, sentado, esperando o, torpe, saliéndome de mi lugar, casi al borde a punto de caer… ¿hacia dónde se movería el fiel?, esto es, ¿hacia dónde lo movería ella? ¿Y cómo debía actuar yo?

“Acaso, ser más amable”, me dije, “y dejar que el tren siga su curso”.

Después vi que ella volvía; se detuvo junto a los asientos de Samuel y otro hombre. Se pusieron a hablar animadamente, en especial el negociante.  “Acaso ser más amable”. No tardé mucho en decidirme; me levanté con humildad para reunirme con ellos. Ya sabía que mi acción tendría para Elena y para Samuel distintos significados. Estaba decidido a no competir, obedecía a mi deseo de charlar cerca de donde se encontrara aquella mujer.

 

– ¡El señor Sélon! –me anunció mi compañero de juegos–. Lo creíamos desaparecido –se burlaba a placer–. ¿A qué se debe esta visita?

 

Más perverso de lo que me había imaginado. La “visita” indicaba la casa: la casa era la mujer y la cama; él resultaba el marido y yo, el vecino molesto. Haber desaparecido durante ese tiempo de la enfermería me convertía poco menos que en un tipo raro, un inmaduro; en tanto a ellos dos, por el plural de “creíamos”, los volvía una familia: Samuel, el padre; ella, de nuevo, la madre. Mi cabeza daba vueltas de infelicidad. No me ayudó Elena, que permanecía rígida, no sabría decirlo, ¿cómo podía mirarla sin despertar sospechas?

Se rieron. Entonces yo abrí la boca:

 

– No puedo separarme de ella. –Y la bomba explotó.

 

No explotó nada. Ella hizo un ruido de sofocada sorpresa. Él tomó distancia. No ocurrió nada malo. Supongo que el tren siguió corriendo con sus docenas de ruedas y el tiempo nos llevó más adentro. Me había transformado en una silueta de cartón que alguien podía derribar de un puntapié o apartar con delicadeza, que no les importaría. Él sabría exclamar, posiblemente. “¡Oh!”; ella no intervino, de modo que yo, definitivamente en campo abierto, continué: “así que me la llevo…” –tomándola del brazo– “si me lo permite”. Me miró Elena, obligada a elegir una de las dos únicas opciones.

 

– Mejor voy a sentarme –se justificó ante ellos, ante mí también–, estoy todavía cansada.

 

Se soltó de mi brazo.

Nos dimos la vuelta. Yo les dije: “hasta luego”. Se despidieron y la seguí. Era cosa de metro y medio cuando Elena se volvió ligeramente para decirme unas palabras que no pude entender. Me arrimé más a ella; sin embargo, no añadió nada; y, aunque necesitaba saber qué había sido, no me atreví a preguntárselo.

 

Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen SalvajeEl CuadernoQuimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.

Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.