Piglia, retomando la idea de Borges, decía que toda la literatura puede leerse como un policial, o, acaso sería mejor decir, toda la literatura encaja con las funciones del policial. Pero es que podemos ir más allá y considerar que toda la vida tiene estructura de policial, al menos desde la perspectiva occidental en la que se establecen causalidades. Si hay un efecto es porque hay una causa que lo provocó, luego hay responsable/culpable de ella. Es un misterio que flota en la literatura desde hace tiempo y que no termina de desvelarse. Sáez de Ibarra se acerca aquí a ese curioso mecanismo.
De pronto, se sacudió la apatía:
– ¿Sabe por qué me he enfermado?
– No.
La pregunta me resultaba extraña.
– Por abrir la maleta. Ya sabe a cuál me refiero, a la que nos entregó un hombre de la compañía al subir.
– ¿A usted se la dieron? A mí también; pero no crea que a todos –le aclaré.
– ¿No siente curiosidad?… Esta mañana temprano, antes del desayuno, fui al portaequipajes. La maleta que me dieron es pequeña. La abrí. Y lo que vi me puso enferma.
Tenía las manos en el regazo; las había movido para acompañar su exposición y ahora descansaban ahí, abatidas, antes de que su revelación las impulsase o no.
– Es una maleta que supuestamente sirve para cubrir nuestras necesidades durante el trayecto, o algo así le entendí al hombre. No le dé importancia. La mía la he dejado…
– La abrí. Dentro había algo horrible. Un pajarito. Un pajarito decapitado.
– ¿Un pajarito? ¿Sin cabeza?
– Luego me di cuenta de que no era de verdad; sólo una imitación.
– No entiendo, ¿por qué alguien va a poner un pájaro muerto de juguete ahí para molestarla?… No haga caso de estas bromas. Le aconsejaría que pusiera una reclamación.
Me interrumpió otra vez:
– ¿Por qué es tan negativo? –y se tomó su tiempo–. ¿No comprende que se trata de una señal?
Lo negué. Argumenté que las maletitas las entregaban al azar: le había tocado esa del pájaro como podían habérmela dado a mí.
– Ninguna tiene el menor significado –afirmé.
– ¿Cómo está tan seguro? –me desafió.
– En mi vida, un pájaro de plástico sin cabeza no quiere decir nada. Y pretender eso es ridículo.
– Todo depende –respondió–. Depende de con qué profundidad viva usted su vida.
Me pareció una frase tópica que valía para justificar cualquier cosa. Ahí volví a convencerme de que Elena se encontraba de verdad enferma, psíquicamente, quiero decir. Lo que ocurría era que su manera de hablar tan resuelta lo obligaba a uno a aceptarlo y responder en serio…
– A cierta profundidad –me replicó–, todas las conexiones posibles son reveladoras.
Me tomé unos segundos para evaluar dónde nos encontrábamos, qué quería decirme, qué responder.
– Sí, son posibles todas las que a uno le dé la gana –protesté.
– Precisamente por eso. En principio las posibilidades de relacionar a una persona con un objeto son infinitas. Ahora bien, si de todas las relaciones posibles, nosotros establecemos sólo unas y descartamos otras –por la razón que sea–, es porque esas relaciones tienen valor. ¿Entiende?
No estaba seguro. Sin embargo, yo quería que me dijera lo que pensaba ella del caso concreto.
– Puede usted relacionarse con una regadera, un paraguas, un balneario, el color rojo, Tánger…
– Ya, ya.
– Entonces, cuando esa posibilidad se vuelve real –porque usted la toma en consideración– es porque le revela algo. En caso contrario, no aparecería siquiera. Como en los sueños. No son arbitrarios, usted sabrá de eso. Lo que aparece en ellos manifiesta un sentido para nuestra vida. Pues igual ocurre durante la vigilia: los vínculos y las asociaciones que uno encuentra en la realidad, en la imaginación, en los encuentros con otra persona: todo eso también. ¡Todo tiene significado!
Vi su júbilo al decir eso desde el interior de su debilidad, si es posible hablar así. Temí encontrarme ante una optimista incorregible. Iba a molestarla, pero se adelantó a mis intenciones.
– Que tenga sentido no significa que ese sentido sea necesariamente bueno. Sólo que es revelador. Que no es insignificante y merece que lo tomemos en cuenta.
– Ha sido una casualidad lo del pájaro; quiero decir, si le hubieran entregado cualquier otro objeto, usted sacaría conclusiones muy diferentes.
– Claro, y hablaríamos de otra cosa. Pero a mí me ha salido un pájaro sin vida y sin cabeza.
Continuó:
– Cuando lo vi, entendí. Esa persona con la que voy a encontrarme ya no existe para mí. La ilusión que despertaba se ha perdido, no puedo sostenerla más. Se ha desprendido lo que me unía a ella; ahora tengo que buscar una alternativa –y empezó a enredarse en su propio discurso, sentí que desentendiéndose de mí–: si tuviera mis pinceles; necesitaría mis óleos, debía haber viajado con ellos, este viaje es tan importante…
– Entonces esa persona –me atreví a intervenir–: esa persona, ¿es el pájaro?
– ¡No! El pájaro soy yo. Que tengo que deshacerme de una cabeza vieja. Esa persona es mi hijo.
Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen Salvaje, El Cuaderno, Quimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.
Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
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Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
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