La diferencia entre fabular y narrar, que tanto preocupó a los formalistas rusos, es sencilla de explicar si uno busca un buen ejemplo. La costumbre que tienen, que tenemos, muchos de imaginar vidas ajenas, de quedarse contemplando a alguien con quien nos cruzamos por la calle y poder trazar todo un retrato de esa persona, de sus usos y costumbres, de sus miedos, de su pasado, es la condición de la fábula. Contar eso por escrito o de viva voz sería ya narrar. Javier Sáez de Ibarra, como quien no quiere la cosa nos ofrece un ejemplo idóneo de todo esto en este capítulo de su novela por entregas.

 

El hecho de no estar sentado a la mesa junto a ella tenía, claro, su ventaja y su inconveniente. Prefería la ventaja, consistente en poder observarla con más facilidad. Todos estaríamos de alguna u otra manera conmocionados por su media declaración, eso imaginaba; o quizá proyectaba sobre ellos mis propias emociones. Era espontánea su cortesía; exhibía sus buenos modales de persona viajada y gusto acendrado, no podía encontrar en ellos un solo gesto corriente; aunque tampoco resultaba estirada (lo que no le aguanto a nadie). Sentía que nos miraba y escuchaba a cada uno casi de igual manera, en un reparto de segundos al que estaba obligada por la circunstancia de ser la única mujer, como había dicho el otro; creía, sin embargo, que a mí me dedicaba menos atención, quizá porque ya nos conocíamos, mientras que a los otros los escuchaba con esmero.

No podía dejar de pensar en sus palabras; una declaración en toda regla: “no estoy casada”; un enigma: “una relación muy profunda”. Lo profundo es una categoría que siempre he admirado, aunque detesto a sus primos: lo retórico, lo solemne, lo pesado, lo estéril, razones por las que a menudo he preferido castigarme a mí mismo callando sobre mis cosas. La mención a esa relación, era obvio, retenía el impulso inmediato de ligar con ella; la confidencia de no estar casada, en cambio, azuzaba nuestra curiosidad sobre su vida, puesto que nos había dejado entrever su intimidad. Ella accedía a que procurásemos ser sus amigos por un tiempo, durante el viaje. ¿Era eso lo que buscaban sus gestos cálidos, sus palabras, su sonrisa frecuente, sus ademanes libres? ¿Era toda esa mujer una flor de múltiples brazos abiertos, capaz de recoger frutos de los lugares más apartados? Una flor que, no vayamos a confundirnos, puede cerrarse de improviso; como ocurrió, por ejemplo, con el golpe maestro de la “y” final, que no enganchó a nada, pero de la que no parecía responsable, cuando había sucedido como si el peso de la revelación subsiguiente no pudiese ella soportarlo en aquel trance.

Hubo algo de hermoso en verla brindar con los otros y divertirse en el centro de la mesa.

 

Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen SalvajeEl CuadernoQuimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.