Los traductores son determinantes para la difusión de la cultura pero, ¿hasta qué punto se están convirtiendo, también, en jueces y críticos? Sobre el proverbial sentimiento de inferioridad de los países latinos y las consecuencias de delegar la difusión de las obras en las traducciones gira este texto.
En un artículo publicado recientemente por Enrique Vila-Matas en el diario El País cita una anécdota protagonizada por Pierre Michon y uno de sus traductores, Wyatt Mason, que este último relata en un artículo publicado en The New York Review of Books. Por resumir la anécdota para los que la desconozcan, parece ser que, tras un inicio de relación más o menos entusiasta por parte de Michon cuando él era un novicio traductor que había estudiado en París y buscaba autores desconocidos que verter al inglés, las cosas se agriaron con el tiempo hasta culminar en una escena bastante subida de tono en medio de un restaurante que sirvió como broche final a su relación como autor y traductor. Parece ser que Michon, cuyo prestigio nacional e internacional no había cesado de crecer a lo largo de los diez años en que se llevaban tratando, no estaba ya contento con el nivel de las traducciones de Mason, y se lo hizo saber de un modo un tanto violento en medio de una comida en Nantes. Allí, armado con un cuchillo con el que le apuntaba, le espetó: «Tú eres un traductor aceptable. En realidad, no. Eres bueno. Pero Vidas minúsculas es un texto excepcional. Y necesita un traductor excepcional. ¿Comprendes?» Ante la incapacidad de contraargumentar nada por parte del traductor, el escritor francés terminó de asestar la puñalada verbal: «Ni siquiera has descrifrado el texto». Y tras dejar caer el cuchillo sobre la mesa le exigió que le permitiera salir. (Una petición perfectamente comprensible para cualquiera que haya estado en un bistró francés y haya comprobado el modo en que se exprime el espacio disponible en el local, hasta el punto de que a veces hay que ponerse de acuerdo con el desconocido sentado en la mesa de al lado para no cortar la carne al mismo tiempo.)
Estos hechos sucedieron, por lo visto, hace ya casi quince años, en 2003, y efectivamente tras este desencuentro Mason no realizó más traducciones de Michon. Eso no le ha impedido escribir un artículo hace poco más de un mes para la revista neoyorquina donde enfatiza en la relevancia de la obra de Michon para entender su posición en la literatura francesa actual. Y, sobre todo, termina expresando su sorpresa ante el hecho de que, tras nueve libros traducidos al inglés, Michon siga siendo un desconocido fuera de Francia, y presume que acaso ni él ni sus sucesores han sabido transmitir la excelencia estilística de Michon. Como Vila-Matas, que lo explicita en su artículo también, lo que más me pasma, como sucede siempre que uno lee las revistas literarias estadounidenses o charla con personas pertenecientes al mundillo editorial, es su absoluta incapacidad de estar al tanto de lo que sucede más allá de sus fronteras. El narcisismo anglo es, más allá de una característica habitual de su cultura, su gran lastre. El problema es que a veces pareciera que ese lastre se nos impone al resto del planeta y no parecemos chistar al respecto. Michon no es sólo un autor renombrado en Francia, lo es en medio mundo, y lo es gracias a las traducciones que se ha hecho de su obra, tanto al español como a otras muchas lenguas. Algo parecido sucede, sin salir de Francia, con Quignard, gran desconocido en los USA pero que ha sido profusamente traducido en Argentina, España y México, sin ir más lejos.
Sorprende no tanto la ceguera gringa, basta con pasar una temporada en el país para observar que ni los noticieros televisivos ni la prensa escrita le dedica especial espacio a lo que sucede más allá de sus fronteras salvo que les afecte de modo directo o esté protagonizado por Israel o los países donde se encuentre enclavado el «Eje del mal» del momento, como el servilismo con que se aceptan los juicios que parten de una parte del mundo tan profundamente desinformada. Suele incluso ponerse como ejemplo de minoría culta y al tanto de lo que sucede en el mundo a la élite académica del país, donde se presupone que sí están informados de los avances intelectuales que se producen en otras latitudes, pero nada más alejado de la realidad. En el terreno de las disciplinas científicas duras la lengua franca es ya el inglés, y por lo tanto el saber está sometido a sus reglas y sus inflexiones, y de hecho hay voces que alertan ya del desarrollo de un inglés académico, meramente funcional, que está corrompiendo la esencia de la lengua inglesa. Uno puede suponer una queja similar por parte de los grandes autores latinos que veían como su flexible sintaxis se simplificaba y fosilizaba o su variedad casual se convertía en una univocidad en manos de los extranjeros a los que obligaban a usar su lengua o de los ciudadanos del imperio que no habían tenido la posibilidad de educarse en las escuelas a las que sólo tenía acceso la clase alta. Ese sermo vulgar, como lo llamaron entonces, que era el habla destinada a servir como germen de todas las lenguas romances.
Más terrible parece que la presencia de departamentos dedicados a otras lenguas siga sin suponer la garantía de la difusión de sus culturas dentro del mundo académico norteamericano. Sobre todo debido a la endémica sensación de inferioridad en lo tocante a los textos teóricos. Los profesores latinoamericanos no tienen empacho en decir que las traducciones de los post-estructuralistas al inglés son mejores que las realizadas al castellano, por ejemplo, o se les llena la boca sobre la escasez de versiones en inglés de los textos de Benjamin que están editados casi al completo en español. Esto es: no es sólo que la obra del alemán haya sido más profusamente traducida a la lengua de Cervantes, o que la lengua de Moliére se asemeja más a la de Borges que a la de Shakespeare y, por lo tanto, es más sencillo hacer una traslación ajustada de su pensamiento, ni qué decir tiene en el caso de, por citar a otro de los referentes actuales, de Agamben, ya que el italiano es también mucho más cercano por ser lengua romance. No, el problema tiene mayor enjundia, es que ni siquiera entre los hablantes de la misma lengua se producen casi citas de autores no traducidos. Un caso paradigmático es el de Didi-Huberman. Hace ya bastantes años que en todo el mundo se ha convertido en un referente intelectual, y sigue siendo prácticamente un desconocido en los Estados Unidos y las referencias a su producción escasean. ¿Por qué? Sencillo, apenas ha sido traducido. Hace poco más de un mes L’ image survivante, acaso el trabajo más notable internacionalmente en la línea de la investigación de Aby Warburg ha sido finalmente traducido al inglés. Veamos cuánto tarda en convertirse en el «nuevo» referente de los estudios visuales en la academia estadounidense.
Lo más dramático, en todo caso, no es tanto que el trabajo de otras culturas no se difunda por falta de traducciones como que el estudio de dichas tradiciones culturales esté comenzando a estar mediatizado por la existencia o no de dichas traducciones. Cada vez más departamentos de literatura española y latinoamericana trabajan sobre traducciones, los programas de las asignaturas ofrecen lecturas en inglés y, por lo tanto, la percepción de las producciones locales está mediatizada por lo que ha sido traducido. Los ecos de la traducción de Zama al inglés son más que evidentes al respecto. ¿Realmente necesita una figura como Antonio Di Benedetto el refrendo de cuatro profesores universitarios en los Estados Unidos y un par de periodistas para que sepamos lo que desde siempre hemos sabido? ¿Tienen que venir a explicarnos que se trata de uno de los autores fundamentales para entender no solo la literatura argentina o la escrita en castellano sino la literatura, sin más, del pasado siglo?
Por estos, y otros motivos, hay que comenzar a meditar en las verdaderas implicaciones que tiene el acto de traducir, dejar de pensar que es un mero ejercicio de transmisión cultural para entenderlo en todo su alcance, atendiendo a circunstancias mercantiles, sociológicas, políticas e, incluso, estratégicas. Hay que comenzar a traducir el verdadero sentido de la traducción, porque una cosa es traducir y otra es traducir. Lo engañoso es que usamos siempre la misma palabra para hablar de ambas realidades, y pensamos que no necesitan traducción alguna.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su publicación más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países además de una digital de alcance global. Otros de sus libros son Mezclados y agitados o El sabor de la manzana. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
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