En penúltiMa nos gusta estar abiertos a lo desconocido, a lo nuevo, incluso en la medida de lo posible servir como trampolín para voces nuevas o menos conocidas. Por eso nos alegra mucho cuando llega un texto al correo de la revista de modo espontáneo con un texto que merece la pena compartir, como este  cuento inédito del ecuatoriano Carlos Vásconez, con el que dejamos a nuestros siempre inquietos lectores.

 

Podría asegurarse que Claudia tenía como costumbre encender la luz para no ver las cosas. Esta sensación paradójica se daba porque en la oscuridad hallaba aliadas notables que la hacían sentirse como una planta exótica en tierra caliente. Era una muchacha de las sombras y por eso la travesura era parte consustancial a ella.

-Esta vez te ruego que no me mientas –la voz de su padre era categórica, igual a la voz del director de su escuela que también era igual a la del conductor del noticiero que veían a diario. Las dos voces, de su padre y del director Ayala, eran solo un reflejo inconsciente de su héroe particular, a quien no dejaban de ver, pasara lo que pasara, a las seis y treinta de la mañana, a las veinte y a veces en funciones especiales.

Ella se encogió de hombros. Sabía que aquello irritaba sobremanera a su madre, pero su madre estaba preocupada en acariciar y mimar a su florero. Para la señora de García decir Tripaldi, que era la marca italiana, significaba algo así como decir “ocaso bermejo en una playa palaciega a falta de tres copas de la embriaguez total”.

-Pues bien, entonces sabrás explicarme quién lo rompió. Y te juro, por la Santísima Virgen María, que si no me lo dices de inmediato no volveré a confiar en ti jamás.

Eran palabras vacías, las había oído antes, pero para jugar, para ampliar la perspectiva de su diversión, señaló lo único que tenía en la parábola de su visión: a su oso Adolfo.

La historia del oso Adolfo era sencilla. Regalo de una Navidad olvidada. Al comienzo era cualquier cosa. Con el tiempo, ella lo amó a escondidas, encomendándole así su equilibrio emocional. Dormía con este todas las noches. Rezaba con él, juntándole las manos y haciéndole que le pida a Dios en nombre de ella por todos sus seres amados. Era pardo, un grizzly, redondo y peludo y que botaba muy bien contra la pared y la puerta cuando le daban arranques de cólera. Luego lo tiraba de la cola y lo acunaba.

-O sea que fue Adolfo.

Su padre odiaba ese nombre. “Ya nadie llama así a sus críos. Adolfo (se le hizo un nudo en la garganta) significa guerra”. A Claudia eso le importaba lo mismo que un charco de agua que no reflejara sus gracias. Era la primera vez que lo decía. Los nombres eran todo para ese señor que cuidaba su bigote y que si esta vez adoptaba una pose vehemente fue por el deplorable día que había pasado.

Claudia lo vio ponerse de pie. Limpiarse las manos con una servilleta de tela. La puerta estaba lejos pero en una notable demostración atlética, su padre recorrió el trayecto en dos zancadas, no sin antes asir al felpudo de una oreja y retarlo con energía. Su padre no sabía cómo, pero recordó, sin necesidad de encender una sola luz, dónde estaba el tendedero de trapos lavados. Cualquiera de las dos habría dado un ojo ante quien hubiese dicho que él sabía que siquiera existía el tendedero.

La madre sollozaba en una esquina. Estaba desparramada ahí, como un árbol que se limita a ser un árbol. Acariciaba a la porcelana quebrada como si de una lámpara mágica se tratara y estuviera en medio de un profundo pedido de deseo, que se restaure y le devuelva así la paz, tenía a su mirada fija en las flores regadas en el piso.

Claudia no vio cómo su progenitor tomaba dos pinzas de tender la ropa. No vio cómo le propinó dos nalgadas al oso Adolfo, sí escuchó el sermón: “¡Eso no se hace!” No vio las primeras gotas de lluvia que lo empaparon esa noche. Solo vio cómo regresó su padre convertido en alguien amoroso, cómo consoló a su mujer, con besos en la frente, cómo se acercaba a Claudia, y, con parsimonia, le susurraba al oído:

-Ahora sí va a aprender ese granuja.

Nunca antes había visto con esos ojos color miel cómo su padre, Silvio García, cobraba una talla angelical así ni había oído aquella extraña voz impersonal que pudo, por primera vez, inyectarle a su alma una incurable soledad.

Esa noche no durmió, Claudia, y no lo hizo porque no rezó, y no rezó porque no contaba a su lado y para una perfecta comunicación con el instrumento que transmitía mejor que ella su mensaje. Temió por sus padres, por su propia existencia, por las calificaciones del día siguiente, y aunque hubiese esperado todo lo contrario, empezó a temblar de modo que una sensación de temblor recorrió cada madera y ladrillo de la casa, lo que equivocaron sus progenitores por una cosa inexistente que se les dio por denominar electricidad sexual. Claudia no se atrevió a ir al rescate del oso Adolfo, pero le bastaba con saberlo ahí, a la intemperie, desprotegido aparte de castigado, colgado de las orejas, en un perpetuo tirón de aleccionamiento, le bastaba con imaginarlo tiritando y despreciándola en secreto para tener tanta lágrima que tragarse que no le cabía en el estómago, causándole una serie de retortijones que no se atrevió a expresar. Jamás lo hubiese hecho. No podía permitirse que sus padres la descubrieran vulnerable, no podían presentir que ella era la culpable, y menos que lo admitía, porque, muy en el fondo, de verdad y aunque sea por un momento llegó al convencimiento de que el oso Adolfo había sido el motivador de su malicia, la que la llevó a empujar, intencionalmente, al florero, porque aquellas flores le resultaban insoportables. Pensó con insistencia que solo una persona culpable no defendería a un inocente. Se levantó tres veces y fue a la tercera que llegó hasta la puerta del cuarto de sus padres. Habría empujado, como siempre, pero la solemnidad del caso le aconsejó que lo mejor sería anunciarse. Lo detuvo en seco, mano en alto, acercando sigilosamente la oreja  a la madera curada y blanca de la puerta, boca y ojos abiertos a la par, una serie de gemidos que le evocaron a un grupo de palomas que comen a rabiar, sin recordar que ya están satisfechas. Regresó a su habitación. Quizá batió algún récord de contener el aliento, pues en toda esta operación apenas si exhaló e inhaló una vez. La hiperventilación tampoco le sirvió para dormir.

Fue su primera noche en vela. El silencio era absoluto, pensó que el silencio es una raíz cuadrada de sí mismo, porque volvió a escuchar y oyó más silencio. El oso Adolfo no se quejó en toda la noche. Ella debía estar a su altura de valeroso, pensó. También pensó que sus padres eran unos cretinos, en especial él, y que si no se dio cuenta que quebró el florero para que él preguntara por la procedencia de las flores era que se lo merecía, todo.

Pero no Adolfo, él no lo merecía. Halló alguna justificación en las enseñanzas religiosas en el colegio de monjas. El oso Adolfo ahora era un mártir. Además de dedicarse a la oración y la contemplación, y ser el más alegre, risueño y complaciente camarada, ahora era la víctima de una injusticia, que ni la buscó ni la esperó, que sucedió según los propios acontecimientos. Tampoco es que este pensamiento le dio calma por mucho tiempo. Durante esa mañana ideó varios planes para liberar a su compañero, sin embargo se contentó, y mucho, con la idea de que los dos monstruos con quienes vivían ya habrían tenido misericordia del pobre osito y lo habrían devuelto a su lugar de privilegio en la almohada de su lecho, que es a donde pertenecía. Esto le permitió dormirse en clases, en el autobús de regreso a casa y casi olvidar lo sucedido cuando iba rozagante por el sendero desde la parada hasta el umbral de la casa.

-Anoche lo determinamos, hija linda –fue la voz de su madre, más serena de lo habitual. ¿Ya estaba ebria, y no era ni las dos de la tarde?

Su mirada bastó. Semivacía por la falta de comprensión. Los párpados a media asta. Viendo a uno y otro, como quien busca en el medio lo que dejaron caer para darse a entender.

-Yo te lo explico, Claudia. Tu oso no va a bajar de ahí hasta que aprenda la lección. No podemos permitírselo. Ha sido un majadero durante muchos años, y, lo que es peor, tú lo has solapado, lo has encubierto, lo que ciertamente te vuelve su cómplice, pero la verdad es que la culpa recae en él, y no podemos permitirle que siga haciendo de las suyas y que no confiese sus errores. Pobrecita, mi chiquita Claudia, ¡tantos años en que tu madre y yo te incriminamos por algo que jamás hiciste!

Ahora sí, los ojos estaban llenos, las escenas del porvenir encajaban muy bien en ellos. En su rostro se imprimió toda la historia de su vida. ¿Cuántos años tenía aquel oso?

Entendió la jugarreta, no se la creyó en un inicio. Comió con más lentitud, esperando que todo se tratara de una farsa elaborada para darle una lección a la muchacha, y así subir a su habitación y encontrar ahí al oso con sus brazos siempre abiertos. Cuando subió y no lo halló, se metió en el baño y derramó alguna que otra lágrima de impotencia, la que se secó cuanto antes. No mostró ni la menor señal de debilidad. Dejó al oso desamparado un día, luego dos.

Una noche, después de la cena, su madre:

-¿Por qué no le llevas una de sus galletas preferidas al pobre de Adolfo? Debe estar muerto de hambre.

-Llévaselas tú, si quieres. Ustedes tienen razón. Fui usada por ese oso malo, por mucho tiempo. Yo le daba todo mi amor, jugaba con él, lo alimentaba, le daba mi compañía, hasta le contaba cosas que no me atrevo a contarles a ustedes. ¡Venir a causarme tantos problemas con mis amados padres, es imperdonable! Y si no pretende disculparse, con ustedes y conmigo, pues por mí que se pudra ahí afuera y que se lo lleve el Diablo.

Sus pasos de retirada fueron duros. Fueron exactos a los que da el coronel luego de la orden de fuego al pelotón de fusilamiento. Los adultos intercambiaron miradas que advertían un temor más profundo al que tenían de que ella causara más destrozos en casa, un temor que provenía del futuro y que solo un padre desalentado alcanza a percibir en el ambiente, el temor de haberle dado la fortaleza que le faltaba a su hija para que incrementara sus habilidades delictivas, su malignidad.

Durante un mes el aire frío que bajaba de las montañas le agrió el temperamento a Claudia. Se volvió más huraña, hablaba entre dientes con frecuencia. Se dedicó a estudiar en voz alta y por las noches y a escondidas hacía llamadas de larga distancia a números que encontraba en Internet. Se quedaba ahí, oyendo al otro lado del auricular a personas que blasfemaban de su suerte o a contestadoras automáticas, sin importarle lo que decían, y ella respondía en tono lastimero que el mundo es un lugar feo sin peluches. Aprendió así a conciliar el sueño a base de palabrotas incomprensibles.

Fue quizá en la segunda semana cuando un día, sin premeditarlo, los dos padres oyeron los golpes. Siguiendo a su oído, dieron con la terrible escena de Claudia azotando al oso Adolfo y reclamándole por haberle hecho tanto daño. No derramaba una sola lágrima, no golpeaba con pasión, más bien parecía hacerlo con cautela, como lo hacen los torturadores expertos, en busca de no matar a su víctima hasta que suelte la lengua, infligiéndole heridas estratégicas que solo le ocasionarían dolor, dolor que se incrementa siempre al notar la frialdad con las que las traza en su piel su verdugo, cosa que es la que en verdad ablanda hasta al mejor plantado. Pero el oso, nada. El oso se mostraba impávido. Ni un gesto. No ocurría lo mismo con los padres que tras cada día sospechaban que tenían en su casa a un pequeño monstruo, de manera especial la madre, Analú, quien entendía paulatinamente y en secreto lo que había sucedido y no daba con mecanismo alguno para enmendarlo. Todo ese espectáculo le dio las señales necesarias para comprender que su hija sabía de los deslices que cometía ella con frecuencia.

El viernes que enfermó no supieron qué hacer. Le temblaba la piel, los ojos.

Al día siguiente resolvieron que era hora de darle un vuelco a la situación.

-Hoy podrás comprar lo que prefieras. Es un premio por lo bien que te has comportado últimamente –fue lo único que se le ocurrió decir a Silvio con la voz categórica del conductor del noticiero.

-Ese flo-florero no era del t-t-odo importante –soltó la mujer mientras se dirigían a un centro comercial. El auto daba de tumbos. Una carretera construida por algún ingeniero que pasó los años universitarios de juerga y que compró su título temblaba a la voz de la madre-. Al fin y al-l cabo, me parece que que ya podríamos terminar con la rep-rimenda al osito. ¿Qué opinas-s?

El hombre estaba preocupado en el camino. No vio el guiño que le hizo su mujer. Sí lo vio Claudia por el retrovisor.

El temblor de la carretera sanaba al temblor de la enfermedad de la muchacha.

-Yo ya se los dije. A mí “ese” que ni me venga con perdones ahorita. Estoy bien.

En el centro comercial, se apuntaron directamente a una tienda de porcelana. Silvio le pidió a su esposa que escogiera con lentitud, que fuera de marca Tripaldi, que calculara el peso, que acariciara con las yemas de los dedos el revestimiento, que entrecerrara los ojos para ver mejor. De tal modo dieron con un florero de similares características. Claudia no dejaba de ver a su padre y preguntarse cómo alguien puede ser tan estúpido y, de reojo, posaba su atención enternecida en su madre, quien hacía las cosas llevada por la situación.

Comieron. La comida estuvo rancia. Claudia masticó apenas una vez cada bocado. Eran sus lenguas que, amortiguadas, no sabían qué tenían que decir.

Caminaron y ella se paró en medio de los dos. Tomó una mano de cada uno. Con la frialdad con la cual lo maltrataba al oso Adolfo, los condujo al umbral de una juguetería. Escogió con lentitud, calculó el peso, acarició con las yemas de sus dedos la piel, entrecerró los ojos para ver mejor.

-Tú serás… Oto. Oto el oso.

Volvieron a casa, y, ante el estupor de madre y padre, tomó otras dos pinzas y lo colgó junto a Adolfo. Dejó en claro su pensamiento:

-Háganse amigos. Igual, todos son iguales. Ciegos y tontos.

Silvio vio a su esposa quien, sin fuerzas, dejó caer el florero.

 

Carlos Vásconez (Cuenca, Ecuador, 1977) Ha publicado los libros de cuentos: Donde mejor estuvieron los zapatos, Mención a un extraviado, Los inventos del reo, Trabajos de dominio público, Versiones heroicas, Lo que los ciegos ven, Libro del pequeño esplendor, Jardines Lewis Carroll, Las músicas secretas. Las novelas: El violín de Ingres, La raza extinta, Los días a tu nombre, La vida exterior, Paruso.Ha participado en antologías de cuento y libros de ensayo, como: Aunque bailemos con la más fea, Nadie nos quita lo bailado, Moderato contable, Fútbol de antología, Bob Dylan y su trascendencia lírica, Antología del microcuento ecuatoriano, Cuerpo adentro, Rittornelo Vol. 1.

La imagen que ilustra el texto es una instantánea del conocido fotógrafo soviético Ivan Shagin