Gracias a la gentileza de la editorial Aristas Martínez podemos compartir con nuestros lectores el adelanto de una de las novelas de la vuelta otoñal, Tierra adentro de José Morella, uno de esos escasos autores con un mundo propio y cosas que decir dentro del demasiado adocenado panorama español. Novela de ambiente rural, narración que pivota sobre la familia y la violencia machista, en Tierra adentro el lector se ve enfrentado a situaciones y contextos que, quizás por ser demasiado conocidos y cercanos, pasan desapercibidos. Morella se ha atrevido a nadar a contracorriente y, frente a la mitificación de lo rural como entorno arcádico, nos devuelve a la realidad más impactante, y nos obliga a replantearnos las ideas de civilización y barbarie en medio de este mundo cambiante donde, en esencia, parece que no cambiase nada. Es un placer poder compartir con los inquietos lectores de penúltiMa este adelanto y les emplazamos a correr ya a la librería o a la web de la editorial a hacerse con un ejemplar. No saldrán defraudados.
Oxígeno, le dice, eso es lo que te hace falta. Ha leído un estudio que asocia los niveles bajos de oxígeno en sangre con el estado de ánimo, y ahí está, dándole la brasa, que si la disfunción mitocondrial, que si los neurotransmisores, que si la biogénesis, y no sé qué rollo de la adaptación aeróbica de los sherpas del Nepal y de los nativos de los Andes, y más cosas a las que intento no prestar atención, pero no hay manera. Qué cara dura tienes, papi, le digo. Todo eso del oxígeno te lo estás sacando de la manga. Tú lo que quieres es que salga de casa como sea. Déjala tranquila, le digo. Suerte que mi madre no le hace ni caso. Está sentada en el sofá, una mano encima de la otra, sin moverse ni un milímetro, los ojos cerrados, envuelta en mantas hasta el cuello. Rebeca, le dice, no te cuesta nada, nos damos un paseo por el monte, ya verás qué bien te sienta. Por aquí cerquita, mujer. Hasta la ermita, o hasta la charca de las ranas. Habla en voz baja, con una prudencia que no parece suya. El oxígeno, repite, y deja la frase a medias. Créeme, le dice. Está de rodillas en la alfombra, de cara a ella, como las viejas de Comerga cuando le rezan al cristo de la iglesia. Rebequita, por favor, le dice. Mi madre está tan quieta y callada que parece que de verdad le hablara a un santo de cerámica. Me da risa, mi padre. Daniel Azcárraga, el gran escéptico, el antimagufo, ¡rezando! Quiero decirlo en voz alta para hacerles reír, para ablandarlos, pero por alguna razón no lo hago. Mi padre está muy orgulloso de su ateísmo. Se burla siempre de su amigo Kevin, el cura de Comerga, que no se enfada porque es un buenazo. Kevin no llega a los treinta años y es de Filipinas. Habla un español roto, un poco maquinal. No he visto una persona más enclenque que él. Se le marcan las costillas, los pómulos, la clavícula. Las pocas veces que se pone la sotana parece un palo del que han colgado una tela negra. Una vez mi padre le dijo Kevin, para sobrevivir en este pueblucho de beatos hay que ser un fanático de la ciencia, un zelote del empirismo. Al final, el más devoto del pueblo voy a acabar siendo yo. Esa ocurrencia suya le pareció muy graciosa. Le rompo los esquemas al curita, nos dijo. Cuando nos lo contó a mi madre y a mí, nosotras nos miramos y nos partimos de risa, y él creyó que lo que nos hacía tanta gracia a nosotras era lo mismo que le hacía gracia a él.
La puerta de la casa está abierta de par en par, y se ve la luna llena. ¿Es luna llena de perigeo? Ilumina muchísimo y está enorme. Me extraña que mi padre no me lo haya dicho. Es un poco pelma con eso, nos va recordando los eventos de su calendario astronómico mucho antes de que lleguen. Eclipses, cometas, elongaciones de planetas, leónidas, líridas, perseidas. Las superlunas como esta se pasa semanas anunciándolas. Está preciosa, pero también irreal, como si se fuera a despegar del cielo en cualquier momento. Salgo y echo a andar por la cuesta de la ermita. En el desvío me giro y veo Comerga entera. Azulada por la luz de la luna, clarísima. Un puñado de casas en una colina. En una ventana se enciende una lámpara. Alguien que va de caza o que se levanta a beber agua. Me sé estos caminos de memoria, y cuando quiero darme cuenta ya he llegado al hostal del señor Molina. Tiene cuatro velas en el poyete de la ventana y otras cuatro en el escalón de la puerta, como si me estuviera esperando. El hostal no es un hostal, claro, ni el señor Molina es un señor. Desde niños hemos jugado a cambiarnos los nombres. Señor Molina, Molinillo, mister Moulinex. Yo soy Pecosa, y él Cara de Liebre. Yo soy Violácea o Violina, y él Topadentro. Él y yo nunca hemos dejado de jugar. Todo es juego. Es casi de la familia. Mi madre fue nuestra maestra en cuarto de primaria y el señor Molina la adora. El hostal es un pequeño refugio de piedra, un poco más allá de la ermita, que estuvo abandonado mucho tiempo. Él se metió a vivir ahí a los diecisiete años, cuando se peleó con su padre. Una mañana se levantó, preparó una mochila con cuatro cosas, se colgó del hombro el saco de dormir y se fue sin decir nada. Su padre y él nunca más se han vuelto a dirigir la palabra. Aunque era menor de edad, nadie llamó a la guardia civil ni a ningún otro sitio. Quien se va solo vuelve solo, dijo su padre. Siempre estaban a la greña. Papá, yo voy a ser pintor o nada, le decía él. Su padre contestaba siempre lo mismo: entonces, nada. Fue arreglando el hostal con ramas y ladrillos que se encontraba por ahí. Mi padre compró unos metros de lona aislante y lo ayudó a poner un techo, y un tío suyo le llevó una estufa de leña para cocinar y calentarse. Mis padres a veces le llevan cosas del huerto y del supermercado. También le ayuda algún vecino de una casa cercana, y un forestal que se hizo amigo suyo. Y claro, su madre se escapa siempre que puede y le lleva cosas. Molina, digo en alto para que me oiga entrar. No hay puerta, solo una tabla suelta encajada en el vano con una cuña para que no entren las culebras. La aparto y él asoma la cabeza. Pecosa, me dice, qué alegría. Yo sabía que iba a estar despierto porque es un búho, se pasa la noche pintando y leyendo. Ponte cómoda, me dice. No dejes de pintar por mí, le digo yo. Está muy concentrado. Impregna un pincel muy fino con pintura anaranjada que brilla en las cerdas y en el lienzo. Qué preciosidad de color, le digo, qué irreal. ¿Verdad?, me contesta. Le presta atención a su trabajo con todo el cuerpo, como un cirujano que opera a corazón abierto. Le está pintando las plumas a un gallo con unos trazos minúsculos. Yo podría mirarlo pintar toda la vida. Es el gallo Bernabé, me dice, y sonríe, y a mí me da la risa. Molina tiene la capacidad de hacerme reír solo con abrir la boca, con decir lo que dice, con hablar como habla. Me partiría de risa con él aunque me leyera en voz alta el manual de instrucciones de un ventilador. No puedo evitarlo. Molinita, le digo, mi madre no sale de casa. No va a trabajar, no mueve un dedo, no dice ni una palabra. Está muy bajita de moral. Y mi padre se pone de los nervios. Normal, Violácea, me contesta. Normalísimo en las circunstancias, ya se les pasará. ¿Qué circunstancias?, le digo. ¿Seguro que se les pasará? Pues claro, me responde. Cómo me gusta su sonrisa. Es una sonrisa de tímido pero también de pícaro. Y cómo estás tan seguro, le pregunto. Yo no estoy seguro de nada, Viola, de qué voy a estar seguro yo, pero claro que se les pasará, cómo no se les va a pasar. ¿Es por eso que estás en Comerga? Esa pregunta no me la esperaba. Me tomo tiempo para contestar. Él insiste: ¿tú no tendrías que estar en la universidad? ¿O es época de vacaciones? Mira que yo aquí pierdo la noción del tiempo, ya lo sabes. Mientras habla no deja de pintarle plumas al gallo Bernabé. Me deja tiempo para responder, no me atosiga. No, no estoy de vacaciones. Él deja de puntear en el lienzo y se gira hacia mí. Suelta el pincel, se sienta en el suelo y me mira. Soy todo oídos, pecosa, me dice. Tú ya sabes que yo ni mu, que yo tengo la lengua muerta, que soy un virtuoso de la discreción. Se levanta, se va hasta la tetera de hierro y me sirve té en una taza. Se vuelve a sentar en el suelo y me dice bebamos, camarada Violétova. Ahoguemos nuestras penas en alcohol, etcétera. Confíemelo usted todo, no se deje ni una letra. Vale, digo. Lo que me pasa es que un tipo me está acosando. Sí, Molinillo, lo que oyes. Me stalkea, me sigue por la calle, me vigila. Merodea cerca del piso y por la facultad y por la escuela de danza. Ya lo he denunciado. Pienso quedarme unos días con mis padres, a ver si el cabrón se aburre y se olvida de mí. ¿Lo conozco?, me pregunta. Sí, le digo, pero es que me da miedo decir su nombre en voz alta. Miedo de qué, Violeta. A ver, Moulinex, déjame que me lo piense bien. Miedo de que decir su nombre lo haga más real. Sí, ya lo sé, paranoia mía, superstición pura, pero me pasa. Como si decir su nombre fuera darle con un palo a un panal de abejas. Me jode tener que pensar en él, no poder sacármelo de la cabeza. No quiero pensar más en sus likes de mierda ni en su puto Land Rover aparcado en la puerta del piso. Tengo miedo de que me clave un cuchillo. De que agreda a mi padre. De que asuste a mi madre. Miedo de que en Comerga digan que me lo merezco, por puta o por lista o porque hago siempre lo que me sale de los ovarios. Miedo de tener la culpa. ¿Culpa de qué, Violina?, me dice. Las palabras se me escapan de la boca cuando estoy con Molina, se dicen casi solas. Me delatan. Pues a veces me parece que tengo la culpa de todo, digo. Que estoy pagando por algo. Por el poder que tengo. Eso es verdad, me dice; lo de que tienes mucho poder, pero no lo de la culpa. Tú eres una superwoman. Una amazona en toda regla, una Hipólita. Pero de culpa nada. Puedes sacrificar de un tajo en la garganta a todos los niños varones que te nazcan sin sentir ni media miga de culpa. Culpa cero, culpa jamás de los jamases, Violeta, eso tú no deberías ni saber lo que significa, no tendrías ni que conocer la palabra. Molina, le digo, eres un amor, pero no me ayudas mucho. Qué más ha pasado, Violina. Porque ha pasado algo más, ¿no? No se lo has contado a nadie, ¿verdad? Un momento, le digo, más despacio. Sí, ya, me dice, despacio, lo entiendo, pero la pregunta es de sí o no, pecosita. Es una pregunta clara que casi se contesta sola. Un gesto de barbilla. Sipi o nopi. Podrías contestártela encima, como un estornudo. Mira que yo no se lo chivo a nadie. Le echa un azucarillo al té, lo remueve, gira la taza noventa grados. En realidad he venido al hostal para esto y los dos lo sabemos. No hay donde esconderse, nos conocemos desde que comíamos papilla. Con Molina puedo quedarme callada o hablar por los codos, irme sin dar más explicaciones, contestarle dentro de dos horas o mañana o nunca. Parece que me presione, pero me está ayudando. Pues claro que ha pasado algo más, le digo, pero no lo entiendo ni yo. Cómo te lo explico. Es que no es una sola cosa. Está en tu cabeza a todas horas. Lo tiñe todo. ¿Tú sabes lo que es que alguien te espíe? ¿Que te respiren cerca? ¿Recibir mensajes de voz de un número desconocido en los que nadie dice nada? ¿Que te dé likes gente con nombre falso y sin foto de perfil? ¿Molina? Never de never, me responde. Jamás, pecosa, a mí eso no me ha pasado ni yo le he pasado a eso en ningún momento. O acaso has visto tú por aquí algún teléfono, móvil o inmóvil. Yo no sé ni lo que es el aparato ese, yo marco los días a navaja en la pared como los presos de las películas, pecosa. Qué tonto eres, de verdad, le digo, y le acaricio la mejilla, y él me responde sí que lo soy, no hay remedio para eso, Viola, es congénito, un trastorno incurable, una marca de nacimiento, un antojo de mi madre.
Me despierto en el sofá pero no me acuerdo de haberme echado a dormir. ¿Cuándo he vuelto del hostal? ¿He dormido aquí toda la noche? Mi madre está en la butaca y mi padre da vueltas a su alrededor como una polilla. Mira por la ventana, entra en la cocina, se sienta a su lado, se levanta, vuelve a la ventana. Papi, le digo, déjala tranquila, ya saldrá. Él ni me mira, como si yo no existiera. Están tan metidos en lo suyo que parece que yo no esté, que sea invisible. Chasca la lengua, se cruje los dedos, niega con la cabeza. Se pone en cuclillas delante de ella. Rebeca, ¿cuánto hace que no te quitas esa bata? Ella parece un cangrejo ermitaño, envuelta en telas y mantas, con la cara y los dedos asomando lo justo para sonarse los mocos con un pañuelo de papel. Tiene los ojos húmedos pero no llora. La tristeza se los deja aceitosos, dos bolas viscosas que le pesan, que parece que vayan a resbalársele de las cuencas y caérsele al suelo. Él le toca los mechones de pelo grasiento que se le escapan de la coleta. ¿Cuánto hace que no te duchas? ¿Cuánto llevas ahí sentada? Mi padre no pregunta para saber las respuestas. Ya las sabe. Sabe si son exactamente cinco o seis los días que ella lleva sin ir a trabajar, sin pasear a Flaco y a Viejo, sin cuidar el huerto, sin cruzar la puerta de la calle. Los días que lleva con la misma bata y, debajo, el mismo pijama. Los días que hace que no se mete en la ducha. Se va a la cocina y al rato sale con una taza de café flojo y sin azúcar, como a ella le gusta. Café, dice. Ella ha cambiado de postura. Se mueve justo en los momentos en los que él no está mirándola, como jugando al escondite inglés. Café, repite él. Ella no abre los ojos, no mueve ni un dedo. Mi padre habla solo. Todas sus palabras significan lo mismo: estoy aquí, Rebeca. Hazme caso, mírame, reacciona, haz un esfuerzo, déjame ayudarte. Ella lo ignora infinito. A mí me dejan a mi bola, supongo que porque no quieren agobiarme. No quieren meterme prisa para que vuelva a la facultad. Me dan todo el espacio que necesite. Saben lo cansado que es sentirse víctima todo el tiempo. La gente no para de recordártelo, incluso cuando se interesa por ti. Hasta para cuidarte te recuerdan que eres una víctima. No se dan cuenta. Tú no tengas miedo, no te dejes asustar, te dicen. Tú sé valiente, Violeta, te dicen. Eres una mujer fuerte. Te dan abrazos, te dicen que te protejas, te dicen que están contigo, te dicen a mí también me pasó, te dicen sé fuerte pero no salgas a la calle sola, te dicen no te dejes intimidar pero no vayas a correr por el monte, te dicen no tengas miedo pero ten mucho cuidado.
Al tipo que me acosa, Salvador Ulloa, lo conozco desde la primaria. Entonces aún había escuela en Comerga. La cerraron, igual que la oficina de Correos y la farmacia y el centro médico. Nos pasaron a Santa Engracia, que es un pueblo más grande, y fue entonces cuando Salva dejó de ir. Mi madre se plantó en su casa y le pegó un broncazo a su padre, Onofre. Le dijo que mandar a los niños a la escuela es obligatorio, que si no le daba vergüenza. Él nada menos, el alcalde de Comerga. Tenía a Salva todo el día correteando por ahí, o metido en el sótano con sus videojuegos o lo que fuera. Lo estaba criando como a un niño salvaje. Onofre le cerró la puerta en las narices sin decirle ni una palabra. Como mi madre es muy terca, movilizó a la directora y a algún inspector, y me parece que llegó a denunciarlo. Al final no pasó nada. Ella dice que hasta en la escuela hicieron la vista gorda, porque dejar de tenerlo allí era un alivio para todo el mundo. Para los maestros, para los padres, pero sobre todo para los niños. Los niños respiramos más tranquilos, de eso no hay duda. Tengo grabada una imagen de él sentado en el suelo del pasillo, expulsado de clase, mordiéndose las uñas hasta sangrar. Con los ojos muy abiertos y perdidos en el vacío, con una camiseta color crema, sucia y descosida por la costura del cuello. Y lo recuerdo también en el aula, intentando estar sentado. Eso para Salva era casi imposible. Se sentaba de lado, se agarraba al respaldo de la silla y agitaba las piernas en plan compulsivo, dando pataditas sin parar a la pata de la mesa. Hacía ruido a todas horas con cualquier cosa que tuviera a mano; dando golpes en la mesa con un sacapuntas de metal que le había quitado a algún niño o con la punta del lapiz o con los nudillos. Rompía hojas de papel en pedazos pequeños, se los iba metiendo en la boca y los iba escupiendo. Sabías dónde se sentaba porque todo el suelo de alrededor quedaba lleno de esos trozos de papel chupado y escupido. Los niños estaban siempre asustados, cansados de que les cogiera el estuche o la mochila, de que les arrancara el lápiz de la mano y se lo rompiera en dos mientras les miraba con su jeta de murciélago; o de que sacara animales de la mochila, tordos, lagartijas, ratones. Animales vivos, pero a veces también muertos. Los ponía en el cajón de la mesa de los maestros o en el armario donde guardábamos la plastilina o en el bolsillo de una chaqueta colgada en el perchero. O se los metía por el cuello del jersey a algún compañero. Lo recuerdo en el patio, tirando pedruscos a una pared blanca recién pintada. Solo para ensuciarla, para dejar su marca. Y dándoles patadas a los otros niños. Se les acercaba por detrás, les daba un patadón en el tobillo y los tiraba al suelo. Había niños más fuertes y grandes que él, pero también le tenían miedo. Con esos se cebaba más todavía. A las niñas nos pellizcaba. En el culo, en los brazos, en las piernas. Nos dejaba morados. Salva hacía las cosas sin pensárselas ni un segundo. Era como si le diera terror dejar pasar tiempo entre su impulso por hacer algo y el hecho mismo de hacerlo. Vivía en puro pánico todo el tiempo. La gente no le veía el pánico, solo la maldad. Ni los maestros, ni los padres, ni los niños. Yo sí que se lo veía. Por un momento, como un fogonazo, y luego ya no. Ya la maldad solamente.
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José Morella (Ibiza, 1972) fue semifinalista del premio Herralde con «Asuntos propios» (2008), por la que recibió también el premio Qwerty como narrador revelación. También ha novelado la vida de Otto Gross, discípulo anarquista de Sigmund Freud, en «Como caminos en la niebla» (2016). En 2019 gana el Premio Café Gijón con la novela «West End» (Siruela).
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