Hoy ha muerto uno de los escritores fundamentales para entender la literatura del siglo pasado y lo que llevamos de este. A modo de homenaje penúltiMa recupera un texto de Antonio Jiménez Morato que se publicó, primero, en un número de la revista Pez Banana dedicado a Piglia, más tarde en el blog de Eterna Cadencia y terminó por formar parte de su recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, 2016)

 

En todo escritor se esconde en potencia un terrorista.[1]
Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi

Se ha convertido en un lugar común, casi me atrevería a decir que en un cliché, reducir la singularidad de la obra de Piglia a su fusión de narrativa y ensayo, por ser más concretos, a la introducción de la crítica dentro de la ficción. Entendiendo como crítica al diálogo razonado con la tradición cultural y el contexto de producción armado con las herramientas de la teoría. Puede que, pese a tratarse de una generalización que desatiende parte de su obra, pienso sobre todo en Plata quemada  o Blanco nocturno, no esté tampoco muy alejada de la realidad. Aun así conviene recordar que puede ser también interpretada como una percepción algo epidérmica de los mecanismos narrativos puestos en juego por Piglia. Uno de sus más perspicaces lectores, su amigo Juan José Saer, vislumbró perfectamente ese riesgo y, en un artículo que publicó en la Folha de São Paulo, que además ha sido varias veces recuperado en distintos libros, se trata de «Historia y novela, política y policía»[2], señala que la diferencia del enfoque de Piglia, escribe en concreto sobre Respiración artificial pero puede aplicarse a toda su producción, es que no hace de la Historia un objeto de representación sino un tema. Creo que la afilada interpretación de Saer no ha sido bien atendida todavía. No se trata sólo de que Piglia fusione la narración con el ensayo o, dicho de otro modo, de que al hacerlo aúne dos tradiciones epistemológicas: la griega del pensamiento a través de conceptos y la semítica del saber ejemplarizado en narraciones, sino de que se da cuenta de un hecho mucho más básico: la condición de la Historia como género literario, posiblemente ficcional pese a su voluntad de huir de ser considerado como tal, y que es susceptible, por tanto, de ser analizado mediante los mismos procedimientos críticos con que se atacaría cualquier otro texto de creación. Ojo, lo repito porque creo que es determinante para entender la visión de Piglia de la literatura y la Historia: la historiografía, fatal y acaso involuntariamente, termina arrinconada en lo que pretende evitar a toda costa, su condición literaria. Es por eso que el referido cliché de que en la obra de Piglia la crítica se impone sobre la ficción es una interpretación escorada que desvía el tiro: cuando se comprende que nuestra realidad está construida sobre ficciones se concluye que la única herramienta que hemos desarrollado para analizar esas narraciones, y por lo tanto la realidad, es la crítica. No hay escritura más literal y apegada a lo real por tanto que la crítica, ya que incluso metodológicamente es la que trabaja sobre una realidad material explicitada y objetiva: un texto tangible y no una serie de abstracciones a las que hemos consensuado en llamar realidad. Conviene recordar aquí la cita de Eisenstein que consigna Piglia en los cuadernos de Los años felices, el segundo de los volúmenes de Los diarios de Emilio Renzi: «No soy un realista, soy un materialista, escapo del realismo yendo hacia la realidad».[3]

Ya lo advertía en Crítica y ficción: «La ficción trabaja con la creencia y en este sentido conduce a la ideología, a los modelos convencionales de realidad y por supuesto también a las convenciones que hacen verdadero (o ficticio) a un texto. La realidad está tejida de ficciones».[4] De ese método de relacionarse con la realidad, un modo mediado a través de la literatura de la que ha heredado los mimbres y modelos sobre los que ésta se ha construido, nacen los dos arquetipos que recorren toda la obra de Piglia. El primero, acaso el más conocido y siempre mencionado cuando se habla de su escritura, es el del detective. Puede presentarse de modo algo grueso como una utilización muy cercana a la que hace Borges, tan determinante para entender el devenir de Piglia en todas sus facetas, de la función del investigador: frente a la concepción del mundo como un laberinto a la espera de ser descifrado, este personaje es un lector aventajado que por eso tiene la capacidad de desentrañar el misterio de la realidad. Eso es el detective tanto para Borges como para Piglia, no ya el mejor lector posible, sino el último, aquel que agota las lecturas que aguardan encerradas en todo mensaje al proceso hermenéutico del que sólo él es capaz. Acaso sea en uno de los cuentos recogidos en Nombre falso, pienso en concreto en «La loca y el relato del crimen», donde esta analogía se encarna mejor dentro de la producción de Piglia.  Como es sabido, el cuento, en realidad, gira no tanto sobre el desvelamiento del crimen, sino sobre la capacidad de Renzi de leer lo sucedido, lo que lo emparienta con el Dupin de Poe a través del Lönrot de Borges.

Hasta aquí no creo haber dicho nada especialmente novedoso dentro de la abundante producción sobre Piglia. Repasemos: Piglia el crítico y su alter ego, el detective que descifra el texto. Pero hablaba antes de un segundo arquetipo que va apareciendo de modo recurrente en la obra de Piglia hasta pasar al primer plano en su última novela. Encarnado por Kostia en Nombre falso, o cosificado en la máquina que modifica las historias en La ciudad ausente, es en El camino de Ida cuando aparece en primer plano. Hablo, por supuesto, del terrorista. Dentro del organigrama funcional de la narrativa de Piglia éste ocupa el lugar del artista, en concreto del escritor, y pasa a servir como complementario, contrafigura necesaria, del detective. El funcionamiento de esa relación es bastante evidente, si bien hay alguien capaz de desentrañar los más oscuros sentidos, se hace necesario alguien que emita dichos mensajes necesitados de interpretación. Es el terrorista quien los ha creado, y en su labor va modificando reiteradamente dichos sentidos y, por extensión, la realidad. El detective es, sí, quien reta el ingenio del terrorista y, al mismo tiempo, es el único que puede llegar a comprenderlo. Eso mismo es lo que hace el escritor frente al lector, por un lado, pero ampliando el campo es obligado recordar que es el escritor el que genera realidades, y al hacerlo pone en jaque a la realidad misma, a los relatos ya asumidos y consensuados por la sociedad sobre los que ha construido esa realidad. El terrorista, como sabe cualquiera que haya estudiado algo de Historia, se mueve en la ilegalidad cuando realiza sus acciones y, si logra sus objetivos, termina siendo reverenciado como héroe y recibe homenajes de la sociedad que a la postre ha decidido vivir en el nuevo relato que él construyó. El terrorista, como el escritor, modifica el estatuto de lo real. Alejémonos por un momento de Piglia para ofrecer un ejemplo que ilustrará muy gráficamente el argumento: Moisés y las plagas de Egipto. La progresión es evidente: comienzan siendo algo molesto, pasan por afectar a la economía del país y terminan por una masacre que puede ser interpretada como genocidio. Si, en lugar de leerlas como el relato de la liberación del pueblo elegido de la esclavitud, siguiendo al hacerlo la interpretación religiosa que indica la Biblia, las leemos como las demandas de un pueblo que se siente sometido con una justificada voluntad de emanciparse y se lanza a realizar acciones ilegales, con la ayuda de Dios, sí, pero ilegales, atentados de una violencia creciente hasta lograr sus objetivos, podemos leer una historia de terrorismo independentista condenado por las autoridades hasta que los criminales se hacen con el poder y pueden, finalmente, reescribir la Historia y convierten así lo que era una narrativa constituida por una serie de delitos y crímenes en una narrativa de lucha por la libertad, en festividades que celebran la identidad nacional finalmente obtenida. El terrorista, como el detective, sabe leer el relato que conforma la realidad de modo extraordinario, pero, frente a la función policial del detective, cuyo objetivo es proteger el relato consensuado de la sociedad, encarnado en la ley, el terrorista lo violenta con el objetivo de desestabilizarlo para proponer uno nuevo. Un nuevo relato que, una vez sancionado como hegemónico, será custodiado por  el detective.

No es pues sorprendente el interés que los terroristas han originado en los artistas en general y en los escritores en concreto. Subyace, a poco que se rasgue el maquillaje de las convenciones sociales, una identificación latente entre ambos. Si se leen todas las narraciones de Piglia desde esta perspectiva se pueden encontrar matices muy productivos que ayudan a alumbrar detalles de su proyecto literario. La reescritura de la Historia argentina de Respiración artificial, publicada durante la dictadura, sería apenas uno de esos detalles. Pero no sólo en esa novela, la presencia de elementos perturbadores del discurso hegemónico se extiende en varios textos a lo largo de toda su trayectoria: la máquina que modifica historias de La ciudad ausente, los atracadores de Plata quemada, la presencia incómoda del boxeador y las dos mellizas en un pueblo de provincia en Blanco nocturno tienen así la posibilidad de ser releídos, y reinterpretados, para extraer de ellos todo el jugo del engranaje ficcional de Piglia, que se ofrece así recontextualizado con resultados sorprendentes.

Aunque, con todo, no es ahí donde radica el elemento más desestabilizador respecto a la doxa dentro de la producción de Piglia, no es en sentido estricto la representación de esos elementos díscolos lo que lo convierte en un verdadero terrorista que amenaza con derrumbar el modo en que se entiende el espacio literario. No, lo más sugestivo y donde socava la misma concepción de la ficción se enraíza, de nuevo, más en el cómo que en el qué, pasa por el modo en que trabaja con la esencia misma de los géneros, en ese detalle que no le pasó desapercibido a Saer de que «no los utiliza como objeto de representación sino como tema». Esto se aprecia de modo acuciante en las elecciones realizadas por Piglia para poner en circulación sus textos. Cuando, por ejemplo, decidió revisar todos y cada uno de sus libros publicados con la excusa de las reediciones en la editorial Anagrama se produjo un muy interesante proceso de recategorización genérica de muchos de ellos que no ha sido, aún, creo, suficientemente discutido. Salvo el volumen titulado Crítica y ficción (y la recuperación de los textos de Por un relato futuro), todos sus libros se fueron reeditando en la colección «Narrativas hispánicas» de la editorial. Y, sí, entre esos libros hay algunos que pueden ser leídos sin evidenciar desajuste alguno con las realizaciones textuales consensuadas como «narrativa» o «ficción». Puede tildarse como metaficcional, ensayística y exigente, sí, pero no deja de ser narrativa asumible como tal por los lectores, los críticos (lectores más especializados) y, sobre todo, el mercado que termina legitimando estas elecciones comerciales. Pero con algunos otros títulos se complica un poco la cosa. Sucede así con El último lector y con Formas breves, sobre todo este último, que fuera editado por primera vez en Argentina como un libro de no ficción, y que incluye algunos de los «ensayos» más leídos y citados de Piglia, hasta el punto de ser considerados verdaderos referentes teóricos recurrentes, pienso en concreto en las «Tesis sobre el cuento» y «Nuevas tesis sobre el cuento». Parece olvidarse que Piglia decidió ubicar de cara a la posteridad esos textos dentro de un volumen que se incluye en una colección de narrativa y no de ensayo, y que de hecho el libro está compuesto por textos de ambos géneros, lo que genera un especial trayecto para los lectores que en él se introducen. Más allá de la reproducción o imitación más o menos encubierta a los mecanismos de circulación que eligiera Borges para «El acercamiento a Almotásim», que fue primero artículo de revista y luego cuento, Piglia pone en cuestión las fronteras entre géneros, y lo hace de modo práctico y material. Se convierte, por así decirlo, en un terrorista crítico o crítico terrorista, al desestabilizar la catalogación habitual de la literatura y sus géneros. ¿Por qué nadie parece haber tenido la osadía de leer esas Tesis como un ejercicio narrativo y no como una propuesta analítica? Si el mismo Piglia parece cuestionar esas lindes genéricas, no tiene mucho sentido el respeto reverencial que demuestran sus exégetas cuando se acercan a esos textos. Habría mucho que discutir a ese respecto, pero es importante recordar que las condiciones para que se produzca dicho debate son fruto de una decisión del mismo Piglia y no un hipotético capricho de un lector. Al recategorizar su obra, al releerse a sí mismo y reformular su discurso, él mismo sentó las bases para ese proceso. Gesto aquel que cobra más sentido aún con la publicación de, conviene colocar el posesivo entre comillas o en cursiva, sus diarios. Son suyos, sí, su nombre aparece en el lomo y la cubierta del libro, su condición autoral no es puesta en duda. Pero fue él mismo quien los denominó Los diarios de Emilio Renzi. Esto es, no son sus diarios, sino los de ese personaje a medio camino entre el pseudónimo y el heterónimo, máscara o verdadera personalidad, que ha ido apareciendo en sus libros. Por eso resulta doblemente paradigmático que alguna crítica, apresurada y superficial, haya cuestionado el formato novelístico del primer volumen de esos diarios, cuando ellos esperaban una confesión del autor reconocido y se han encontrado con otro artefacto mucho más complejo. Pero al establecer esa lectura de tan escaso vuelo olvidan que, acaso, Renzi no sea sólo un álter ego que, así se ha interpretado tradicionalmente, funja como la encarnación del detective, ya se ha mencionado el paradigmático caso del cuento «La loca y el relato del crimen», sino que acaso haya cambiado ya de bando sin que muchos se dieran cuenta.

Hay que volver, una vez más, al referido texto de Saer donde, certero, venía a concluir lo que, precisamente, casi nadie parece recordar cuando se habla de la literatura de Piglia: que, finalmente, sometido a elección, se decanta por la narrativa frente al ensayo, que es la ficción la que se sobrepone a la crítica en última instancia. Recurriendo una vez más la oposición que ofrece Piglia: aunque todos se han empeñado en verlo como apacible lector y minucioso detective, él ha pasado cincuenta años diciendo a todo el mundo que quisiera verdaderamente escucharle que, en realidad, él es un escritor, un peligroso terrorista que urde en la sombra su reescritura de la realidad. Otra cosa es que muchos no hayan querido ver algo tan evidente.

[1] Piglia, Años de formación. P. 237
[2] Saer. Incluido finalmente en el volumen Trabajos.
[3] Piglia. Los años felices. P. 266
[4] Piglia, Crítica y ficción. P. 10-11.

Ciudad de México, julio 2015

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su publicación más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países además de una digital de alcance global. Otros de sus libros son Mezclados y agitados o El sabor de la manzana. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
La fotografía de Ricardo Piglia es obra de Emilio Carrera.