Nicolás Melini carga contra lo epidérmico, contra la costumbre de no atreverse a ir más allá y desvelar lo que las fachadas ocultan, contra el acomodaticio vicio de la primera impresión.
Ciertamente, me siento incómodo; supongo que por mi resistencia a ser y hacer lo que parece que debiéramos.
No dejarse llevar, hoy, es proscriptivo.
Tatuarse es cool, opone a la piel —y exhibe desde la piel— una negatividad ante quien mira que no lo es en absoluto (negatividad), porque el tatuaje nos vende, nos convierte en marca, en producto, publicita nuestra piel, la señala y hace más visible (si miras el tatuaje, reparas en la piel), nos mercantiliza, nos convierte en explotables —o, mejor dicho, en autoexplotables—, y todo ello tiene una carga indudable de positividad, o, lo que es lo mismo, de niño malo o niña mala que en realidad no lo es; de persona que se integra y no discute en absoluto lo que nos pondría en cuestión —de verdad— el existir como existimos: tatuarse, antes, era de chica Playboy, de motero de mala vida, de “drogata”, de actriz porno; tatuarse ahora —para que nos entendamos— es como vestir en El Corte Inglés.
Yo no me tatúo.
Contra la autoayuda que nos invita a «fluir» y ser positivos, no puedo evitar ser negativo; aunque ser literariamente positivo me convertiría, posiblemente, en más popular. Al contrario, cada vez me arrebata en más ocasiones la pasión por oscurecer con el estilo el sentido de lo que digo, de establecer resistencias al entendimiento del lector; contra la tendencia general de que la escritura no se note, contra la prescripción generalizada de transparencia literaria, contra una estetización que proscribe los obstáculos a la comprensión, pero que suele traducirse en menor expresividad, en un sentido escaso, en un lenguaje plano, en una imaginación roma, y, cuando es peor, todo ello a ras del lugar común, me resisto.
Se observa que muchos lectores de hoy encuentran un placer muy ñoño en frases de sentido ambivalente, vaciadas de sentido por su propia ambivalencia y su descontextualización cultural, viciadas de nada, hasta el extremo de valer para casi cualquier cosa, para el sentido que cualquiera guste otorgarle, una forma como otra cualquiera de confeccionar una “literatura” a la medida del lector, ya que el lector es la medida —no la literatura—, porque en ese caso es el lector y no la literatura la medida del sentido, transparente todo hasta la mímesis cursi de lector y sentido, hasta la ausencia total de oposición que los transforme, porque estamos tan felices de lo que somos que no queremos transformarnos, sino que nos dejen como estamos, sumidos en nosotros, sin el riesgo que entraña tratar de ser cada vez un poco mejores, un poco más maduros.
Me resisto, claro, a dejarme llevar a la belleza pulida de los tíos con los que coincido en el vestuario del gimnasio, depilados hasta el pulimento total —como si ellos mismos fueran el futuro nuevo Santiago Bernabéu, sus cuerpos pulidos el moderno estadio—, aunque no sea yo ajeno a la común percepción del vello corporal como “suciedad” de viejos y, por lo tanto, como negatividad estética (hoy se diría que inadmisible): si el tatuaje señala la piel —la enseña—, el vello corporal la oculta, se percibe como mancha.
Del mismo modo me resisto a transigir con un cine que te deja igual al salir de la sala que cuando entraste, parece que condición indispensable para que la afluencia de espectadores sea mayor, para que más espectadores fluyan de la puerta de entrada a la puerta de salida del establecimiento, indicio de que, dentro de la sala, la película no ha ejercido la menor resistencia transformadora sobre ellos, su sensibilidad, su intelecto. Entrar para salir, nada en medio. Una nada bien producida para ser nada, para no ejercer oposición. Un medio sin resistencia, sin obstáculos: un medio –ideal– sin medio.
Me he resistido mucho al dinero, porque el dinero hace que la vida tome velocidad, “fluya” (lo hace necesariamente tanto para que podamos obtener dinero como por haberlo obtenido). Y a mí me va una vida más lenta, sólida, plagada de obstáculos a su discurrir, contemplativa. Supongo que me siento cómodo en la incomodidad de no ir sobre ruedas, de ser un desclasado (o eso me gustaría, sentirme cómodo en mi desclasamiento rugoso, con aristas, todo lo contrario que puro).
Y espero, claro está, que esa resistencia, visceral hasta hace no tanto tiempo, y que se extiende —del mismo modo que sobre lo citado— por otros muchos asuntos y materias, se note cada vez más en lo que escribo, aunque jamás pueda uno estar seguro; ni de que así sea, ni de que eso importe.

Nicolás Melini (Santa Cruz de la Palma, 1969) es cineasta y escritor. Por glosar aceleradamente su trayectoria puede decirse que el cortometraje La raya, cuyo guión era de su autoría, ganó una plétora de premios el año en que se estrenó, que su película más reciente como director es el documental La maleta de Cervantes. Su poemario más reciente es Los chinos, el último libro de cuentos que ha publicado Pulsión del amigo y está a punto de aparecer en Reino de Cordelia el libro Africanos en Madrid.
Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.
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