Con la publicación de Subsuelo, Marcelo Luján obtuvo el reconocimiento crítico e institucional que había estado buscando desde que llegase a España. Además, supuso la aprehensión del sonido de la lengua castellana local, que desde entonces se ha hecho mucho más presente en su escritura. Con la excusa de la reedición de la novela, compartimos con los lectores de penúltiMa el inicio de la misma.
No fue la noche.
Ni el verano ni el hielo.
Ni los altos árboles que todo lo ven.
No. No fue nada de eso.
Bajo el cielo azul oscuro del valle, las cosas son un poco mágicas para los que vienen de la ciudad.
O tal vez haya sido todo.
La noche, el verano, la magia que siempre oculta un descuido, y la chica morena con su bikini de colorines debajo de una camiseta blanca, de un pantalón tan corto y apretado y suave.
Así.
Están los tres sentados en el bordillo de la piscina, de espaldas a la casa. Se han quitado el calzado para que sus piernas cuelguen dentro del agua y que el agua, fresca a esas horas de la noche, les cubra las pantorrillas. Llevan allí un buen rato, desde que acabaron de cenar, cuando los padres comenzaron a dispertarse: los cuatro hombres a beber, las mujeres a veces cerca y el resto del tiempo puede que no importe.
Es probable que fuera la noche —o el verano en el valle— lo que los llevó a los tres hasta la piscina. Lo que los llevó a alejarse de los adultos que siempre ponen pegas a casi todo lo que ellos desean.
Alejarse, aislarse, descuidarse.
Quitarse el calzado, sentarse en el bordillo, de espaldas a la casa, meter las piernas en el agua, moverlas de vez en cuando. Y no decir apenas nada. Quedarse así, los tres. En la parte honda de la piscina.
Así: en aquella penumbra sólo rota por la luz que viene de la galería donde los padres, y también las madres, montaron la mesa con un par de burrillas y una tabla de dos metros. Tal vez más. Y el mantel de papel, de esos desechables, manchado por la copa de vino que alguien, durante la cena, volcó sin querer.
Es probable que haya sido la noche. Un cielo azul oscuro. Mágico.
Están los tres sentados allí, en el bordillo. Casi no hablan. La chica morena en medio, con el pelo recogido en una coleta, con los brazos tensos y la mirada y el pensamiento quién sabe dónde. El chico que está a su derecha es rubio y tiene exactamente la misma edad que ella, hace algo con el teléfono móvil, un aparato de última generación del que parece no poder ni querer escapar. El otro, arrimado a la izquierda de la chica morena, es tres años mayor, ya cursa segundo de carrera, tiene carné de conducir y sus padres le han comprado un coche para que vaya al campus de la universidad. Casi no hablan. Los tres. Es como si estuvieran esperando que algo importante fuese a ocurrir. Algo que bien podría salir del agua, de la hierba, o aparecer de entre la arboleda que tienen en el fondo de la vista, más allá de los límites de la parcela, más allá del camino de tierra, que es angosto, que para un lado conduce hacia la carretera y para el otro hacia el corazón del valle y del pantano.
Están los tres allí, sentados en el bordillo, del lado profundo de la piscina, donde el agua está más fría y el celeste de los azulejos no es celeste sino invisiblemente hosco.
Ellos no lo saben, pero en efecto algo muy importante en sus vidas está a punto de ocurrir. Y en las de sus padres, por supuesto, también.
El agua fresca.
El agua fresca hasta las pantorrillas.
Y la penumbra.
Y el bosque de abedules en el fondo de la penumbra.
Entonces la chica morena le clava la mirada al otro. Es una acción espontánea, un giro eléctrico del cuello.
Un flash.
Por tercera vez, debajo del agua, ha notado que él le roza el tobillo con la punta de los dedos. Se conocen desde hace ocho años pero sólo se ven en verano, en la parcela del valle, cuando los adultos se juntan y ellos, por lo tanto, también se juntan. Y aunque viven en la misma ciudad, nunca pasó nada entre ellos porque hasta el año pasado eran unos críos. Sobre todo ella, que recién acaba de cumplir los dieciséis. Pero él, ayer mismo, a la hora de la siesta, le enseñó a conducir. Y ni ellos ni sus padres —ni nadie— imaginan que ese suceso trivial comenzó a cambiarlo todo.
Y ella le clava la mirada como si quisiera decir Qué haces.
Como sí se lo dijo ayer, a la hora de la siesta, dentro del coche y tan alejados de los límites de la parcela. Sí, ayer le dijo Qué haces. Y enseguida le dijo que no. No, no, le dijo, ayer, dentro del coche.
Y ahora la chica morena, sentada en medio de los dos, habla.
—Cuando llegamos —dice—, el agua estaba verde y había mogollón de sapos. Qué asco los sapos.
—Y hormigas por todos lados. Putas hormigas.
El otro no dice nada.
Están de espaldas al murmullo que viene desde la casa. A las voces de los adultos que hablan de tipos de interés y de cuestiones aun más aburridas para ellos. La chica señala el comienzo de la hierba y dice que su hermano se cargó varios, que ella misma vio cómo los perseguía con un palo, y que al otro día encontró a dos sapos muertos en aquellos arbustos. Cuando dice arbustos estira el brazo en dirección a la noche.
Ríen los tres. Ella menos.
Y el rubio menos que ella:
—Estás como una cabra, tía —dice.
La chica vuelve a mover las piernas bajo el agua. Nadie, ni siquiera ella, podría saber si en verdad ansía otro roce en su tobillo. Que la toque, nuevamente, el chico tres años mayor, que también es moreno, como ella, aunque su piel no sea tan blanca, ni su sonrisa tan nítida.
—Qué bichos más asquerosos los sapos —dice.
Y mueve las piernas bajo el agua fresca de la piscina.
Y la superficie del agua fresca de la piscina también se mueve.
Y el rubio, de pronto, levanta la voz.
—Eh, mirad. Y se coloca un poco de lado. Sin mucho entusiasmo, miran hacía allí. El chico moreno hace una mueca con la lengua. Su cabeza, es decir su cara y su lengua y su modo de fruncir el rostro, aparece detrás de la cabeza de la chica.
Ella, la chica, que debajo de la camiseta blanca y del pantalón suave y corto lleva un diminuto bikini de colorines, siente la proximidad, el calor, el contacto directo del chico tres años mayor. Y experimenta, en ese sentir, con ese calor, una curiosa sensación a la altura de la tripa. El rubio, en ese momento, se exaspera.
—No sale, joder —dice.
—Es por la luz.
No fue el calor lo que los llevó hasta el bordillo de la piscina.
Ni la noche en el valle. Ni el verano. Ni las hormigas que en verdad tienen prácticamente tomada la parcela desde tiempos inmemoriales. Acaso haya sido la adolescencia, las ganas incontenibles de algo que no saben muy bien qué es.
—¿Hace vídeos? —dice.
—Sí.
—A que tienes uno de cuando te cargaste a los sapos.
—Yo no me he cargado a ningún sapo, gilipollas. De qué vas.
El bañador del chico rubio le cubre las rodillas. Es alto y muy delgado y al decir gilipollas se le descontrola levemente el timbre de la voz. Desde las bocamangas amplias asoman unas patitas como de gacela, pero lampiñas y por poco transparentes. El bañador es azul. También sus ojos son azules. Y también los de su padre, que además es rubio y alto, como él.
—Los matan los lobos —dice.
Y se gira. Intenta aprovechar la luz de la galería. Función vídeo. Toca la pantalla del teléfono móvil, espera unos segundos. Stop. Después se vuelve y lo reproduce. Entonces comprueba que los vídeos se pueden hacer con menos luz que las fotos.
—¿Qué lobos? Aquí no hay lobos.
—Sí los hay. Tú no sabes nada.
La chica no le contesta. Quita los pies del agua. Se pone de pie. Descalza sobre la hierba.
—Voy al servicio —dice.
—Vale.
Después de asentir, el chico moreno la ve marcharse. El vale le ha salido condescendiente, tal vez demasiado condescendiente. Tal vez se avergüence un poco, ahora, de esa excesiva condescendencia. Le sigue los pasos un instante, mirándola por encima del hombro. La figura dibujada contra el resplandor de la casa. Le mira las piernas, todas desnudas, avanzando hacia la luz.
Y se queda pensando, con las manos apoyadas en el bordillo de la piscina, los brazos trabados a un costado del cuerpo. Y mueve las piernas bajo el agua. Y levanta la cabeza. Allí en el fondo están los abedules, muy amontonados, expectantes, mezclados con lo oscuro de la noche. El agua de la piscina, que de día brilla como brillan los diamantes, ahora, en la penumbra, sin las piernas de ella, podría pensar, carece de sentido.
—¿Tienes fotos de tías en bolas?
El rubio deja de mirar la pantalla del teléfono y se ríe. Es una risa corta, nerviosa, parecida, aunque bastante menos nerviosa, a la que soltará dentro de unos minutos.
—Pues no.
—Pues vaya mierda.
Dice mierda y mira cómo el agua le cubre las pantorrillas. Y piensa en las pantorrillas de ella. Y en qué coño hace allí si ella no está. Y se le ocurre una idea vaga: ir hasta la casa. Pasar por la galería, por delante de los padres que siempre, piensa, están hablando de chorradas y no se enteran de nada. Buscarla, se le ocurre. Ir a por ella. Encontrarla dentro. En el pasillo por donde se va al servicio. Pero enseguida lo descarta. Recuerda que ayer mismo, cuando su coche estaba en la parcela, cuando su hermano mayor aún no se lo había llevado a la ciudad. Porque claro, piensa, el de él gasta lo que no está escrito, y el de mi padre más, y entonces tiran del mío, que será cutre y de segunda mano pero consume la mitad de gasolina, no te jode. Recuerda que ayer mismo, a la hora de la siesta, con la tontería, dejó que ella se pusiera al volante. Dejó que ella se pusiera al volante y condujera. Que condujera su coche. Ella dijo que le hacía ilusión, que lo primero que haría, cuando cumpliera los dieciocho, sería sacarse el carné. Estábamos tomando el sol cuando me lo dijo: ella tumbada boca abajo, yo tumbado boca abajo. Hablaban, con la cabeza de lado y los ojos cerrados. La chica morena tenía apoyada la mejilla sobre sus antebrazos, de modo que todo el costado de su cuerpo quedaba expuesto. Los ojos cerrados, él no siempre. Y la parte de arriba de su bikini de colorines sin alcanzar a cubrir tanto como ella hubiera querido. Sí, piensa el chico moreno, tomábamos el sol tumbados en la hierba y me lo dijo. Yo le hablaba de la uni, de lo guay que es ir al campus en coche y ella me soltó que le hacía ilusión aprender a conducir, que de ese modo llegaría a la academia sabiendo, que no la suspenderían, y que se lo sacaría a la primera. Eso recuerda que le dijo ella, todavía tumbada boca abajo en la hierba, los ojos siempre cerrados, los brazos hacia arriba, media areola increíblemente fuera del bikini sin que ella, claro está, lo supiera. Y él, con la vista fija en ese trocito de piel quizás rosado, le dijo que podían practicar con su coche. Aquí mismo, recuerda que le dijo, Que no hay ni dios. Entonces ella se incorporó como si le hubiese picado un insecto, tal vez una hormiga, una hormiga negra de esas que están por todos lados. Vamos ahora, venga. Sí, venga. Y fueron. Sacó el coche de la parcela y lo plantó en medio del camino de tierra, en dirección al pantano. Ella le dijo que la esperara allí, que iría andando. Cuando la vi llegar tenía puesta una camiseta, recuerda. Y también recuerda que antes de salir del coche para que ella se montara en el asiento del conductor, cuando la tuvo de pie delante de la ventanilla, de pie y quieta y esperando, le miró erróneamente el pubis, el bikini apretado entre las piernas. Y recuerda que se arrepintió de hacerlo, porque ella se dio cuenta. Entonces apuró la salida. Y mientras salía y ella se montaba y él bordeaba, avergonzado, el morro del coche, quiso, recuerda, hacer un hoyo, meterse dentro y salir al año siguiente.
Hacer un hoyo profundo. O que lo haga otra persona.
Ahora el rubio abre los brazos y camina haciendo equilibrio por el bordillo de la piscina. Como si estuviese solo. Es alto, un poco más que el chico moreno.
—Entonces…, fotos de tías en pelotas nada, ¿verdad?
Con los brazos en cruz y mirando hacia abajo, yendo por el bordillo opuesto, el rubio tarda en responder.
—Ya te he dicho que no —dice.
—Mira, ven. Ten enseñaré algo.
El chico moreno no lleva bañador. Está vestido para la cena, como lo han hecho los adultos. Polo y bermudas de lino. Y, hasta que se las quita para meter los pies en el agua, zapatillas con calcetines de esos que no llegan a cubrir los tobillos. Y lleva perfume. El rubio, con sus ojitos azules, ahora que se sienta junto al otro, huele ese aroma particular. Lo huele por primera vez. Lo huele mientras el chico mayor saca su móvil del bolsillo de las bermudas.
—Que sepas que no lo he bajado de internet, ¿vale?
Y lo huele más ahora que empieza a ver el vídeo que aparece en la pantalla.
—Mira, mira.
Oye el sonido rasposo y continuo de cuando no hay voces sino apenas aire entrando y saliendo de una nariz. Los ojos azules del rubio se quedan, sin que él se dé cuenta, algo estáticos. Y la risa nerviosa vuelve a escapársele del cuerpo.
—Qué. ¿Mola?
Quién sabe si fue por el perfume, por las voces que ahora vienen con mayor nitidez desde la casa, o por la cara de la chavala que aparecía, en un plano más o menos cenital, moviéndose torpemente con todo eso dentro de la boca.
—A que sí.
No era el olor dulce del perfume. Ni las voces de los adultos, de pronto, viniendo desde la galería. Y tampoco que nunca haya visto una acción similar porque sí que las ha visto en el ordenador. Pero esto lo intuye diferente. Era la primera vez que veía algo así con otra persona. Que sepas que no me lo he bajado de internet, piensa el rubio cuando el vídeo se interrumpe abruptamente.
—Sí, mola —dice.
—Ahora déjame ver los tuyos. Seguro que tienes algo.
—Pues no. No tengo —dice.
Y se aparta. Y se pone de pie. Y hace como que no vio nada, o como si lo que vio no fuese algo que le haya interesado demasiado. Y vuelve a abstraerse haciendo equilibrio por el bordillo, con los brazos abiertos, erguido.
—Pero me podrías pasar ése por bluetooth —dice.
Y dice:
—Así ya tendré algo.
—Ni de coña. Esto de aquí no sale. ¿Estás tonto o qué?
Si después de decir eso, el chico moreno se girara, si volviera a mirar hacia la casa, vería a su hermano de pie, todavía saludando, en medio de la galería. Llegó mientras él enseñaba el vídeo. Si se girara y mirara hacia la casa, no sólo comprendería que su coche está de vuelta allí, a su disposición, que su hermano ha regresado de la ciudad, sino que también vería a la chica morena fuera de la galería, a un costado de la farola, hablando con la madre.
Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973) vive desde el año 2001 en Madrid. Ha publicado los libros de cuentos Flores para Irene (Premio Santa Cruz de Tenerife 2003), En algún cielo (Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa 2006), y El desvío (Premio Kutxa Ciudad de San Sebastián 2007); los libros de prosa poética Arder en el invierno y Pequeños pies ingleses; y las novelas La mala espera (Premio Ciudad de Getafe de Novela Negra 2009), y Subsuelo (Premio Dashiell Hammett 2016, entre otros). Ahora Salto de Página recupera una novela que se encontraba agotada: Moravia.
Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.
La fotografía que ilustra el texto es obra de la fotógrafa y documentalista Deb Achak, su trabajo puede ser disfrutado en su página web: http://www.debachakphotography.com
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero