Crónica o retrato de un pedazo de realidad, tanto da, este texto nos llegó a través del correo electrónico de modo espontáneo y nos ha parecido una buena idea compartirlo con los lectores. Queremos agradecerle a su autor el haberlo enviado y haberlo hecho demostrando que sabe leer unas instrucciones, seguirlas y además aportar un texto interesante. Con eso es suficiente para publicar en penúltiMa.
Había salido tarde de mis clases en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, y contra mi costumbre esperaba el bus en la carrera 30 y no en la calle 53. No había mucha gente en el lugar, a unos metros del puente de la calle 45, en el costado oriental, cerca de una panadería que de noche se volvía bar o de una tienda de perros calientes que siempre persistía en su naturaleza; ya no me acuerdo. Sólo había un par de parejas de estudiantes que se abrazaban y más atrás yo, sin poder robarle calor a nadie. El bus se demoraba. Ya había empezado a sentir el desagrado de quien, siendo demasiado impaciente y detestando la espera, cree que alguien le está robando su tiempo, así no sepa quién, así no pueda identificar un culpable, y que acaso padece mayor indignación, exagerada además por la ausencia de preocupaciones genuinas, a causa de ese anonimato. En medio de esta espera, un tipo que mendigaba se aproximó a la primera pareja, que lo repelía ya desde el momento de verlo. El hombre no insistió e intentó con los otros dos estudiantes:
– No he comido, tengo frío y hambre –les dijo en tono lastimero, ladeando bastante la cabeza–. Demen algo, así sea de comer.
La pareja avanzó dos pasos y se acercó más al sardinel, amedrentada o tal vez asqueada por el sujeto. Este siguió comiendo, impávido, un mendrugo de pan y, tras el rechazo, se dirigió hacia mí irremediablemente, con decisión y a la vez con el paso desgarbado de un muñeco de pilas que no funciona bien, mirándome a los ojos desde lejos.
Pese a que me habían atracado alguna vez muy cerca de ahí, a la una de la tarde y en un andén más concurrido, ante la mirada indiferente de los celadores y la impasibilidad burlona, puedo asegurarlo, de los policías motorizados, no se me ocurrió pensar que el tipo tuviera la intención de robarme (aunque no ocultaba una agresividad que parecía natural). O no lo sentí, más bien, porque de lo que se trata nada tiene que ver con el pensamiento: uno lo siente o no, el miedo, por alguna amenaza evidente, por una intuición, por un prejuicio. Y no sentí la amenaza ni afloraron la intuición ni el prejuicio.
El tipo mordió de nuevo el pan antes de decirme, escupiendo boronas, que no iba a hacerme nada. Tenía el pelo hirsuto, castaño y no muy largo, el rostro aindiado y la tez algo morena, los ojos un poco separados y pequeños, con un brillo vivaz; podía ser más joven que yo. Volvió a repetir su retahíla, extendiéndose en argumentos (que llevaba dos días sin comer, que lo habían soltado recientemente, que no era para vicio), tal vez animado porque no había intentado esquivarlo. Entonces se detuvo, me miró y sonrió un momento; luego dijo que acababa de salir de la U. P. J.
– ¿Sabe qué es? –Yo continuaba mudo, sin entenderle–. La Upejota –agregó ante mi gesto de desconocimiento.
– Sí, claro –dije, con convicción de gente ilustrada, y pensé: “Unidad de Policía Judicial, eso debe de ser U-pe-jota”, equivocándome, porque después sabría que era más bien “Unidad Permanente de Justicia”, lugar de retención temporal y bastante arbitraria de quienes han cometido contravenciones al Código de Policía de la ciudad.
– Pues llevaba casi dos días ahí, sin comer nada. Ni agua me dieron esos tombos hijueputas. Me tuvieron en unos calabozos que son como cajas. Usté no puede ni sentarse, pero tiene que agacharse un poco porque son muy pequeños. Un día así. Miando ahí mismo, con el olor a mierda (porque claro: si toca hacer, toca), a oscuras. Y uno no puede ni dormir, porque a cada rato le prenden la luz… Esos hijueputas… Y le duelen tanto las piernas que cuando sale no puede ni caminar, y la luz le da duro en los ojos.
Se avistaba en su rostro un odio profundo, aunque siguiera sonriendo.
– Así que hermano, ya sabe que no es pa nada malo. Sólo pa comer y buscar un sitio pa quedarme y que no me cojan de nuevo.
Busqué en mis bolsillos y le di unas monedas, conmovido e imaginándomelo con las rodillas flexionadas, soportando tirones sobre el piso húmedo y blando de toda suerte de fluidos, con la espalda tocando siempre la pared fría. Me agradeció. Luego botó el pan, que no había acabado, con desprecio.
– Usté sí escucha, dijo después. Nadie le para bolas a uno. Lo rechazan o se van. Porque güele feo. Porque le tienen miedo… Pero usté escucha.
Es cierto: yo escucho. Aunque no sé si sea una cualidad, pues no sé cuánto hay de cierta pasividad en mi disposición a escuchar. Y por otro lado, no veo por qué uno no pueda hablar en Bogotá con quien le dirige así la palabra en la calle: tal vez por eso, quién sabe, me han atracado.
Ninguna de las varias rutas de bus que podían llevarme a mi casa asomaba por ahí. El hombre se percató de que leía todos y cada uno de los letreros, mientras yo forzaba la vista por la miopía: como no solía tomar el bus ahí, tampoco tenía la experiencia suficiente como para reconocer las rutas por sus colores.
– ¿No le pasa el bus? –preguntó después de un silencio extraño durante el cual pensé que se iba, tal vez incómodo porque no le ponía suficiente atención. Apenas le dije que no, que no me pasaba, comenzó a hablarme ya no en el tono lastimero y retórico que había mantenido hasta el momento, sino mucho más fresco y, supongo yo, más sincero que antes, como si sólo a partir de ese momento diera inicio a la conversación y el resto fuera una suerte de simulacro comercial. Empezó por decirme (creo, porque no estoy seguro de si no fui yo quien le puso este orden a su discurso), casi orgulloso, que no era la primera vez que había estado en la cárcel. Inmediatamente añadió que no tenía de qué asustarme, porque no iba a hacerme daño.
– Pero la Upejota, con todo y calabozos, no es nada. La cárcel de verdá, eso sí es duro. –Sonrió de nuevo–. Hasta tengo otro nombre.
Dijo cómo se llamaba: sus dos nombres y sus dos apellidos, que no eran tampoco los de sus padres, como me enteraría enseguida, pero que no eran menos suyos por eso.
– Pero mi nombre en la cárcel no es ése. Allá usté pregunta por mí con mi nombre de verdá[i]. Es un tipo sin antecedentes. Y si pregunta por él sí que van a decirle cosas –añadió casi con orgullo por su invención.
Pero si ya ha estado en la cárcel bajo ese nombre, ya tiene, también, antecedentes, me dije. Sólo durante un instante pensé en hacerle el comentario. Un poco más sensato, le pregunté: “¿Y por qué ha estado en la cárcel?”, arrepintiéndome en todo caso antes de acabar, porque creía entrar así en un terreno al cual realmente no tenía ganas de penetrar, aunque no me faltara interés.
– Por qué no, más bien. –Y parecía que iba a empezar una enumeración de sus condenas, pero no lo hizo: se quedó callado viendo la calle. Luego volvió a mirarme–. Pero no se imagina cuál fue la peor cárcel para mí –me hinqué de hombros–. La casa, hermano. Esa sí que era una prisión. Me escapé de allá a los ocho. Mis papás se fueron cuando yo era pequeñito, cada uno por su lado. Casi ni me acuerdo de ellos. La cucha me dejó con mi abuela –se detuvo y agregó con énfasis–: ¡qué abuela ni qué nada: esa vieja hijueputa! Me tuvo trabajando desde los cinco la muy gonorrea y me pegaba todos los días. Hasta que me mamé: un día, sin decir ni suerte, me fui de la casa. Dejé la vereda y nunca volví por allá.
Pasó un bus por el carril más cercano al caño, muy lejos de la acera, sin intención de detenerse a recoger a nadie. Lo seguí sólo con la mirada, más por la pena de interrumpir el relato, tan personal, de digamos Brayan que por la certeza de que era inútil cualquier gesto para parar el bus.
– ¿Ese era el suyo?
– Sí.
– ¡Mucho de malas!
Un bus que iba a Suba se detuvo. Se subió la pareja que estaba delante de nosotros. Brayan continuó; aparentemente se le había quitado el hambre.
– Terminé en Pacho. Hice de todo, pero también me cansé de eso.
Le contaron que Gonzalo Rodríguez Gacha, el “Mexicano” (llamado así por haber creado rutas para el tráfico de droga a través de México, o por su fascinación por la música ranchera y los corridos, o porque acaso pensaba que, después de un mafioso, no había nada más macho que un mariachi), jefe militar del Cartel de Medellín y uno de los más sanguinarios narcotraficantes de Colombia, estaba reclutando muchachos. Así que fue a ver qué pasaba. Lo probaron primero, enviándolo a acompañar a los de más experiencia. Lo entrenaron. Unos meses después ya hacía “mandados de verdad”, como dijo.
De repente, empezaron a pasar por la carrera 30 y a parar al frente de nosotros distintos buses que me servían, como si todos hubieran estado atascados en alguna parte y desbordado al mismo tiempo la barrera que los contenía. Pasaban y paraban ahí mismo, o casi, porque otras personas habían llegado al andén poco a poco y se habían explayado en él. Pasaban y paraban, pero yo no me movía. Recordé las fotos de los sicarios que aparecían, en blanco y negro, en los periódicos de los años noventa, y que me habían impresionado tanto en su momento. Los rostros ofuscados de esos sicarios que tendrían mi edad y que mataban a alguien por unos pesos, o por un televisor, o por menos[ii], y que de vez en cuando eran atrapados, o los rostros de otros que habían muerto en la persecución o en el tiroteo, llenos de sangre, con un ojo aún abierto, como si no pudieran dejar de ver lo que traía la vida. Recordé eso y dejé de mirar los buses, aunque cada vez que arrancaba uno sentía que podría estar mejor allí, un poco más caliente y resguardado de ese otro mundo que Brayan me ponía en frente.
– ¿Sí sabe quién era el “Mexicano”? ¿O no? –preguntó, como extrañado de que yo no reaccionara, y acaso preguntándose si no estaría hablando con alguien que tiene la cabeza en otra parte, fuera del país y del planeta.
– Sí, claro –dije parcamente, aturdido.
– Pues yo lo conocí. Ese man sí que tenía gente. Yo ya no estaba allá cuando lo mataron, porque también tuve que irme, porque si no me mataban a mí también. Pero no sé cómo hicieron para bajárselo –agregó después de una pausa.
– ¿Y eso por qué? Digo, ¿por qué lo habrían matado?
– Porque había matado a mi novia.
No tuve que preguntarle nada para pedirle una explicación de sus razones. Mi cara sola debió bastar. Lo contó con una sonrisa y con el rostro distendido, sin pasión alguna, como si se tratara de una anécdota divertida y lejana de la infancia o de alguna pilatuna adolescente. Fue en Pacho, la tierra del “Mexicano”, en una taberna atestada de gente, durante las fiestas del pueblo. Había ido con su novia, pero pronto la dejó sola y se puso a bailar con otra, “que estaba más buena que ella y bailaba máximo”. Al rato ya no sólo bailaban amacizados sino que además se besaban y él le cogía, sin mesura, el culo. Su novia había presenciado la escena completa, pero no se acercó a decirle nada, ni lo insultó desde lejos, ni se fue, ni se puso a llorar ni a emborracharse. Escogió al tipo que mejor le parecía y, saltándose el preámbulo bailable y cualquier juego de miradas y tocamientos, fue directamente a besarlo en la boca. Cuando Brayan se dio cuenta, dejó a su pareja de turno, sacó la pistola del cinto y, ahorrándose a su vez las palabras, encajó en ella varios disparos de furia. Salió corriendo de inmediato, no por temor a la turba, por supuesto (ella misma más que sorprendida, yendo de un lado al otro o escondiéndose debajo de las mesas, presa del miedo) ni a la policía, sino porque los hombres de Gacha, alguno de los cuales habría en el lugar, empezarían a perseguirlo por andar disparando por ahí, sin el permiso del patrón, en su territorio, por siempre.
– ¿Y él?
– ¿Gacha? –sólo entonces dejó de sonreír, extrañado por una pregunta que sin duda juzgaba estúpida.
– No, el que estaba con su novia… ¿También le disparó?
– No, ¿por qué? Si mi problema no era con él.
Para entonces pasaban muy pocos buses y casi ninguno me servía. Tampoco había mucha gente. De un momento a otro sentí una suerte de angustia por llegar a mi casa y una intranquilidad ambigua por la cercanía de Brayan: porque aunque en ese momento no temiera nada de él, su relato no dejaba de impactarme. Ya era muy tarde y no sabía con qué frecuencia pasarían los buses de ahí en adelante, aunque era seguro que, con esa compañía, nadie intentaría hacerme nada. Le dije que debía subirme en el próximo bus.
– Fresco, cójalo –y añadió, con un inesperado tono protector–: yo lo espero.
Estuvimos unos minutos sin hablar. Cuando el bus se detuvo me agradeció por escucharlo y dijo, con la misma sonrisa de antes (que ahora no me parecía menos terrible), que no me olvidara de su nombre en la cárcel y que podía contar con él para lo que fuera si nos volvíamos a encontrar en la calle. Me olvidé del primero y no nos hemos vuelto a cruzar.
Se subieron otros conmigo, así que tuve tiempo de sentarme antes de que el bus volviera a andar. Él seguía en el andén, mirándome, y yo esperaba únicamente, con esa especie de esperanza mágica que tenía de niño cuando se me decían cosas terribles y que al parecer no me ha abandonado del todo, que lo que acababa de escuchar no fuera verdad, sino tal vez una elaboración fantasiosa para impresionar incautos atentos, una broma de la cual Brayan pudiera reír en soledad con ese gesto de satisfacción que marca tanto las arrugas de la sien y que en él haría que sus ojos vivaces se vieran aún más pequeños. Pero, por un lado, pensé que esa historia producía menos impresión que espanto, y que otros, entonces, deberían de ser los motivos para contarla. Y por otro lado, que los hechos que acontecen en este país rebasan con creces el esfuerzo delirante de la ficción más barroca. De modo que junto a la esperanza infantil sentí también la amargura de la certeza…
Sólo cuando el bus arrancó, Brayan dio media vuelta para continuar su camino.
[i] Este no es, en realidad, su nombre en la cárcel. Lo escribí esa misma noche en un cuaderno que dejé olvidado, y mi memoria no es suficientemente poderosa para traerlo al presente, lo que es otra manera de decir que a veces selecciona bien lo que no quiero recordar.
[ii] Aunque a veces por más, mucho más: cuentan que en esos tiempos pagaban tres millones por un oficial de policía, un platal.
Andrés Betancourt Morales nació en Bogotá en 1981. Estudió biología en la Universidad Nacional de Colombia. En 2007 viajó a Francia para realizar una Maestría en Letras, artes y pensamiento contemporáneo en la Universidad Denis Diderot (París 7). En 2016 finalizó una tesis de doctorado en estudios teatrales en la Universidad Sorbonne Nouvelle (París 3) sobre la génesis de dos obras de Enrique Buenaventura: Un réquiem por el padre Las Casas y La encrucijada. Ha sido ganador o finalista de algunos concursos de cuento y de poesía en Colombia y en España (III Premio Nacional de Poesía Obra Inédita 2010, Primer Concurso Universitario de Cuento de Bogotá 2004, Tercer Premio Bárbara-Ansón de Narrativa Breve para Jóvenes Universitarios 2003). Algunos de sus cuentos, obras, poemas y crónicas han sido adaptados a la radio (UNRadio, Colombia) o publicados en revistas literarias, periódicos universitarios, compilaciones y revistas en línea de Colombia, España y Francia. Puso en escena su obra breve de teatro no verbal Los hombres de blanco (junto con Andrés Castañeda, Festival de Teatro Alternativo de Bogotá, 2006), así como La Maîtresse de Enrique Buenaventura, con Edith Girval –Festival Scènes Ouvertes, 2012, Festival pour la paix en Colombie, 2015. Fue miembro del Centro de Experimentación Teatral de la Universidad Nacional de Colombia (CETUN), colectivo dirigido por el Maestro Santiago García, con el cual participó en la creación colectiva Ich sterbe. Es editor y coautor de los libros Antón Chéjov 100 años, tomo II (Universidad Nacional de Colombia, 2007) y Biólogos lejos del equilibrio (Grupo de Biología Teórica, 2004), así como de artículos académicos sobre crítica genética y teatro. En 2016 publicó su primer libro de poemas, Para otra percepción de la noche, que debió editar él mismo por el incumplimiento de los organizadores del concurso en que dicho libro había obtenido el segundo lugar. Actualmente es profesor de español para extranjeros y escribe su primera novela.
La imagen que acompaña al texto es de Sébastien Van Malleghem.
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