Continuamos la publicación de numerosas columnas de Martín Cerda de difícil acceso de la mano de Marginalia editores, donde están preparando la edición de un volumen recopilatorio, y han tenido el amable gesto de ir compartiendo con los lectores de penúltiMa los textos de uno de los más excelsos ensayistas de nuestra lengua. Recuperamos hoy un hermoso homenaje que escribió sobre Vicente Huidobro, emocionada elegía que publicó una década después del fallecimiento del inmenso poeta chileno y que, más que sobre la personalidad o biografía del autor de Altazor, prefiere versar sobre el contexto y las experiencias de lectura. Como siempre, Martín Cerda escapaba a lo obvio del modo más elegante. No se lo pierdan.
Enero de 1948…
Entre heridas o intuiciones, camino junto al Pacífico sur. Los veraneantes pasan, como rumores lejanos, enfundados en sus risas de color (y la marina se quiebra, secamente, en los roquedos de Concón). Pasan, pasan, como si nada hubiese cambiado, como si nada fuese a cambiar, en este estremecimiento alegre de la Tierra.
Y se va el sol, serpenteado, por las aguas espaciosas, de peces metafísicos, de navíos apuñaleados por las algas, de marineros secuestrados, por los cánticos que hicieron temer al aguerrido Ulises.
Sólo en las lejanías, se encienden los cielos con arreboles de muerte. Y titubean las estrellas, escondidas entre los párpados nocturnos, como mocitas en flor, tímidas, pueblerinas, avarientas de amor.
Sin embargo, vacila la Tierra. Las palabras pierden su luz (…en el horizonte, un barco se dobla en el mar). Todo un espacio, sin fondo ni arquitecto, reclama su nombre. Pero sus iniciales se fueron en el último tren.
Se han ido los años.
Otras abejas trabajan el sol. Otros cantares se anudan, entre mis orejas, como lagos sonoros, interiores, rituales.
Se han ido —es cierto— los años. Pero ese enero, ese camino de Concón, son sombras que no se irán.
Podrán caerse, uno a uno, los astros. Podrá consumirse la memoria de los museos, volverse piedra los vuelos, los sueños (y las tontas estadísticas), pero esas sombras no se irán.
Enero de 1949. Muerte de Vicente Huidobro.
Sobre mi mesa, Altazor.
Nota literaria fechada el 15 de julio de 1961, correspondiente a sus entregas intituladas “Punta de lápiz” del periódico La República de Caracas
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero