La mejor revista del Norte de México, Pez Banana, dedicó su último número a cartografiar la obra de algunas escritoras latinoamericanas. Lo hizo desde el convencimiento de que a día de hoy son las autoras las que están realizando las aportaciones más interesantes y modificando los mapas de la literatura en castellano. En penúltiMa hemos logrado que nos «presten» algunos de esos textos, convencidos de que merecen toda la difusión que pueda ofrecérseles. Además queremos expresar una gratitud enorme hacia Iván Ballesteros Rojo, factótum de Pez Banana, que desde el primero momento se ilusionó con la idea de darle más difusión a los textos de su revista. Acá es el español Antonio Jiménez Morato quien escribe sobre la producción de la uruguaya Inés Bortagaray.
¿Por dónde discurre hoy, ya entrados en el siglo XXI, ese siglo que nos iba a ver habitando la luna pensábamos de niños, la trayectoria de un escritor? Es una pregunta que tiene más peso de lo que podemos pensar en primera instancia. La idea del escritor que publica un libro cada cierto tiempo, periodos que no siguen las presiones del mercado y sus agentes, y que no haga otra cosa más que leer o cincelar su prosa puede ser el producto de una mirada arqueológica, de un deseo más que una verdadera descripción de la práctica profesional del presente. Pienso todo esto al acercarme a la obra de Inés Bortagaray (Salto, 1975), una escritora uruguaya con dos libros publicados, el último de ellos publicado ya hace más diez años, que no ha dejado de escribir un solo día de su carrera desde entonces. De ahí la pregunta inicial, que puede ser reformulada para que acaso sea más comprensible: ¿a qué se dedica hoy un escritor? o, quizás, ¿cómo podemos replantear las categorías de autoría para que un escritor no sea, necesariamente, alguien que tan sólo publica libros y es reconocido en el más o menos restringido circuito del mundo editorial? Bortagaray es, además de novelista, guionista. De hecho, si en vez de ser uruguaya fuera oriunda de los Estados Unidos a nadie le temblaría la voz por describirla como escritora sin por ello sacarla del gremio de los guionistas. No sucede así en el mundo hispanoamericano, lo que no deja de ser, por un lado, injusto, y por otro, sorprendente. El año pasado, en el festival de Sundance de 2016, Ana Katz e Inés Bortagaray se llevaron el premio al mejor guión internacional por su película Mi amiga del parque. El jurado supo valorar la capacidad del film de insertarse en un universo aparentemente benéfico como el de la maternidad para indagar en los miedos, las dudas y la angustia que esa situación genera y dar una visión inusual e iluminadora de unos hechos que suelen ser siempre revisados desde el cliché o un romanticismo facilón. Una noticia así pasó casi totalmente desapercibida en el entorno literario por la ceguera recurrente de los que lo componen. Más aún si se tiene en cuenta que la trayectoria de Bortagaray como guionista no se limita a ese éxito de crítica: además de su colaboración extendida en el tiempo con Katz, ya habían escrito juntas con anterioridad Una novia errante, también participó en una de las películas más aclamadas del cine uruguayo reciente, La vida útil, del realizador Federico Veiroj, y contaba en su currículum con proyectos junto a los directores de la mítica Whisky, Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Una vez se tiene todo esto en cuenta, los diez años transcurridos desde que la editorial Artefato publicara en una edición cuidada y bellísima su novela Prontos, listos, ya no han sido, desde luego, años de inactividad como muchas veces un vistazo apresurado a una bibliografía pudiera dar a entender.
Y, sin embargo, no es de sus películas de lo que quiero hablar, sino precisamente de esos dos libros publicados, cierto que hace ya cierto tiempo, y que ella se niega a reeditar sin más pese a los ofrecimientos que algunos editores le hacen reincidentemente. En un entorno profesional como el que vivimos, donde todos se pelean por no perder su cuota de popularidad y mantener su visibilidad, por escasa que sea, una creadora con la honestidad de rechazar esas ofertas con un argumento tan sencillo y demoledor como que no puede seguir viviendo de esos libros ya publicados y que, de volver al ruedo editorial, debería hacerlo con un texto nuevo debería ser un argumento irrebatible para convertirla en alguien merecedor de más atención de la que suele dársele. Pero aún así es siempre mejor hablar de hechos contrastables, ciertos, de esos dos títulos al alcance de los lectores, aunque sea de unos pocos afortunados.
Su debut, en 2001, se dio con Ahora tendré que matarte, una colección de textos breves, es complicado llamarlos cuentos, que apareció dentro de una colección hoy mítica, De los Flexes Terpines, formada por quince títulos escogidos por Mario Levrero, ya fuera de entre sus alumnos en los talleres de escritura o de amigos además de dos libros de su propia autoría, y que publicara la editorial Cauce. Se trató de un milagro raro: una colección de quince libros que aparecieron simultáneamente en las librerías montevideanas y que fueron el fruto de una feliz colaboración que incluyó a otros autores hoy reconocidos como Pablo Casacuberta en las labores de diseñador (cualquiera que los haya tenido en la mano sabe que son libros preciosos en, quizás por, su sencillez) y a Gabriel Sosa en las de coordinador de la edición. El libro de Bortagaray en concreto es una muestra perfecta de la versatilidad de su prosa, que va encarnándose en distintos textos, siempre muy breves, que parecieran haber nacido, todos ellos, como ejercicios del taller que dirigía Levrero y del que ella formaba parte. Carentes de títulos, sutiles y acelerados, al haber sido presentados como un todo unitario generan lecturas divergentes y contrapuestas. Habrá quien quiera leerlos como capítulos de un todo mayor, también habrá quien los vea como una colección de textos independientes aunados por una necesidad meramente física de armar un volumen unitario que pueda ser editado. Son opciones válidas que, en cambio, descuidan la fragilidad intencionada de esos textos, que, intuyo, pueden ser interpretados de modo más cabal en relación al modo en que se concibe una exposición de artes plásticas. Allí un creador, normalmente el artista aunque pueda ser el curador, recoge una serie de obras a las que dota de unidad bajo un marco común, pero que pueden ser, también, aprehendidas de modo individual, y que generan entre sí relaciones por capilaridad, por cercanía y ósmosis, ya que de modo inevitable la presencia de unas influye en la recepción de las otras al ocupar un espacio común y compartir ese enfoque unitario. Pero, además de disfrutar del tránsito por esa exposición, de entre esa colección de textos pueden espigarse los que están comenzando a adelantar, quizás a formar, el tono de su siguiente libro: un modo de interpretar y recrear la infancia, no desde la melancolía o el truco fácil de impostar la voz del niño, sino construyéndola ante los ojos del lector.
Prontos, listos, ya, que se publicó primero por Artefato en 2006 y más tarde fue reeditada por Punto Cero en 2010, e incluso se tradujo al portugués en la prestigiosísima Cosac-Naify en 2014, es uno de esos libros que se entrañan en el lector. Aparentemente ligero por su brevedad o por la elección del argumento (la novela narra un viaje familiar en automóvil desde Salto hasta la costa uruguaya usando la voz de una niña que viaja en la parte trasera del auto junto a sus hermanos), el libro en realidad tiene un calado mucho más profundo, y se hunde en las raíces de la literatura uruguaya más de lo que a primera vista puede parecer. Al igual que en su primer libro la herencia levreriana se hacía notar tanto en su uso desjerarquizado de los géneros como en la mirada lúdica de la realidad, en su vocación iconoclasta e inquieta, en este caso Bortagaray se incardina con la novela de una gran escritora uruguaya, de hecho la única novela de la poeta Circe Maia: Un viaje a Salto. Lo que las contrapone es que en la novela de Maia se trata de una travesía hacia Salto, donde se encuentra la cárcel en la que se encuentra preso por motivos políticos el padre de la niña, y en la de Bortagaray es el veraneo en la costa la excusa de la travesía. Pero en los dos casos se trata de nouvelles de una fascinante intensidad, en las que la mirada infantil es un recurso meditado y bien resuelto, y que terminan por retratar los momentos históricos de un país siempre demasiado marcado por vaivenes políticos y económicos. Maia hace uso del tren, Bortagaray ubica el viaje en un coche, pero el contraste entre los espacios interiores y el exterior es común en ambos casos, incluso el manejo de materiales simbólicos y líricos al respecto. Tampoco creo que pueda leerse de modo casual el hecho de que Maia es, por trayectoria, ante todo una poeta, y Bortagaray parece haber visto reconocido de modo más frecuente su labor como guionista. Se trata pues de dos escritoras con una producción más cuantiosa dentro de géneros no novelísticos, pero que cuando han decidido publicar una novela han puesto en circulación dos textos de una vigencia perenne. Dos textos capaces de hacer esa cosa tan extraña de sumergir al lector no en un libro sino en la vida y permitirle añadir experiencias que no vivenció como si fueran propias.
Porque es ahí donde está la verdadera trabazón que une estas dos novelas que, si hay justicia, terminarán por imponerse, precisamente por su brevedad y sabio manejo de las sutilidades de la vida, como referentes de la narrativa uruguaya. La estirpe de narradores nacidos en la banda oriental del río Uruguay es de sobra conocida y cuenta con un prestigio innegable: Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y Mario Levrero son cuatro autores fundamentales para entender la narrativa en castellano, y no es casual que conformen el póker de narradores del país. Pero, cuando se habla de autoras, la producción uruguaya ha destacado siempre a las poetas. Conocemos así a Juana de Ibarbourou, a Idea Vilariño, a Marosa Di Giorgio, entre otras, pero de algún modo pudiera pensarse que la narrativa femenina del Uruguay no tiene autoras tan estimables como la masculina a causa de su aparente invisibilidad. Y precisamente por eso resulta más urgente si cabe recuperar novelas como Un viaje a Salto o Prontos, listos, ya, que presentan una narrativa de una sentimentalidad y perspectiva propias y son perfectamente equiparables a esas grandes obras de la narrativa local. Así que quizás sea sobre novelas así, las de Maia y las de Bortagray, donde haya que cimentar una nueva mirada sobre la literatura uruguaya, con narradoras originales, transversales, sugerentes, líricas y, ante todo, excelentes.

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su último libro publicado es La piedra que se escribe (Festina, México, 2016). Es el director de penúltiMa.
Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
La fotografía de Inés Bortagaray está realizada por la artista multidisciplinar Magela Ferrero.
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