Compartimos una nueva columna de Martín Cerda, siempre de la mano de los amigos de Marginalia Ediciones que tan amablemente han sido los inductores y proveedores de la sección Punta de lápiz. Emn este caso se trata de una nota literaria fechada el 19 de febrero de 1978, correspondiente a sus entregas intituladas “Fragmentario” del periódico de circulación nacional Las Últimas Noticias , donde Cerda reflexiona sobre la angustia existencial sobre la que gravita la literatura en lengua castellana y, acaso, anhela un poco más de alegría y humor en ella.

 

Pareciera que, de pronto, toda la tierra hubiese sido invadida por una generación de hombres sin alegría. Hasta hace algunos años, era posible todavía hablar o escribir, con algún sentido, de la alegría de vivir. Hacerlo en nuestros días sería, en cambio, sólo un brutal sarcasmo. Dudo, sin embargo, que alguien pueda percatarse de la última significación de este hecho: ni siquiera disponemos, como lo advertía, el historiador Lucien Febvre, de una efectiva historia de la alegría.

No se trata de un hecho menudo.

La alegría –esa chispa divina para Schiller– se ha sustraído de todas partes: lo muestran la actual literatura, el cine y, sobre todo, el gestuario elemental de la vida cotidiana. El último escritor alegre, en nuestra lengua, fue el genial y olvidado Ramón Gómez de la Serna; lo fue hasta en las páginas finales de su Automoribundia, en las que entró risueño a torearle a la muerte. Otro tanto hizo, en la lengua francesa, Paul Morand.

Se podría, sin gran esfuerzo, inventariar la bancarrota de la alegría: bancarrota general que Nietzsche, pensador dionisíaco, preveía ya en su primer libro: “En vano –escribía– andamos al acecho de una única raíz que haya echado ramas vigorosas, de un pedazo de tierra sana y fértil; por todas partes polvo, arena, rigidez, consunción”.

Es preciso, pues, ajustar la mirada.

Los hogares, desde luego, convertidos en un depósito de gestos irritados e irritantes; quebrados literalmente por la penuria, el tedio y la estupidez. Las fiestas, sin las cuales una sociedad se transforma en termitera, han olvidado el alma festiva, hasta llegar a ser sólo un rito más de embrutecimiento “colectivo”. Las grandes ciudades, que imantaban hasta hace poco la fantasía, ahora sólo destilan soledad, tristeza e indiferencia.

Resulta coherente que, en un mundo sin alegría, el drama de la vida pueda convertirse algunas veces en un acto trágico. Esta conversión extrema condujo a la muerte, en los últimos años, a s tres amigos entrañables, escritores rigurosos: los argentinos Alejandra Pizarnik y Héctor A. Murena y el ecuatoriano César Dávila Andrade.

 

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.