La banda argentina Los Espíritus recorrió varias ciudades de España, entre ellas Madrid, como parte de su gira “Agua Ardiente”. La Sala Copérnico fue el escenario en el que un montón de cuerpos vibró “bajo la luna”. María Laura Padrón, que estuvo allí, nos cuenta su particular y subjetiva crónica del concierto o de la borrachera, decidan ustedes.
El llamado de “Los Espíritus” fue incesante, absorbente, me arrastró. No hubo forma posible de que, tras enterarme de su parada en Madrid para brindar a los sedientos un “buche” de Agua Ardiente, me abandonase la idea de presenciar, o mejor dicho, vivir un verdadero ritual que transporta no sólo el sentido del oído, sino todo la humanidad, a una mezcla electrizante de sonidos y colores que evocan la belleza ancestral y la crudeza de la tierra.
Al sexteto de la Paternal “el fuego los unió una noche”, el mismo fuego que hace varias noches me guió hacia la calle Fernández de los Ríos, donde está ubicada la Sala Copérnico: escondrijo subterráneo para los seres que buscaban sumergirse, perderse, quemarse en el fuego de la hoguera. Todavía la luna no se había instalado en el cielo cuando ya varias personas habían llegado. Tras recorrer el largo pasillo de la entrada, bajar las escaleras y cruzar una especie de portal hacia un salón más cálido, encontré a unos de pie tomando cerveza, otros sentados en el suelo de madera. A la derecha, la barra. Visitarla, una antigua danza sin peligro de extinción.
Primeros chupitos
“Dame algo esta noche. Esta noche es especial”, sonaba en las cornetas mientras los protagonistas del momento se preparaban detrás de los telones. Era La noche eterna, de “Él Mató a un Policía Motorizado”, también músicos argentinos. Repetí ese verso para mis adentros y me dispuse a esperar que “Los Espíritus” descendieran, aparecieran, nos poseyeran. En tanto, veía cómo algunos posaban de distintas formas entre un fondo verde y una cámara que la marca de cerveza Budweiser dispuso para dejar grabadas postales instantáneas del concierto.
Al rato apareció en el escenario la banda hispano argentina “Caravana”. Su presentación fue breve y sirvió de preámbulo para lo que todos, ansiosos, aguardábamos. Al terminar, las personas se congregaron más cerca de la tarima y una pausa con sabor a salsa se interpuso: “Se ponen bravo mi amigo, ninguno quiere salir”. Celia Cruz y Willie Colón interpretando Dos Jueyes en los altavoces liberaron la furia en quienes enseguida se pusieron a bailar. Cualquier rincón era bueno.
Embriaguez de “Agua Ardiente”
Ahora sí, todo preparado. Cada instrumento en su sitio, esperando las manos de Maxi Prietto, Santiago Moraes, Miguel Mactas, Martín Fernández Batmalle, Fer Barreyro y Pipe Correa. Micrófonos, guitarras, bajo, percusión y batería, conjugados en un viaje místico que mezcla el blues, el grooves y la psicodelia. El público, listo para beber del dulce jugo que “Los Espíritus” brindaron esa noche.
La mirada, Perdida en el fuego y Jugo, todas piezas de Agua Ardiente, tercer disco de la agrupación, fueron las primeras en sonar y soltaron entre todos las ganas de cantar. El escenario, a veces verde, a veces azul, a veces rojo, contrastaba con las bolas tornasol que colgaban del techo. Continuaron con Mares, Pelea Callejera, La crecida y Perro viejo, pertenecientes a su segunda producción: Gratitud, y los cuerpos se menearon de un lado a otro. “Hay olor a humo, hay olor a tren, hay olor a lluvia, y a pobre también”, cantaron con fuerza Maxi y Santiago, mientras que el público seguía mostrando los mejores pasos rocanroleros de su repertorio.
Más tarde, la atención de los presentes se intensificó cuando llegó el turno de interpretar unas de las canciones más crudas, más reales de “Los Espíritus”: Negro Chico, que relata la historia de un niño hambriento al que su madre mandó a pedir en las calles. “Juntando las monedas, Negro Chico así aprendió a contar”. Un verso que se repite nuevamente y culmina sin remilgos: “Se traga el llanto Negro Chico porque es de putos ponerse a llorar”.
Las últimas, las del estribo
La noche continuó con el calor apoderado de nuestras sombras desatadas, perdidas en el fuego embriagador y sin ningún avisto de retorno. Cantos, bailes, risas, y hasta la mordida de Maxi, el líder del grupo, a una jugosa fruta que no alcancé a divisar, fueron parte del viaje que nos subió un rato a La rueda que mueve al mundo, esa que no para de girar y girar.
Un tanto atolondrada, cerré los ojos; moví mis manos y caderas, obedeciendo con empeño un mandato que resonó. “Remen ya, vamos a la luna”, invitación que no cesaba. “¿Cuándo?”, pensaba en medio del éxtasis. Un sacudón de timbales lo dejó claro: “El día de hoy, en este instante la luna llena es un buen momento”. Y sí que fue un gran momento, la luna como testigo silente de un concierto que no dejó a nadie indiferente, tanto que unos pidieron más. Llegada la hora de partir, en la calle apenas percibí el frío de la medianoche, el cuerpo todavía arde. Espero, mañana, pronto, volverlos a ver.
María Laura Padrón (Puerto Cabello, 1992). Transeúnte y periodista. Vive en la búsqueda permanente de las historias detrás de los rostros, gestos, pisadas. Haciendo malabares en este mundo circense, en el que aspira jamás perder la capacidad de asombro ante lo que, en apariencia, resulta nimio. Su trabajo periodístico ha sido publicado en los diarios venezolanos El Nacional y Notitarde y en la revista digital Clímax.
Las fotos del concierto son obra de Delukas Kraus.
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