Publicado en Costa Rica por la editorial Germinal, «La lucidez del miope» es el primer libro de ensayos que publica Carlos Fonseca (en penúltiMa se publicó un adelanto editorial en su momento), autor con un pie en Costa Rica y otro en Puerto Rico, que ha publicado las novelas «Coronel Lágrimas» y «Museo animal» y reconoce una y otra vez su deuda intelectual con Ricardo Piglia, que fuera su profesor en Princeton.

 

“Todo escritor inscribe en sus textos su mito de origen”, solía repetir Piglia en clase. “Todo escritor cuenta, de una manera u otra, cómo accede al mundo de la lectura y de la literatura”.
Carlos Fonseca, La lucidez del miope.

 

Cuando pasé la frontera de Peñas Blancas, me percaté de que uno de los libros que llevaba para el viaje empezó a palpitar, a croar, a emitir luz. Allí y entonces empezó a tejerse este caduceo, esta doble hélice.

Ya es raro y llamativo que alguien se siente en una frontera a leer un libro, cualquiera que sea el libro o la frontera, pero será una forma especial de suspicacia la que convoque, en territorio nicaragüense, un libro en cuya portada se lee: “Carlos Fonseca, La lucidez del miope”. Alguien podría pensar que se trata de un libro acerca de (o escrito por) Carlos Fonseca Amador, dirigente histórico del Frente Sandinista de Liberación Nacional, nacido en Matagalpa en 1936, quien ostentaba, en vida y en el recuerdo, unos culos de botella de este grueso, para paliar la miopía que tantas complicaciones le provocó en sus andanzas guerrilleras. Pero este es otro Carlos, parece.

Se trata de Carlos Fonseca Suárez, nacido en San José, Costa Rica, en 1987, emigrado luego a Puerto Rico, desde donde salió a estudiar literatura en Estados Unidos, para luego saltar el océano y afincarse en Londres, donde escribe y enseña literatura latinoamericana.

Este Carlos Fonseca reúne un conjunto de prosas diversas que tienen en común ser apuntes de lectura, al igual que estos trazos. Digo trazos y traigo a colación a Carlos Fonseca Suárez, no sólo a propósito de La lucidez del miope (publicado por la Editorial Germinal), sino también porque es autor de Museo animal, una novela donde se plantea la posibilidad de una representación gráfica que condensa y codifica un texto, es decir, un relato, como quien se propone una escritura espiral, o de plano cartesiano, o en forma de pentagrama. Este juego de espejos no pretende ejercer el quincunce de Museo animal, sino el doble serpenteo de dos hilos mellizos, pero recibe su influencia.

En La lucidez del miope, se incluyen tres ensayos sobre Ricardo Piglia, otro lector y escritor, argentino, quien, además, fue maestro de Fonseca Suárez. En estos textos, no poco perfumados de homenaje, Carlos Fonseca propone que, en la obra de Piglia, “la lectura se erige con la fuerza de una poética propia”. Luego añade que la noción de literatura de este autor argentino adquiere “una densidad propiamente política ya que nos provee de un artefacto desde el cual explorar la falsa escisión de nuestra realidad social: aquella que separa al supuesto mundo real de aquellos alternativos”. Más adelante sintetiza que, según él, Piglia concibe “la lectura como un lente de acceso a un lugar propiamente utópico”.

El carácter político de la lectura nos es relevante para acercarnos a los perfiles literarios y las reseñas de autores contemporáneos que nos sugiere este Carlos Fonseca en La lucidez del miope acerca de W. G. Sebald, Lorenzo García Vega, Osvaldo Lamborghini, o Marta Aponte, Juan Villoro, Samanta Schweblin, o Luis Chaves y Guillermo Barquero, por citar algunos. Pero también, si le seguimos la pista a Ricardo Piglia, encontramos una mirilla para asomarnos, esta vez sí, a Carlos Fonseca Amador.

Emilio Renzi es a la vez personaje y heterónimo de Ricardo Piglia. Sobre él, Carlos Fonseca (Suárez) dice que es el lector obsesivo que encuentra “una multitud de redes y tramas que buscan desestabilizar la imagen unívoca del mundo”.  Dice: “donde el pragmatismo ve la parsimonia de un presente unívoco, la literatura esboza un complot contra lo real”. Y yo entonces me imagino a Fonseca Amador mirando, con aquellos culos de botella frente a los ojos, la realidad que lo rodea a la luz de lo que lee, y tramando complots.

En El último lector, Ricardo Piglia escribe un ensayo titulado “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en el que concibe a Guevara como el último lector porque “busca en las ficciones que ha leído el modelo de la vida que quiere vivir”. Si partimos de que todo relato es ficción, incluso los Pasajes de la guerra revolucionaria, Fonseca Amador es también un lector que busca asumir su vida, como dice Piglia del Che: “a partir de cierto modelo de experiencia que ha leído y que busca repetir y realizar”.

Este texto no solo nace, va y viene, en una frontera político-administrativa que lleva por nombre Peñas Blancas, sino que también se ocupa de “esa tensión entre lectura y experiencia” a la que hace referencia Ricardo Piglia.

Carlos Fonseca Amador era un lector obsesivo. Según sus obsesiones, vale decir: como cualquiera de nosotros. A pocos sorprenderá que leyó de marxismo: el Manifiesto del Partido Comunista, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, escritos diversos de Lenin y sobre historia nicaragüense; pero también se interesó por textos literarios como Las uvas de la ira, de John Steinbeck; la Ilíada, de Homero; el Canto General, de Pablo Neruda; por la obra de Rubén Darío, entre otros. Al respecto, en una “Noticia sobre Darío y Gorki”, publicada en 1979 en Casa de las Américas, se queja:

Señálese la situación de la difusión de Darío en Nicaragua sojuzgada por la tiranía somocista. En el país, hasta 1974 no ha sido editada jamás una obra específica del escritor, a no ser las arbitrarias antologías de los editores del país. En 1967 se llegó al centenario sin que esté publicada una definitiva colección de sus obras completas. […] La mano de la agresión cultural norteamericana no podía estar ausente del ocultamiento de escritos darianos de espíritu latinoamericanista. Lo anterior se desprende al conocerse los materiales que excluyó de su investigación en la Argentina, publicada en 1938 en Nueva York, el norteamericano Erwin K. Mapes, de la Universidad de Iowa. (p. 498)

Aquí se hace necesario volver a tensar la cuerda que ata, de un lado la lectura, del otro la experiencia, para echar a rodar un par de trompos, que son dos libros de portada roja (como otros tantos de la biblioteca con la que aprendí a leer), forrados con plástico, en los que también se lee “Carlos Fonseca”, y abajo “Obras”. En uno dice “Tomo 2. Viva Sandino”, en el otro “Tomo 1. Bajo la bandera del sandinismo”. No es difícil adivinar que se trata de una antología redundante, aunque no por ello aburrida.

En una carta impregnada de humor, fechada en mayo de 1958 y dirigida al tirano Somoza, Fonseca Amador pide que le sean devueltos una cámara fotográfica, un juego de lápiz y pluma, y tres libros. “Me decomisaron otros objetos que no tengo sumo interés en recuperarlos”, añade. Le interesan sus libros. La carta hace referencia a otra anterior y a un decomiso respectivo:

Hace varios meses le escribí a usted una carta en la que le reclamaba unos libros que varios militares habían sacado del lugar en que yo vivía en León. En esa carta yo le decía que los libros no le servirían para nada al gobierno, mientras que para mí significaban el fruto de toda una vida juvenil. […] A las varias semanas recibí gran parte de los libros. (p. 145)

Voy a enfatizarlo: el mae le escribe una carta al dictador para que le devuelva los libros. Por segunda vez. La carta relata, además, cómo recibió una paliza por parte de un soldado al que él le repetía: “El general Somoza es más inteligente que usted. El general Somoza es más inteligente que usted”. Voy a enfatizarlo: el mae seguía burlándose, a pesar de los golpes. “Si la víctima se ríe, desarma al victimario”, decía en su Elogio a la risa Carlos Ruiz de la Tejera, “porque el humor es un arma”.

Imaginando a Carlos detenido, recuerdo a Ricardo Piglia, porque esta es una ficción petulante en la que las citas parecen dichas de memoria. Este escritor argentino se detiene en una foto en la que el Che lee arriba de un árbol y en los pasajes autobiográficos en diarios y cartas que lo configuran leyendo en Bolivia o Congo. Dice Piglia: “podríamos hablar de una lectura en situación de peligro”.

La experiencia de Carlos Fonseca Amador es la de la lectura en doble situación de peligro: detención del lector y decomiso de sus libros, a lo que se añade la limitada circulación en general. Dice Piglia: “Hay una tensión entre el acto de leer y la acción política”.

Parado en esta frontera, leyendo La lucidez del miope, vivo esa tensión. “Ya lo decía el propio Piglia” – dice Fonseca Suárez -“la crítica es una de las formas modernas de la autobiografía [y cita]: ‘Alguien escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas’”.

A propósito de los Diarios de Emilio Renzi (de Piglia), este Carlos Fonseca destaca el pasaje en el que se configura un encuentro con Borges y la sensación de estar frente a La Literatura cuando el autor, ya ciego y consagrado, invita a un tímido aspirante a literato a buscar la cicatriz que dio origen al cuento titulado “El Sur”. Esto es relevante en dos sentidos: por un lado, da pie a la reflexión de Fonseca acerca de la búsqueda de una “forma inicial [donde] la lectura y la escritura se invierten y se confunden”, que es a la vez la forma y el método de este escrito; y, por otro lado, porque, con Carlos Fonseca Amador, podemos entender que leer, en Centroamérica, es también buscar una cicatriz.

Este Carlos Fonseca imagina un “lector valiente que se lanza en busca del origen de la ficción”, es decir, de esa forma inicial que es una cicatriz. Nunca terminaré de decir los modos en los que me apela esta idea. Por ahora me contento con proponer que Carlos Fonseca Amador busca la forma inicial de la literatura (que es la vez una forma ideal de literatura, por cierto), en el poeta de su obsesión, el poeta pistolero, el ajusticiador del tirano: Rigoberto López Pérez.

Como hemos dicho que la literatura puede ser una manera de desestabilizar la noción de realidad, imagino dos astros, como cometas, que se atraen y repelen según el vaivén de otras órbitas, de otras fuerzas de gravedad, y en su trayectoria van desprendiendo esquirlas del fuselaje. Hasta que se estrellan de frente como dos automóviles en una noche ebria y por las ventanas abiertas se desparraman papeles, porque son libros.

Nuevamente, los aportes de Piglia a propósito del Che son sugerentes. Rigoberto, es decir, el personaje que escribe Carlos Fonseca con su lectura, que lleva por nombre Rigoberto, también se propone “salir de un mundo cerrado y libresco a la vida para encontrar el fundamento que legitime lo que escribe”. Unas páginas después, Piglia dice lo siguiente que preferí no cortar:

Todo esto forma parte de una tradición literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la experiencia, cómo salir del mundo libresco, cómo cortar con la lectura en tanto lugar de encierro. La política aparece a veces como el lugar que dispara esa posibilidad.

El lugar que dispara. Esta idea recuerda a André Breton, el escritor conocido como Papa del surrealismo porque dictaminaba cuál artista entraba o salía de ese selecto grupo de moda, quien, con toda la frivolidad que puede ejercer un francés, dijo que «el acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud”. Y luego añadió: “quien nunca en la vida haya sentido ganas de acabar de este modo con el principio de degradación y embrutecimiento existente hoy en día, pertenece claramente a esa multitud y tiene la panza a la altura del disparo».

Rigoberto López Pérez no era francés, era nica: tomó un revólver y fue a matar a Somoza. Guevara, antes de ser el Che, es decir, antes de tomar las armas, describe su propio distanciamiento de la realidad, en un pasaje de 1952 que Piglia destaca:

Me doy cuenta de que ha madurado en mí algo que hace tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: el odio a la civilización, la burda imagen de gente moviéndose como locos al compás de ese ruido tremendo.

Son apuntes de Quijada, o Quesada, antes de convertirse en Don Quijote. Carlos Fonseca Amador,  en su lectura sobre Rigoberto López Pérez, cita un poema de Leonel Rugama que dibuja ese momento.

Me van a perdonar la digresión (¿otra?), pero a Leonel Rugama le debo un poema. Así que diré que fue aquel de quien Carlos Mejía Godoy hizo el verso que dice: “¿Te acordás de aquel muchacho, / el que vendía tortillas? / Se salió del seminario / pa’ meterse a la guerrilla. / Murió como todo un hombre / allá por el cementerio. / Cometió el atroz delito / de agarrar la vida en serio”. Y cuando les cayó la guardia con todo el arsenal del estado, a él y a sus compañeros, y desde afuera les gritaron los soldados que se rindieran, todavía alcanzó a responder un último poema: “¡Que se rinda tu madre!”; de modo que escribió para sí mismo no uno sino dos hermosos epitafios y medio. Y sobre Rigoberto López Pérez, escribió Leonel Rugama: “jugó hasta las seis de la tarde / y cuando se fue / limpiando la cara con un pañuelo / y las muchachas le hablaron / para que continuara jugando / él dijo / ‘tengo que ir a hacer un volado’”.

La lectura que hace Fonseca Amador sobre Rigoberto se parece a lo que encuentra Piglia en el Che: “el sacrificio y el exceso, la ruptura del límite como condición de la subjetividad política”, y en ello se fundamenta para construirse a sí mismo a la altura de sus libros. No de otro asunto estamos hablando.

“Hay que partir de una experiencia alternativa a la sociedad”, dice Piglia, y es lo que Carlos Fonseca Suárez nos sugiere como la densidad política de la lectura, la función utópica de la literatura según Piglia, y el ejercicio de distracción en el que consiste este acto fronterizo.

De una carta de Guevara a sus padres, Piglia destaca una línea que hace referencia a su voluntad pulida “con delectación de artista”. He ahí un lector: se llama Ernesto, Rigoberto; tal vez se llame Carlos o Ricardo, o tal vez lleve ya un pseudónimo, porque ha sido armado caballero. Sobre este terreno de autoficción legendaria se sustenta toda una cordillera de nombres de guerra.

Quiero decir que estoy con un pie aquí y con otro acá, mirando dos caminos que se bifurcan. Ambos llevan por nombre Carlos Fonseca. Uno lee a Piglia, que lee al Che. Otro lee a Rigoberto López Pérez. Entonces, allá adelante, un trillo conecta los caminos.

Carlos Fonseca Amador lee la carta de despedida que escribe Rigoberto López Pérez a su madre con delectación de artista: él, cuyo nombre será grito de consigna en las batallas, cuando un puñado de adolescentes se lance contra un cuartel en una acción de la cual están convencidos de que no es otra cosa que la conquista de la libertad, él, desarma la carta escrita en prosa según una “estructura gráfica heterodoxa” para darle forma de poema.

Y es en esa actitud que va del humor al placer del texto, con los pies en el barro de su circunstancia, buscando salir de la biblioteca para entrar a la acción, donde intuyo la forma ideal de lectura que está en tensión con la experiencia. Porque a estas alturas del tránsito, en este lugar fronterizo, se hace necesario establecer distancias y decir ahora que reivindicar la actitud de lectura que se propone aquí con Carlos Fonseca Amador quiere decir también desmenuzar y echar a freír su planteamiento político para barruntarle los olores.

Y otro será el momento y la circunstancia para decir que, en el caldo que ahí se cuece, hay cuanto menos dos ingredientes agrios, que son las ideas de vanguardia y unidad, entendidas en la dimensión política de las proclamas del tocayo nica. No quiero detenerme en estos asuntos, de modo que diré, apenas, que las nociones de vanguardia y unidad respaldaron expresiones de autoritarismo y centralismo que probaron tener consecuencias desastrosas.

Y me da por justificarme argumentando que, quizás, la desobediencia de esos postulados políticos sea una actitud más coherente con el pensamiento de Carlos lector.

Piglia contrasta a Ernesto Guevara con Gramsci, quien leía y escribía desde la cárcel: “el que lee está quieto”, dice. La referencia a este italiano es pertinente porque ahora el meteorito es una bola que rueda por una escalera cuyos escalones tienen nombres como Antonio Gramsci, Franz Fanon, Gayatri Spivak, Walter Mignolo, Aníbal Quijano y es evidente que algunos peldaños están destruidos y faltan, pero que más o menos resumen, a brincos y saltos, un devenir discursivo que supone un cuestionamiento en torno a la idea de colonialidad, que luego sería retomada y repetida aquí como una moda importada de las universidades gringas (en el mejor de los casos) o como un mandato (en el peor), es decir, como una expresión más de colonialidad, sin que ello tuviera implicaciones en cuanto a cómo construimos conocimiento, sobre la conciencia de esa condición colonial pero procurando emanciparnos de ella; es decir, en orfandad de la actitud liberadora que encuentra Carlos Fonseca Amador en el ejemplo histórico, o más bien: mítico, de Augusto César Sandino.

Sobre Sandino, dice Fonseca Amador que “es el héroe guerrillero nicaragüense cuyo nombre ha pasado a ser símbolo de la ya secular lucha de los pueblos de la América Latina contra el imperialismo yanqui”. Y a mí me gusta pensar que Sandino nos permite ampliar esta perspectiva hacia una idea de emancipación, una actitud libertaria frente a cualquier forma de sometimiento. Fonseca Amador entresaca de la correspondencia de Sandino esta proclama: “Mi ideal campea en un amplio horizonte de internacionalismo, en el derecho de ser libre”.

Recordemos que el de Sandino era el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional y en su mirada, en su pose, en su sombrero pienso para imaginar la posibilidad de una soberanía epistemológica que nos permita construir conocimiento desde nuestra propia realidad y nuestra propia historia.

Ahora, nuevamente, el hombre leyendo soy yo, y leyendo e imaginando, traspasando fronteras, tarareo una canción de Café Tacuba que empezaba con “Si nos quieren conquistar /tendrán que quemarnos vivos” y terminaba con “Seremos capaces de pensar por nuestra cuenta. / Seremos capaces de pensar”, que se llama “El fin de la infancia” y que resume el tono, a la vez rabioso y festivo, con que decido leer a Carlos Fonseca Amador leyendo a Augusto César Sandino, y también todo lo demás.

“En el final se juega el sentido”, dice Carlos Fonseca Suárez que dijo Ricardo Piglia en su última clase. Ya llega el funcionario de migración a gritar nuestros nombres y a repartir pasaportes, y este chop-suey con berenjena, como quien dice este arroz-con-mango, se acerca al suyo.

Con suerte, tal vez llegue a ser, no la forma inicial de la literatura, sino su propio punto de partida: un libro que se titula La lucidez del miope y en cuya página 27 (que es el resultado tres carlos leyendo tres libros por tres) habla de una intuición fundamental que yo quiero para mí: “aquella que dicta que también hay una pasión detrás de las ideas, una pulsión emotiva detrás del lente crítico”.

 

Referencias en orden de aparición
Carlos Fonseca (Suárez), La lucidez del miope, Editorial Germinal, 2017.
Carlos Fonseca (Suárez), Museo animal, Editorial Anagrama, 2017.
Carlos Fonseca (Amador), Obras, Tomos 1 y 2, Editorial Nueva Nicaragua, 1981.
Ricardo Piglia (Renzi), El último lector, Editorial Anagrama, 2005.

 

Carlos Regueyra Bonilla (San José, 1989) Se dedica a leer, escribir y hacer radio. Produce el programa de entrevistas sobre literatura El placer del texto que se transmite por Radio U. En 2016 la Editorial Costa Rica publicó su novela «Seis tiros», ganadora del Premio Joven Creación de ese año.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.