Este año 2020 la pandilla Crack hace doblete. Si ya para conmemorar uno de los Días del Libro más raros de nuestra vida propusieron en el pasado mes de abril el Crack Vol. 6 Especial Pandemia, vuelve ahora con un número navideño que, sorprendido durante su gestación por la muerte del astro del fútbol argentino, viene dedicado a uno de los últimos mitos del s.XX: Diego Armando Maradona. No se trata aquí de un homenaje, un número hagiográfico, una celebración acrítica, ni siquiera una loa o análisis de su figura histórica. Más bien se trata de situar al mito en su órbita personal, lo cual permite que aparezca el 10 con sus luces, sus sombras y sus claroscuros. Está el genio, pero también está el hombre: el dios fieramente humano. Descargar aquí el volumen 7 de Crack
Papá iniciaba otra lucha por su vida cuando yo finalizaba este texto.
No lo sabía. Ahora lo sé. Y estoy asustado.
Papá es hincha de San Lorenzo, nunca fue muy futbolero. Creo que adoptó el azulgrana por rebeldía adolescente. El que me hizo hincha de River fue su padre, mi abuelo: había nacido en 1911 y se conocía a todas las glorias de la banda. Nomás tuvo a su primer nieto supongo que dijo: “Este será de River, cueste lo que cueste”. No le costó demasiado.
En el 78 papá estaba a las puteadas con el Mundial. Más tarde me enteré de las razones, pero a mis cinco años de edad él no sabía cómo explicarme y yo no sabía cómo comprenderlo. En el departamento de mi abuelo vimos el partido contra Italia. Papá me hartó: “Forza Italia –rugía cada vez que se acercaba a la pantalla–. Viva el Sargento García”. Esa última frase la pronunciaba para irritarme más, habida cuenta de que yo miraba el partido disfrazado de El Zorro. Gritó el gol de los italianos; si había otro hombre con más o menos sus años cerca, salía a la calle a festejar la victoria de la Azzurra.
Cuando la Argentina le ganó a Holanda la final le rogué que fuéramos a la avenida Cabildo a festejar. Papá otra vez me desilusionó: “De ninguna manera, esto es pan y circo”, dijo. Me dejó con las ganas. Mucho después me enteré de asuntos de papá y de mamá por esa década. Y entendí que había estado bien no festejar, aunque los jugadores no tenían la culpa.
Nací del otro lado de la General Paz, pero me crié en el barrio de Belgrano, en ese barrio de Belgrano que no es lo que es ahora. Que era jugar a la pelota en la vereda con los vecinos y los hijos de los porteros. Andar en bicicleta, vueltas y vueltas a la manzana. Un día lograr el equilibrio sobre un madero. Otro robarle un beso en la boca a una vecina. Otro más jugar al doctor con otra, la de abajo. Belgrano también era su plaza, la que está en Belgrano R. Una vez por ahí con papá saludamos a don Ángel Labruna, que nomás caminaba. Los vagones del Mitre llevaban a la madera como elemento constitutivo, en el kiosco de la estación descubrí las primeras portadas de la revista Humor; me gustaban las ilustraciones. En el andén lo esperábamos a papá, con mamá y mi hermana. A mamá siempre se la notaba nerviosa, ni mi hermana ni yo sabíamos el porqué. Hasta que papá bajaba de un vagón, se abrazaba a mamá y los cuatro regresábamos por Juramento. Pero –y es un lugar común– nada nunca es para siempre.
El año del Mundial mi abuela, la mamá de mamá, pescaba sapos en la pileta de mi tío y se cayó. Mi tío, un grande como papá, hincha de Independiente, la salvó de la muerte; mi abuela, aunque gallega de Caldelas de Tuy, ahí junto al río Miño, no sabía nadar. Desde el 78 progresivamente su salud empeoró. Y en el 81 la decisión ya había sido tomada: mamá y papá no tenían dinero suficiente para vender el departamento de Belgrano, comprar uno más grande en el mismo barrio y traerse a la abuela. Debimos mudarnos todos a Flores, donde ella vivía. La despedida del barrio (de aquel barrio que hasta contaba con un valsecito que me había aprendido de memoria casi a la par del Padrenuestro) resultó, sin exagerar, trágica. Atrás quedaban los besos con una vecina, los juegos al doctor con otra, las vueltas en bicicleta y los picaditos en la vereda o en la plaza (Flores alguna vez no había pertenecido a la Capital, y más tarde sí, pero había guardado su condición de pueblo. Mamá, que nació en el bajo, me contó que hasta mariposas se podían cazar por la calle Echeandía. Pero ya para el 81 Flores había adquirido su ruido a colectivo, su olor a gasoil, su luz artificial y ambarina por las noches, sobre la avenida Rivadavia). Papá se dio cuenta de lo que me pasaba con la partida sin que se lo dijera. Papá es el campeón del mundo en cambiar de colegio y de barrio. Perdió a su mamá a los siete años y sabe identificar el más pequeño dolor. Supongo que por eso una noche me dijo: “Te voy a llevar a ver a River”. No recuerdo si me lo dijo ya todos viviendo en Flores o todavía en Belgrano. Lo que sí sé es que la mudanza era un tema omnipresente.
No viene a cuento el primer partido al que me llevó, marzo del 81, en el Monumental, frente a Argentinos Juniors: derrota 3 a 2. Toda la hinchada puteó al árbitro, solo eso es digno de mención, como también que en el cartel retroiluminado de la cancha se anunciaba la inminencia de Mario Alberto Kempes en la formación del Millonario. De hecho, y si no la pifio, el gran Mario Alberto, tras esa caída contra Argentinos, llegó pocos días después a River. Y si otra vez no la pifio también, para ese mes, Diego Armando Maradona, aunque River lo quería, se decidió por Boca.
El que viene a cuento es el clásico del Nacional 81, donde River jugó de local: 1 de noviembre de 1981. Ese partido, ahora sé, inaugura un símbolo que acaba de cerrarse y que lleva por nombre al de ese mes. “Noviembre” es la felicidad y la tragedia de ser argentino.
Aquel River Plate que sería campeón contaba casi con un seleccionado nacional, y no es fanatismo. Eran tiempos donde los grandes jugadores, si tenían dos nombres, los llamabas por los dos nombres: Ubaldo Matildo, Eduardo Omar, Alberto César, Daniel Alberto, Julio Jorge, Juan José, Américo Rubén, Mario Alberto, José María, Ramón Ángel, Emilio Nicolás. Y si acaso el segundo nombre no importaba, eso poseía una explicación, el apellido. Dirigía al Millonario Alfredo Di Stéfano.
Fui de la mano de papá al Monumental, como había sucedido en marzo. Me vestí con mi camiseta gallina con el número 3 en la espalda, la misma que me ponía cuando había un cumpleaños de un amigo, que siempre se celebraba en una plaza con sánguches de miga, Coca y partido. Aunque lloviera. Fui de su mano para ver a Kempes, al Conejo Tarantini, al mejor 6 del mundo, a Jotajota. Pero andaba nervioso. Cuando murió Diego Armando recordé todas estas cosas. No lloré, solo me puse a recordar. Y cerré esta certeza llamémosle patria que intento reproducir no sin dificultad.
Del partido River-Boca del Nacional 81 solo tenía en la cabeza hasta hace unos días un par de precisiones: que no le quité los ojos al 10 bostero en todo el partido, que hubo un temblor en mi cuerpo cuando Teodoro Nitti cobró penal en el minuto noventa. Me quedó para siempre grabado cómo Diego Armando corre hacia la pelota y cómo Ubaldo Matildo, otro de mis ídolos futbolísticos –aquél de quien cantaba con mi abuelo “tenemos un arquero que es una maravilla, que ataja los penales sentado en una silla”- ya estaba derrotado antes de que la zurda del chico de rulos se la clavara a su izquierda.
Cuando nacieron mis hijos, a cada uno le narré esta historia con alguna variante. En todas las versiones mi cuento termina con la frase “y así el partido Boca lo empató 2 a 2 en cancha de River y yo me agarré la cabeza tristísimo pero a la vez hubo adentro mío una rara felicidad”.
Flores, más la enfermedad de mi abuela gallega, a quien como a mi abuelo, quise mucho, forjó mi carácter. Un chico del barrio de Flores no crece igual que uno del barrio de Belgrano. Menos todavía a principios de la década de 1980. Papá otra vez se dio cuenta y una tarde, con sus zapatos, los mismos con los que iba a trabajar a la oficina, una tarde me llevó no sé dónde, con una pelota que imagino que inventó de la nada: la posó en el pasto, comenzó a pelotear conmigo. Nunca antes lo había hecho, pero tenía su justificación: era lo más patadura que vi en mi vida. Tragué saliva, se la devolví varias veces. Ahí estaba papá, tratando de darme ánimo, valor, como cuando se le había ocurrido llevarme a la cancha.
Como haya sido, esa vez terminó de cristalizar nuestra relación y permitió también que Diego Armando, aunque yo fuera hincha de River, significase para mí Papá Noel, la Navidad, las fiestas de fin de año. Papá Diego.
En el 86 nos encontró a papá y a mí otra vez juntos, en su cuarto. Mi abuelo le había enseñado que no se miraba fútbol con la transmisión televisiva, sino con la radio. Ni registramos el relato de Víctor Hugo, sé que nos paramos en la cama así, con zapatos, zapatillas, que nos abalanzamos hacia el Grundig 20 pulgadas color que todavía era nuevo y había costado una fortuna, y que nos caímos gritando como jamás lo habíamos hecho antes. No había ya dudas, si es que habían existido: el dueño de la felicidad de los argentinos –o de su inminencia– en un sentido popular amplio tenía dos nombres y un apellido. Esa felicidad –o su hipótesis– se prolongó, por ponerle un término, hasta 1990. Y arrancó en 1979, digamos.
En nuestro único viaje a Europa me acuerdo que llegamos a Florencia con papá después de tirotearnos con palabras en un tren; discusiones entre un hijo adolescente y su padre, pasadas (tontas), de facturas (más tontas): un buen tramo sin mirarnos. Nomás entramos al hotel encendimos la televisión y ahí estaba otra vez Diego Armando lío, metiéndoles perdigones a los periodistas desde una quinta no sé dónde. Con papá nada nos dijimos, cambiamos enseguida de canal y luego nos fuimos a caminar.
Años antes habíamos visto con mi tío, el que salvó a mi abuela de la muerte, el partido contra Rusia en el 90. Ahí también estaba papá. Los tres andábamos sintonizados. Ganamos. Pero qué carajo importaba si perdíamos como contra Camerún. Diego Armando estaba en la pantalla y dirigido otra vez por el doctor Bilardo. Ese Mundial de Italia 90, ahora que la barba me crece medio blanca, fue la última felicidad, también en amplios términos populares y argentinos, subcampeonato y todo incluido. Nomás se acabó el resto futbolístico del 10 durante esa última década del siglo XX, chau. Cuando toda esa República de Maradona se terminó y lo que hubo fueron raros peinados nuevos, exceso de peso, drogas, escraches, escándalos, cualquiera con dos dedos de frente pudo ver que siempre habíamos vivido en la República de la Tristeza. Que la República de Maradona había resultado apenas una ilusión de la que Diego Armando no podía hacerse cargo.
El día de su muerte hablamos del tema con papá, también con mamá; los dos suelen atender a la vez el teléfono de línea. Nunca nos habíamos dicho qué significaba El Astro. Mamá y papá, antes de responder, me dijeron que si iba a la Rosada a despedirlo que me cuidara, que seguro se armaba quilombo por la estulticia propia de los poderosos, por el aprovechamiento político, por todas esas miserias; luego respondieron que, después de Carlos Gardel y El Mono Gatica, nunca nadie le había dado tanta alegría al pueblo argentino todo. Nadie. Y punto.
De mi increíble cantidad de hijos, uno, por rebeldía, me salió hincha de Colón de Santa Fe pese a todos mis esfuerzos. Es como su abuelo: el fútbol le importa solo en un Mundial o cuando Colón golea a un grande o está por irse al descenso. Los otros me salieron gallinas pero solo uno tiene la obsesión con la pelota. A ese, el 27 de noviembre de 2016, lo llevé por primera vez a la cancha de River, a ver un amargo 1 a 1 con Huracán. Mi hijo recuerda cada detalle del partido. Yo solo me acuerdo de verlo con su camiseta de River, de llorar mientras lo miro y de sacarle fotos con el teléfono. “Papá, ¿pero no te acordás quién metió el gol de River? Fue Driussi, papá”. “No, no me acuerdo, solo tenía ojos para vos, perdoname”.
De noviembre de 1981 y de ese empate de Diego Armando en el minuto noventa, con ayuda de internet descubro ahora que: Jotajota metió un golazo casi desde mitad de cancha en el minuto cinco; que DM, en el cuarenta y cinco, lo empató con un tiro libre al ángulo izquierdo de Fillol donde la pelota, tal la fuerza del chanfle, antes de entrar, inalcanzable, pega en el ángulo; que, a los cincuenta y cinco minutos, Vieta volvió a poner a River arriba con uno de esos goles que ahora se ven (carambola en el área, una distracción de los defensores y el de River que la emboca de cabeza); que, en el minuto noventa, vinieron el silbatazo de Teodoro Nitti, el penal de Diego, el gol al enorme Ubaldo Matildo.
Hace siglos me aferro a una prueba casi científica: que siempre subyace una causa (y no el azar) que explica cualquier hecho. Por ejemplo, la roca que ahí cae es consecuencia del acto que sin darte cuenta, acaso, realizaste. El problema es descubrir el acto y su significado. Yo aún no encuentro todo ese material en el simbolismo de “noviembre”, que posee, entre otros, estas causas y estos efectos. Pero sí llegué a una mera asociación, donde se trabaja el lazo entre un padre y un hijo, y entre uno de mis hijos y yo, ese universal intransferible del devaluado sexo masculino.
La simple asociación, su detalle, dice: Noviembre fue el mes de la primera y única vez que vi a Diego Armando en la cancha de la mano de papá. Otro noviembre fue la primera vez que llevé a mi hijo el futbolero al Monumental para ver al River del Muñeco. Y noviembre fue también el mes de esa noticia donde el nacido en Fiorito se muere y, con él, la última promesa de felicidad de un país –que en verdad ya andaba bien muerta–, dejando al desnudo toda la tristeza y toda la tragedia que supone no saber de dónde agarrarse para gritar fuerte que uno está orgulloso de ser argentino. Porque, ¿a qué te vas a agarrar? ¿Al dulce de leche? ¿Al mate? ¿A la birome? ¿A la memoria de René Favaloro, a quien lo mató esta República de la Injusticia y la Tristeza?
“Es la tierra de los padres de tus padres”, lo escucho a mi papá decir sin que me lo diga. “Relativamente –le contesto–. Si miro para arriba, todos vienen de un barco”. “Pero ellos quisieron y se sintieron orgullosos de la Argentina”, dice él. “Pero no porque sí, sino porque la Argentina todavía te devolvía algo a cambio”, digo. En mi cabeza él calla y yo también. Como en Florencia, en 1994 o 1995.
No sería mala idea que el 25 de noviembre se convirtiera en una fecha de simbólica espera de alguien que nos haga felices otra vez y sin distinción. Y estaría bueno que ese alguien esta vez no solo juegue bien a la pelota (que sea, por ejemplo, un gran estadista). Pero miro a papá, mamá, mis hijos, y no hay manera de que me crean de que ese mesías alguna vez vendrá. Ni yo mismo ya me lo creo y así me quedo cantando “Es Dios con pantalón cortito / Fue el mejor polvo de Fiorito”, para tapar esta amargura que es la Argentina, que, antes que una trampa, es una escuela donde te enseñan a sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento.
Lejos, en su casa, imagino que papá medita en lo mismo. (Este año un día me dijo que ya no aguanta más, no la vida, sino la vida en este país, y que por eso a veces desea morir, “porque quiero a mi país, pero no lo aguanto más”).
«Era más blanda que el agua / Que el agua blanda / Era más fresca que el río / Naranjo en flor», canta papá mirando al techo, en la cama, junto a mamá. Así lo imagino, echando de menos las historias que sobre la Argentina le contó mi abuelo, tal vez otra fantasía, la República de Carlos Gardel, no lo sé.
Solo sé que así termina todo esto. Que así toda esta nada. Y que, nomás pueda, inicio algún tipo de revolución. No me pregunten cuál.
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Javier G. Cozzolino (Buenos Aires, 1973) es licenciado en Comunicación Social y autor de Tulipanes para Zamudio (Universos, España, 2009), El deterioro del amor (Textos Intrusos, Argentina, 2018), El huérfano de Montemarciano (CQLE, Argentina, 2018) y Bonito/Yo soy aquel (Golpes y Patadas, Argentina, 2013; Pinos Alados, México, 2019). Además, colaboró, entre otros, en la escritura del libro de no ficción Sin telón: Losange teatro, una experiencia de teatro impreso en Buenos Aires 1952-1960 (Biblioteca Nacional, Argentina, 1997). Trabaja como redactor, editor y corrector freelance, y colabora, entre otros medios, en La Agenda, la revista cultural del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Algunos de sus textos fueron traducidos al inglés y al polaco. Actualmente trabaja en una novela y un libro de cuentos.
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