Perteneciente al libro de relatos terminado pero inédito (atención editores) Nadar en seco (bello homenaje a Virgilio Piñera), este texto de Antonio Báez versa sobre uno de los episodios que sirven como umbral de la senectud: las operaciones de próstata a las que tantos pacientes se ven abocados.
En una escena de la película La juventud, de Paolo Sorrentino, los dos amigos octogenarios charlan de las miserias a las que la edad los ha llevado y uno de ellos comenta las dificultades que tiene para orinar, para echar fuera a veces una sola gota. Cuando vi esta película yo ya no meaba bien y no sabía todavía lo cerca que estaba del padecimiento de aquel personaje. En mi primera visita al urólogo, como en cualquier chascarrillo sobre el tema que se precie, pensé que se establecía entre nosotros un vínculo de comprensión más solido del que he tenido nunca con mi dentista al que he frecuentado de sobra. Mi vida se estaba volviendo incómoda porque mis visitas al servicio eran constantes y muchas veces poco fructíferas. Durante la convalecencia, después de la intervención, he encontrado muchos amigos y conocidos que al explicarles el asunto han puesto sus reparos a que les metan un dedo por el culo. Siempre me sorprende ese celo varonil sobre la parte trasera. Qué poco interés por uno mismo. Yo llegué tanteado a la consulta del doctor. En la primera prueba a la que me sometió consistente en mear dentro de un recipiente con embudo colocado sobre un medidor me dijo que el resultado estaba muy bien para una persona de ochenta años. Yo tenía poco más de cincuenta. Me recetó unas pastillas de las que me advirtió sobre los efectos secundarios. Una reacción de la que en mi vida había oído hablar en esos términos: eyaculación seca o retrógrada. Me habían llegado, a lo más, noticias confusas y poco contrastadas de las destrezas del llamado sexo tántrico, del que nunca he sido practicante, consistentes en la retención voluntaria de la eyaculación. Con la primera pastilla llegó la primera ocasión de experimentar el volcado seminal dentro de la propia vejiga. Esto es, que sí, pero que no lo ves. La palabra exacta para mí, que soy bruto y básico, es “lechazo”. En teoría gusto el mismo, pero en seco. En principio había que verle la parte buena al tema, limpieza y pulcritud a favor. Sin embargo, en contra también le hallé yo enseguida un punto no poco sustancial, el de la pérdida de la iconografía a la que la sexualidad masculina hetropatriarcal ha sido habituada a través del porno: el lechazo cae en chiate sobre el cuerpo de la mujer, y sobre cada una de sus diferentes partes su gracia es también distinta, siendo el punto culmen cuando lo que riegas es su rostro. El cuerpo es una carpeta de dos hojas, una que abre la sección de los placeres y la otra la de las miserias. La primera prueba desagradable, que no dolorosa, consistió en meterme, sin ningún tipo de sedante, por la punta del pito una cámara endoscópica para ver la vejiga. Para ello se mete un globo que abre el canal de la uretra. Nunca antes estuve más nervioso en mi vida de paciente. Cuando el oso de la película Ted se está ligando a su compañera, la cajera del super en el que ha empezado a trabajar, le hace una exhibición mímica de sus habilidades sexuales, hasta que con un dosificador de jabón se salpica su rostro de peluche con unos goterones muy logrados que simulan esperma. El consumo de la pastilla me condenaba a reinventar una iconografía sexual con la que me identificaba de pleno. Era dejar de tomarla e inmediatamente volvía la dosificación jabonosa. Hice pruebas y alternando los dos tipos de eyaculación me di cuenta que siendo lo mismo no lo eran. Claramente en la eyaculación en seco mi sensación era que perdía placer. Me pasé una temporada larga hablando de la importancia del lechazo y del chiate no solo en el imaginario heterosexual-y-patriarcal sino también en su práctica, y les ofrecí la pastilla a muchos de mis amigos para que experimentaran la eyaculación seca, pero ninguno quiso tomarla. Como fuese que la susodicha no me estaba sirviendo para corregir los desarreglos que padecía en la frecuencia y caudal de lo meado decidí prescindir de sus servicios. Pasado un tiempo en el que pude comprobar que mi vida diaria estaba condicionada por una nueva servidumbre, las continuas visitas al servicio, pues tenía que mear cada caña que me bebía, decidí seguir los pasos para operarme de la próstata, que era la solución que me ofrecía el urólogo, aunque mi problema estaba localizado en la salida de la vejiga donde había un estrechamiento constitucional, que con el paso del tiempo se había pronunciado debido a las sedimentaciones. Descubría yo, tan ignorante de tantas cosas, que el mundo de fuera tenía sus analogías en el mundo de dentro y de repente en mi vejiga se producían fenómenos como los del delta de un río. Antes de operarme me hicieron otra prueba endoscópica pero en esta ocasión el urólogo me sedó. Tuve que reunirme con otros pacientes en una antesala. Uno se sometía a una revisión después de haber padecido un cáncer, el otro iba para la vasectomía. En todos los casos el tipo de sedación fue similar y despertar nos produjo parecido estado eufórico. Desde luego, yo no me enteré de nada de lo que me hicieron y salí hablando por los codos, hasta el punto de que enseguida temí haberme ido de la lengua y haber contado cualquier cosa que en una situación normal quizás me hubiese avergonzado. Sí recuerdo haber dicho algo como que contasen conmigo cada vez que quisieran. El caso es que me pasaba gran parte del día sentado, esperando que, como al personaje de Sorrentino en La juventud, me saliese una gota. Mear sentado había sido también un golpe a encajar porque pertenezco a una generación que en su infancia y adolescencia jugaba a ver quién alejaba más con el chorro. Siempre tuve envidia de esas meadas fuertes de caballo, de esos tipos que llegaban al urinario público en el que tú ya llevabas un ratito de cara a la pared y ellos soltaban contra la loza un contundente manguerazo, al que solo podías contestar presionando el botón del desagüe de la cisterna. Luego salían sin lavarse las manos y eran capaces de coger patatas fritas del plato común. Como escribo y he escrito, lo que no es obstáculo para que un día deje de escribir, tiendo a convertir mis problemas en experiencias de las que echar mano en relatos y novelas. Esta etapa coincidió con la conclusión de un libro de relatos que mandé a dar vueltas por ahí en busca de editor. Ni que decir tiene que en algunos de ellos se hacía referencia a dos asuntos que derivan de lo expuesto. Como cualquiera ya habrá adivinado: la importancia del lechazo y el chiate en el imaginario sexual de mi generación, siendo yo el exponente, quizás caduco y atrofiado, que protagoniza esas peripecias, y la miseria física del hombre, del varón, representada en esa gota que no termina de salir, a la que tarde o temprano la vida te conduce, con suerte de seguir vivo. No voy a dejar de contar que en las primeras fases de exploración, antes de tener un diagnóstico, no pensara que se pudiera tratar de un asunto mucho más grave, irreversible incluso, lo que me llevó a situaciones mentales de gran patetismo, en las que me despedía de mis seres queridos y daba por buena mi vida, tan sonrojantes y vergonzosas que cualquiera que no sea un parásito de sí mismo, para tener materia de escritura, ocultaría y negaría. Después de todo, solo fue una cuestión de rectificación de la maquinaria interna del cuerpo. El cuerpo era el mío, que era al que le tenía apego, pero para el urólogo, con el que a modo de chiste he dicho al principio que me unía algo más solido que con mi dentista, mi cuerpo era una máquina más de las muchas que reparaba y eso me hizo comprender que la nuestra era una historia muchas veces repetida. Hasta que no tomé la decisión de operarme no miré por internet. Cuando tuve el volante que había de llevar a la compañía de seguros busqué exactamente por el nombre completo de la intervención y me metí en algún foro de pacientes. No parecía nada complicado y los resultados eran bastante satisfactorios. Nunca me he pinchado, pero he de decir que la imagen del brazo claveteado del drogadicto está también en mi imaginario generacional, y en esas poses cobardes y mentales de rebeldía juvenil la vena inyectada era una metáfora muy potente, que busqué más que en el mundo lumpen que tenía al alcance de la mano cuando quisiera en los poemas de los malditos que se inmolaron en el altar de la estética. El sedante y la anestesia entraban por mi vena con una frialdad que me extrañaba el brazo del resto del cuerpo e inmediatamente me sumían en la dulzura de la nada. Echo de menos ese frío y ese no ser. Desperté y comencé a hablar con los ojos cerrados porque los párpados me pesaban mucho. Era un peso muy dulce y mi mente y mi lengua tenían ganas de desatarse. Le pregunté a la enfermera su nombre y fingiendo un subidón mayor del que tenía inicié una conversación poco convencional para la sala postoperatoria. Quería quedarme allí, me sentía bien y despreocupado, pero antes de que quisiera vino un enfermero y me subió a la habitación en la que me esperaban Lucía y mi madre, que me recibieron con una gran sonrisa. No tenía ninguna molestia, no me dolía la cabeza, no sentía dolor interno, solo había una cosa, algo que me daba mucha dentera. Cuando levanté la tapa de la cama que me cubría vi el tentáculo largo y delgado que me salía de la punta del pito y reptaba hacia el lado de la cama donde se conectaba a una bolsa; estaba sondado. Era la primera vez: como en todas las primera veces relacionadas con la manipulación corporal uno fija su atención mucho más en los aspectos molestos. Me daba miedo moverme por las sensaciones que el movimiento transmitían a las terminaciones nerviosas que estaban en contacto con aquel único tentáculo de cefalópodo mutilado: mi pito parecía una sepia de un solo bigote. Así que durante las primeras horas para realizar cualquier variación de la postura me lo pensaba mucho y tomaba tantas precauciones que el cambio era casi imperceptible. Cuando por la noche me trajeron la cena la devoré con ganas y con gusto, ya que me había saltado el almuerzo y en la merienda me habían dado unas galletitas sin gracia. A un lado de la cama una bolsa como de dos litros iba conectada a la vía de mi brazo izquierdo y el líquido, que tenía como misión limpiar y depurar mi vejiga, pasaba a toda pastilla desde la vena circulando por los canales fluorescentes de mi cuerpo y saliendo por la sonda a una bolsa, en la que se iba acumulando con el color sanguinolento del corte carnicero del interior. Cada vez que se vaciaba la bolsa del suero de arriba venía alguien y la cambiaba y cada vez que se llenaba la de abajo la operación consistía en volcar el meado sanguinolento sobre una palangana desde la que lo arrojaban por el váter. Podría decir que me imaginaba el agua haciendo todo el recorrido circulatorio por las venas de mi cuerpo y que pensaba en la red de una ciudad a la que había que depurarle un aljibe que no era otro que mi vejiga. Esas analogías imperfectas que a veces establecemos entre lo de dentro y lo de fuera. Pero también podría decir que me veía como un alienígena conectado a una nave espacial perdida en el universo, el tubo que iba desde la bolsa de arriba a mi brazo era el tentáculo que me alimentaba desde la nave nodriza y el que salía desde la punta de mi pito a la bolsa de abajo era el tentáculo que sacaba las excrecencias sobre una nave colectora: en medio quedaba un ser, un conejo gigante, al que le habían ordenado desnudarse y ponerse una bata cuya abertura no supo si poner por el lado delantero o por el trasero, pues en cualquiera de ambas posiciones era una humillación. Podría seguir escribiendo, podría inventar alguna cosa, modificar cualquier otra por medio de la hipérbole, o minimizar algunos detalles, porque a estas alturas queda constatado que el escritor es el parásito del alienígena y que en esta historia sobre sus dificultades para mear hay suficiente materia metafórica sobre la condición humana como para seguir adelante un poco más. De hecho llegó el momento en el que había que levantarse de la cama y la precaución, el miedo, sobre los posibles roces de la sonda con las terminaciones nerviosas lo convertían en una coyuntura patética, trascendental y bochornosa en el que la coreografía era esencial para amortiguar mucho más el reparo atávico que la molestia concreta: acabaría descubriendo que estar sondado es una delicia. Una de las primeras preocupaciones que me asaltó fue la de cómo iba a cagar. El periodo de convalecencia fue más largo de lo que me esperaba y coincidió con la publicación de una novela que despertó mi interés, un tomo de casi ochocientas páginas. Aproveché el día de la primera revisión y me llegué a una librería cercana a la consulta. Mircea Cartarescu, Solenoide. Una convalecencia te mete en un tiempo de gelatina por la que navegas en paralelo al resto del mundo, aunque tu velocidad de crucero es más lenta que la de los demás. Una convalecencia te saca de la circulación. Es como cuando velas mientras los demás duermen, tu vida y la de los otros se miran desde dos planos distintos, como a un lado y otro de un espejo. De cualquier manera se abría ante mí un panorama muy estimulante. Tiempo libre, recomendación del médico de que paseara para no perder tono muscular y un libro en el que sumergirme. Busqué información sobre el autor en la red y de las diversas entrevistas que había encontré una en la que sus declaraciones me parecieron particularmente curiosas. Me llevé el libro a la calle, a alguna cafetería, a un banco del paseo marítimo, pero donde pasé más horas con él fue en la cama. Un libro pesado con las cubiertas de cartoné y los filos clavados en el pecho. Con mala iluminación, con muy mala iluminación que es como leo siempre, por desidia, por pereza, por descuido, porque una de las bombillas que me alumbraba desde atrás se fundió y dejé pasar los días sin cambiarla. A veces lo fácil es arreglar los desperfectos, poner las cosas en orden. A veces uno está por otra cosa. Dice Cartarescu que escribe a mano en unos cuadernos que le pasa a su editor para que se lo entregue a la persona encargada de descifrar su escritura y transcribirla al ordenador. Y añade que escribe desde la primera a la última palabra de cada uno de sus libros sin borrar, tachar o rectificar nada, sin plan preconcebido, sin saber qué es lo que va a escribir al día siguiente y arrancando siempre desde la lectura de la última página escrita. Cuando el entrevistador le pregunta si se lee a sí mismo una vez que el ejemplar ha sido editado contesta que raramente y solo algunos libros, otros no los puede leer en absoluto y a veces solo relee las partes más realistas, sin atreverse con las partes más sofisticadas. Estas declaraciones que leo en las pausas que me tomo con su novela me hacen fantasear con una historia. La de un mecanógrafo que, sabiendo que el autor cuyas obras transcribe nunca las lee cuando están editadas y publicadas, introduce fragmentos de su cosecha que nadie es capaz de diferenciar de la obra original. En cada novela nueva se atreve con fragmentos más grandes y como muchos críticos a veces los señalan como modelo de la prosa que articula los temas de un mundo muy particular y cerrado, llega un momento en el que la obra que ve la luz solo conserva del autor original la primera y la última frase. Desde este nudo básico me planteo diversas posibilidades y alternativas. Luego vuelvo a la novela que por su magnitud no es como escalar un monte sino como sumergirse en una piscina de un elemento entre lo líquido y lo sólido. Cagar me resultó más fácil de lo que esperaba. Lo conseguí antes incluso de que me sacasen la sonda. Me habían anunciado el alta y yo esperaba al médico por la tarde. Lo que temía ahora era el momento en el que me arrancasen el tubo, aquel bigote de sepia que me salía por la punta y se perdía en la nave colectora, que yo había aprendido a llevar de un lado para otro, puesto que cada vez era más valiente y comprobaba que no era tan molesto como pudiera parecer. Estaba tumbado en la cama, nervioso, a la espera, cuando una enfermera abrió la puerta y me dijo que me iba a “quitar todas las cositas”. Mientras me sacaba la vía del brazo le pregunté si me iba a doler la extracción de la sonda, pero no le dio tiempo a darme una respuesta, porque la puerta se volvió a abrir y entró el médico hablando del tratamiento que debía continuar en casa. Yo, sin embargo, estaba más preocupado por las manipulaciones de la enfermera, que era joven, y de la que temí que estuviera en prácticas. Cuando tiró del tubo, del bigote de sepia, de la sonda que se introducía en mi vejiga, sentí cómo el cable hacía su recorrido y no experimenté dolor ninguno, pero sí una sensación muy desagradable que no me permitió en ningún momento atender a las palabras que el médico había dicho entretanto. No sabía si me había cagado encima o meado, pero muslos abajo me corrió una humedad que yo imaginaba encharcando la cama sobre la que yacía. Pocos días después estrenaron la película El Autor sobre un aspirante a escritor que asiste a un taller de escritura y en el trailer promocional el profesor le echa en cara al alumno la poca verdad de su escritura y le exige literalmente “cuénteme usted cómo se hace una paja”. Esta verdad iba muy en consonancia con el relato que yo ya había iniciado. Cartarescu en la página 733 de Solenoide defendía que solo el diletante puede aportar algo de verdad a la impostura de la obra literaria. Locos, analfabetos, incultos que con sus remiendos y desechos hacen arte aunque sus manuscritos estén condenados de antemano. Salía a pasear llevando en mi mollera estas imágenes, estas ideas, el propio relato de una dulce convalecencia que me permitía escribir, que me había dado la oportunidad de armar un libro con los relatos escritos a lo largo de los últimos años. Yo no era como Cartarescu, no tenía un editor que pusiese a mi disposición un mecanógrafo. No tenía su seguridad de escritor profesional que aventura la tesis paradigmática de que el arte verdadero lo practica el amateur. El protagonista de Solenoide es el negativo de su autor, el escritor que fracasa. Las posibilidades que tiene el escritor que no encuentra un reconocimiento inicial a partir del cual desarrollar una carrera. Yo me había inventado un mecanógrafo traidor que manipulaba la obra del autor que nunca se releía, esa soberbia de saberse ya definitivo. Tuve momentos complicados en los primeros días de convalecencia, después todo fue discurrir, dejarse llevar como quien ha montado en una barcaza y baja un río, y no quiere llegar a ninguna parte, aquella gelatina en la que me había sumergido leyendo, escribiendo, paseando con la cabezota llena de sandeces que a nadie le importaban nada más que a mí era el más dulce de los bálsamos. Me sentaba en el váter y no salía ni gota y si salía una gota la siguiente se quedaba dentro provocando unas nuevas ganas de mear que el escaso chorro no calmaba nunca. Del sillón al váter y del váter al sillón siempre con una puta gota que daba igual que saliese o no, porque las ganas de mear, acompañadas de la imposibilidad de hacerlo, nunca desaparecían. “Cuénteme usted cómo se hace una paja”. Mirando porno. La verdad es que me había resignado a la eyaculación en seco, el médico me había dicho que con las pastillas era reversible en el momento de dejar de tomarlas, pero que con la operación era definitiva. A pesar de mi educación iconográfica y de la importancia estética que yo le daba al chiate y al lechazo, a las posibilidades de derramarlo sobre el rostro de una actriz divina, la más divina de todas, uno nunca sabe las vueltas que puede dar la vida, a pesar de que era lo mismo, pero no lo era, eyacular en seco que mojando, a pesar de alguna cosa más, digo, yo había estado dispuesto a la operación porque pensaba que me compensaría. Después de hacerme la paja noté que se me instalaba un pequeño resquemor en la parte de los riñones, como cuando me movía más de la cuenta o la caminata que daba acababa siendo más larga de lo conveniente. La paja tuvo en mí una influencia magnífica, notable, me subió mucho el ánimo. Yo había dado por hecho la eyaculación retrógrada, pero de repente fui incapaz de retener el chiate que salió expulsado de la sepia que había acariciado entre las manos. El lechazo fue a caer sobre el rostro de la actriz divina que lo esperaba y los goterones que le colgaban de las pestañas le llenaron la mirada de niebla. Me alegraba, me alegraba muchísimo y me sigo alegrando. No tengo que inventar un imaginario nuevo, no tengo ganas de inventar más allá de lo que invento en estas historias si es que hay en ellas algo inventado, o lo es todo. El escritor profesional inventa las vidas de los otros, inventa la suya propia, el amateur, el diletante escribe la suya, su verdad. ¿No es así, Cartarescu? No tengo problemas a la hora de entender lo que me da la gana. Él está lejos, en Rumanía, en Bucarest, la ciudad más triste del mundo, y yo estoy aquí, en la ciudad del paraíso. Cuando terminé el libro sentí un vacío, la piscina gelatinosa de la convalecencia se había integrado en el clima extraño, repleto de sueños, oscuro y fantasioso de Solenoide. Me quedé huérfano, navegando solo como un conejo espacial conectado a una nave nodriza por un brazo y a la colectora por la sepia que había entre mis piernas. Era posible echar de menos la sonda, en primer lugar cuando la gota no salía y daba igual que saliese; luego en un sueño de gelatina en el que una convalecencia sine die me transportase por una realidad paralela a la de los demás, en una motonave que era la verdad del que cuenta respondiendo a la pregunta “¿Cómo se hace usted una paja?”. Ni me había cagado ni meado, lo que noté entre los muslos después de que la enfermera me arrancase la sonda de cuajo fue un golpe de sudor espeso que salía de mi propio miedo. Me duché, me vestí, volví a casa.
Antonio Báez visto por Curro Romero
Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La fotografía es de la fotógrafa madrileña Marta Lafuente Giménez, que firma su trabajo como Emerty Wolf y cuyo trabajo puede contemplarse en su página web http://www.emertywolf.com/
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero
adelanto de Un lugar seguro
de Olivia Teroba