Quebrada es la palabra que define un paso estrecho entre dos montañas. Así, como una hendidura que atraviesa dos historias, discurre la nueva novela de Mariana Travacio. Una obra atemporal en la que sentimientos como el amor y la lealtad conviven con el desarraigo y la pérdida que imponen las migraciones. Conducidos por una prosa precisa y sobria, acompañamos a Lina, una mujer que parte en busca del mar y un hijo perdido, desde un paisaje seco y agrietado en donde la vida se ha hecho imposible, hasta unas tierras húmedas y fértiles en las que todo es excesivo; también la locura de los personajes y fantasmas que las habitan. Tal y como ya hizo en Como si existiese el perdón, la escritora argentina vuelve a sumergirnos en un mundo ancestral para entregarnos una novela de aire clásico, violenta y poética a un mismo tiempo, en la que nada falta y nada sobra. Damos las gracias a una de nuestras editoriales predilectas, Las afueras, por permitirnos compartir, una vez más, con nuestros lectores el adelanto de sus publicaciones. Aquí les dejamos con el inicio de esta apasionante novela.
Me llamo Lina Ramos, soy la esposa de Relicario Cruz. Hace tiempo le vengo diciendo que nos tenemos que ir, pero él no quiere. Se aferra mucho a esta tierra, dice que acá nacimos y que acá tenemos que morir. Pero es que ya no queda nadie, le digo. Y me dice que no podemos andar abandonando a nuestros muertos, no podemos irnos y dejarlos acá, Lina, sin nadie que los reconozca. Así me dice. Que esas cosas no se hacen. Y yo le explico que con gusto me quedaría si hubiera qué comer. Pero esta es una zona muy quebrada, no se encuentra ni un pedazo de tierra que sirva para algo. Solo crecen esos yuyos tristes, llenos de espinas que arañan el viento. Lo demás es pura piedra. Y tarda uno mucho en moverse de una parte a la otra, porque es todo empinado, en barranca filosa, muy escarpada. El otro día, que andaba mala, tuve que ir donde Octavia, que sabe curarme. Me tardé cuatro horas trepándome por las piedras. Llegué con el último suspiro. Todo esto le vengo diciendo, a Relicario, pero no sabe escucharme. Dice que la tierra no se abandona. Que si uno se va, los muertos se quedan sin nombre, y se acaban confundiendo, 12 porque ya nadie se les acerca a recordarles ni quiénes eran, ni qué decían, ni qué les gustaba. Y que eso no se hace, Lina. Que hay que visitarlos, y llevarles la caña, y un poco de sopa, o lo que hayan tenido en vida. Así me dice: si nos vamos, quién les va a llevar la caña, quién les va a recordar cualquier cosa; no podemos, Lina. Y yo trato de explicarle que acá nadie quiere abandonar a nadie, que solamente trate de pensar un poco en nosotros, que acá no hay porvenir. Esta tierra no da nada, Cruz, cada día da menos, si ya no llueve ni lo poco que llovía. Llegan dos nubes, a veces, y uno se las queda mirando como si nos fueran a largar algo de su agua, pero rebotan en la quebrada y se van a llover a otra parte. Así le digo. Pero él anda empecinado y no quiere probar suerte: quiere quedarse acá, nomás, y me pregunta, entonces, dónde nos vamos a ir, Lina, que ya estamos grandes. Y yo no sé qué responderle, porque me pasé la vida entre estas piedras y qué le voy a decir si no conozco mundo afuera. Silenciate, Lina, me digo, cuando veo que mis ansias no prosperan. Solo me calma pensar que mañana le insistiré. Y llega la mañana y llevo mis ojos al cielo vacío que tenemos acá y siento un hastío que me come por dentro. Entonces junto coraje y le insisto: vámonos, Relicario. Es que apenas me despierto ya veo ese cielo sin nubes, sin pájaros, sin nada que lo cruce, nada que nos traiga alguna novedad. El cielo está siempre igual y a mí me da un puro vacío. Llevo catorce años repitiéndole 13 lo mismo, pero no me oye. Catorce años, desde que se fue mi hermano y se llevó consigo a nuestro hijo, nuestro Tala, que tanta falta me hace. A veces me agarra flojera de andar insistiéndole. Pero como no insista, la muerte nos va a encontrar pronto, resecos los dos, al ladito de nuestros muertos, sin nadie que nos lleve ni la caña ni la sopa ni nada. A veces tengo la esperanza de que un día me escuche. A veces le rezo mis rezos a diosito santo, pero no parece oírme, tampoco. Se habrá vuelto sordo, pienso seguido. Soy muy creyente, yo, y Relicario también. Pero me ando llevando a las patadas con Dios últimamente, porque no me escucha ni una sola de mis plegarias. Y eso a veces me da una rabia rencorosa. Es una rabia que me dura varios días. Cuando eso me pasa, le digo a Cruz que diosito debe andar sordo, o que tal vez se haya ido de aquí, él también, cansado de tanta piedra. Y cuando le voy con estas cosas, Cruz me dice que me deje de andar inventando. Que Dios está por todos lados. Y yo le digo que estará por todos lados pero que acá no llega porque no tiene ni modo de llegar. Si vivimos encajonados, Cruz, en esta quebrada. Si hasta hay que mirar para arriba, muy alto, para encontrar el cielo. Pero a él no le gusta nada que le diga así. Me chista y se mete en el taller y eso me da una rabia que me acaba enfermando y me obliga a ir a lo de Octavia, a que me cure. Pena que viva tan lejos. Según los vientos, me toma cuatro horas, a veces cinco, o más, hasta llegar allá, donde vive. 14 Pero es la única que sabe curarme, así que voy, de todos modos. Voy a los trancos, primero, y eso que es cuesta arriba, pero después el sendero se acaba y el terreno se escarpa del todo. De ahí en más hay que inventarse el camino, trepando por las piedras. Eso toma mucho tiempo, y da mucho cansancio, pero yo le pongo empeño. Cuando llego, enseguida aparece Octavia, como si me hubiese estado esperando. A veces sale de adentro; otras veces la veo venir de atrás del rancho, ahí donde hace nacer esas hierbas que usa para los remedios. Y a mí me calma solo verla. Me hace pasar enseguida y me prepara algún brebaje, sin que yo le diga nada, y al ratito ya me siento mejor, y nos ponemos a conversar. Al principio, no le hablaba mucho. Apenas le decía alguna cosa, por agradecerle el gesto, nomás. Pero ahora le ando contando bastante. Le cuento que estoy cansada de tanto insistirle, a Relicario, sin que me oiga, sin que me dé la mera ilusión de que algún día nos vayamos. Me estoy poniendo vieja, Octavia, y ya no sé qué hacer. A veces pienso que Relicario tiene razón, que a los muertos no se los deja, pero a mí las ansias de irme me han crecido tanto que ya no me dejan dormir. Llega la noche y no hay Cristo que me cierre los ojos. Me quedan abiertos, nomás, en esa intemperie del desvelo. Y cuando clarea y salgo del rancho a buscar agua para el mate, el sueño se me trepa por la espalda y me la deja así, toda encorvada. Necesito dormir, Octavia, para caminar derecha otra vez.
Mariana Travacio nació en Rosario (Argentina) en 1967, pasó su infancia en Brasil y actualmente reside en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires donde se desempeñó como docente de la Cátedra de Psicología Forense. Es Magister en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero y traductora de francés y portugués. Sus cuentos han recibido numerosos premios nacionales e internacionales y han sido publicados en revistas y antologías de Argentina, Uruguay, Brasil, Cuba, España y Estados Unidos. Es autora de los libros de relatos Cotidiano (2015) y Cenizas de Carnaval (2018) y de la novela Como si existiese el perdón (2016, Las afueras, 2020).
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