La voluntad lúdica y cómica de Georges Perec es algo bien conocido, todos los que alguna vez se han acercado a sus textos saben que se trata de uno de los autores más juguetones de la Historia de la literatura. Lo que lo convierte en algo más que un mero autor caprichoso es que esa voluntad lúdica le servía como acicate creativo, y eran las reglas del juego las que terminaban sirviendo como espoleta que lo llevaba a sitios nuevos, agrandando así el terreno de lo literario. Ese es el gran legado de Perec: ensanchó la literatura, el cómo debe ser vista y el hasta dónde puede llegar. De la mano de Tres Puntos ediciones se reedita uno de esos textos que sirven como ejemplo idóneo de la voluntad indómita y expansiva de Perec, aquí les dejamos un avance de libro que estará a la venta ya este fin de semana. 

 

Relato
épico en prosa
aderezado
con adornos en verso
sacados
de los mejores
autores
֍֍
por
el autor de
cómo
ayudar
a
sus amigos

(Obra laureada
por diversas Academias
Militares)

 

Este relato está dedicado a L. G.
en memoria de su mejor hazaña de guerra
(y sí, y sí).

 

Era un tipo, se llamaba Karamanlis, o algo así: ¿Karawo? ¿Karawasch? ¿Karapollada? En fin, Karacosa. En todo caso, un nombre poco corriente, un nombre que suena conocido, que no se olvida fácil.

Pudo ser un abstracto armenio de la Escuela de París, un luchador búlgaro, un pez gordo de Macedonia, en fin, un tipo de esos lados, un balcánico, un yogurtófago, un eslavófilo, un turco.

Pero por lo pronto era claramente un militar de segunda clase en un regimiento del Tren, en Vincennes, desde hacía catorce meses.

Y entre sus compañeros estaba un compadre nuestro, el mismísimo Henri Pollak, alférez segundo, eximido de Argelia y los territorios de ultramar (una historia triste: huérfano desde la más tierna infancia, víctima inocente, pobre criatura arrojada a las calles de la gran ciudad con apenas catorce semanas), que llevaba una vida doble: mientras brillaba el sol, se dedicaba plenamente a sus ocupaciones sargentísticas, regañaba a los hombres de turno, rayaba corazones flechados y eslóganes de detergente en las puertas de las letrinas. Pero apenas daban la mitad de las dieciocho horas, se subía a horcajadas a una chisporroteante y pequeña bicimoto (de manubrio cromado), y se iba batiendo las alas hasta su natal Montparnasse (porque había nacido en Montparnasse), donde es que tenía a su bienamada, su cuartucho, nosotros sus compinches y sus queridos libros, se metamorfoseaba en un apuesto joooven, sobria pero correctamente vestido con un suéter verde de franjas rojas, un pantalón arrugado, un par de zapatos de lo más zapatos, y siempre venía a vernos, a nosotros sus compinches, en algún café, donde es que que discurríamos sobre comilonas, pelis y filosofía.

Y por la mañana, el Pollak Henri se enfundaba de nuevo el traje militar, la camisa caqui, el pantalón caqui, la boina caqui, la corbata caqui, la chaqueta caqui, el impermeable beige y los zapatos marrones, se subía a su chisporroteante y pequeña bicimoto (de manubrio cromado), recorría de capa caída el trayecto en sentido inverso, abandonando sus queridos libros, a nosotros sus compinches, su cuartucho y su bienamada, e incluso a su natal Montparnasse (porque es allí que fuise nacido), y se reincorporaba al Fuerte Nuevo de Vincennes, donde lo esperaba una dura jornada igual a todas las que el buen Dios de buen Dios de Mierda de Servicio militar le daba desde hace cuatrocientos setenta y un días y le daría aún (pero sin adelantarnos) durante trescientos y setenta y nueve.

Apretaba los labios, el Pollak Henri, se enderezaba, y con el mentón en primera línea pasaba delante de la gran bandera tricolor, frente al puesto de guardia, frente al capitán, al que saludaba, frente al teniente, al que saludaba, frente al sargento-ayudante-adjunto-con-función-de-ayudante-suplente, al que ya no saludaba, porque prefería cambiar de vereda desde el día en que se habían peleado un poco, y frente a los hombres de la tropa, el buen Karaschoff, el buen Falempain, Van Ostrack (un puto racista) y el pequeño Lavidriera, cariñosamente apodado Rompevidrio, que lo saludaban con diversos gritos de pájaros, porque era más bien popular, el Pollak Henri.

Entonces comenzaba la dura jornada del militar abnegado, con los informes, las llamadas, los llamamientos, el puré de arvejas petrificado, la cerveza tibia, los cuartos de vinacho, las faenas, los tiempos muertos, los ejercicios de estilo, las latas de conservas oxidadas que unos zapatones expertos mandaban a los pastos pelados, los cigarrillos, las colillas, los puchos.

Y Apolo, majestuoso, no terminaba nunca de llegar al cenit. Las horas transcurrían como en un reloj de arena lleno de cerámica (el lector lamentará sin duda la banalidad de esta imagen: que aprecie al menos la pertinencia geológica).

Y en la tan esperada mitad de las dieciocho horas con treinta, Henri Pollak, nuestro compinche, si no estaba de guardia, ni de bombero, ni acuartelado, ni castigado, apretaba las manos blandas de Karabinowicz, de Falempain, de Van Ostrack el puto racista y del chico Lavidriera (cariñosamente apodado Rompevidrio), metía en el bolsillo izquierdo de su chaqueta caqui el salvoconducto debidamente timbrado por el de turno, se subía a horcajadas en su chisporroteante y pequeña bicimoto (de manubrio cromado), saludaba según el reglamento al teniente de servicio, al oficial de cocina, al sargento de turno, al suboficial de sección, al sargento de la semana, al brigadier de la jornada y a los hombres de puesto, que lo ovacionaban con diversos gritos de animales, porque era más bien popular, Henri Pollak (no era orgulloso, tenía estilo y una gran mansedumbre a pesar de su aspecto quizá algo bruto), y salía volando como el pájaro de Minerva a la hora en que beben los leones, y con la rapidez del gavilán de ojos soñadores llegaba hasta su Montparnasse que lo vio nacer, donde lo esperaba su bienamada, su cuartucho, nosotros sus compinches y sus queridos libros, se extirpaba el traje tan odiado, se convertía al instante en un flagrante civil, con el pecho a gusto en un chaleco de cachemira, con la pierna ceñida por unos vaqueros, el pie bien agarrado en unos mocasines lustrados a la antigua, y venía a vernos, a nosotros sus compinches, en el café de al frente, donde se hablaba de Lukáss, Elifore, Jéguel y otros estrafalarios del mismo corte, porque estábamos todos medio chalados en la época, hasta horas tan avanzadas como nuestras ideas.

¡Ah! ¡Que igual se daban buena vida los militares!

 

¡Pero tenía que pasar que un día, cataplum, todo se viniera abajo!

Eran como las dos, dos y media, quizá incluso las tres menos cuarto.

Y el llamado Karafón vino a ver al llamado Pollak Henri (¿ya dije que era uno de nuestros mejores compinches?) y, como dice el famoso fabulista,

Le habló más menos de esta manera:

—Llegó a mis oídos extrañados esta noticia que me dejó a la vez pasmado, perplejo, penoso, podagra y casi podrido: el Alto, el Muy Alto (bendito sea) Mando habría decidido, no se sabe bien si por un impulso súbito o tras largas y sopesadas reflexiones, habría decidido entonces, el Alto Mando, confiarle al Señor Capitán Comandante del Servicio de Efectivos la agotadora tarea de preparar la lista de los que entre nosotros, y en una próxima ocasión, irán a nutrir con su sangre esas nobles colinas de África que nuestra gloriosa historia convirtió en tierras francesas. No sería imposible, sería incluso probable que el nombre que mi familia lleva con honor y dignidad desde hace cinco generaciones, y que me donó sin mácula, figure en esta lista.

Y el pobre Karaplasma se puso a sollozar como un niño chico.

 

Georges Perec (1936-1982) fue uno de los escritores más importantes de la literatura francesa de la segunda mitad del siglo XX. Su obra incluye novelas, piezas teatrales, poemas, ensayos, libros misceláneos, juegos verbales y lingüísticos. Fue miembro del grupo Oulipo desde 1967 hasta su muerte. Entre su vasta producción se encuentran libros que ya son clásicos, como Las cosas (1965), Un hombre que duerme (1967), Especies de espacios (1974), W o el recuerdo de la infancia (1967), Me acuerdo (1978) y La vida instrucciones de uso (1978).