Las narraciones de Javier Payeras no quieren, acaso no puedan, dejar indiferente al lector, que se ve convertido en un mirón del sentimiento de culpa de sus personajes. Como muestra sirva este intenso relato.
Sabes poco de las mujeres porque nunca fuiste amado. Tu madre era obesa y se dedicaba a regañarte por tu delgadez. Te atiborraba de comida, ella cocinaba tan bien, pero eso no fue suficiente para retener a tu padre.
Tu padre era alcohólico como vos. Pero se largó a tiempo. Se hizo de otra familia y murió de infelicidad: Hepatitis C. Por alguna parte de tu álbum sale su cara de gusano amarillo. Una camisa blanca y una corbata. Nunca supiste a ciencia cierta si lo querías. Tu mamá de inmediato ponía una chuleta de puerco con zanahorias y un aderezo dulce.
Vacío, te sentís vacío. Un puerco cincuentón frente a una muchacha de diecinueve años que te mira. Es tu alumna, tu mejor alumna. Te las das de interesante. Los jeans, la playera de cuello alto y ese saco de corduroy que para nada disimulan las babas sabias que escupís sobre el refresco de tamarindo. Cuando tu alumna -pongamos que se llama Cecilia- dice que quiere leer tu novela, le decís que ya no tenés libros en disposición, que podés darle una fotocopia. Pensás firmársela, eyacularsela, lamersela. Cecilia abre sus hermosos ojos brillantes y se toma su copa de vino.
Hoy rechazás el vino. En el fondo te sentís como un cobarde que no puede con las resacas. Esas gomas malditas que te hacen llorar todo el día viendo History Channel. No te gusta Jaime Sabines porque su poesía es la puerca pocilga del pensamiento religioso hecho sentimiento amoroso, pero siempre lo leés y llorás. Chillás por tus exmujeres: “Todas esas putas que sólo querían pisto”. Ellas tampoco leyeron tu libro ni siquiera cuando acababa de salir ni asistieron a tus charlas acerca de periodismo literario. Se llevaron a tus hijos bien chiquitos porque vos publicitabas que eras un alcohólico, un perdido… sin embargo siempre tuviste un trabajo estable en la universidad. No te queda bien hablar de Bukowski o de Tom Waits o de Malcom Lowry… siempre viviste en colonias residenciales y tus mujeres te dejaron, nunca te atreviste a mandarlas al carajo, sepa Judas por qué.
Bonito carro tiene Cecilia. Un Mazda del año, vos andás a pie. Lo lindo de tu alumna es que te está viendo y siente muchísima admiración. Vos nada más encontrás un rastro de alma que ya no tiene eco en tu fracaso. Soledad de profesor y corrector de estilo. De lector de novedades editoriales. Cincuentaycincoaños. No lugar. El acto se terminó. La niña dijo Jodorowsky y se te puso tieso algo entre las piernas. El Topo-Santa Sangre-Fando y Liz. “Usted es tan culto”. Maldito borracho –pensás- tu consuelo son las botellas de vino en los cocteles y las niñas traviesas extremadamente cultas que te escuchan dar clases de periodismo y literatura. Puerca rehabilitación.
No hay nada en el cine. Tampoco querés irte a tomar un café a la librería, donde uno de esos muchachos arrogantes va a presentar el nuevo poemario de un ishto de 22 años. Ellos te robaron la juventud. Esos escritores ahora cuarentones que secuestraron la admiración de tus alumnas y que en tu cara te dijeron que Norman Mailer les pelaba absolutamente la verga. Hipócritas: en diez años serán igual de pusilánimes que vos, siempre y cuando no exista un Thomas Mann o un Soljenitsin entre ellos. De suceder tal fenómeno no leerías ni un párrafo de sus libros y no asistirás a sus lecturas. Quizá para ellos no sea gran cosa tu opinión (no tenés cuenta en Twitter), pero tu desprecio renacentista te hará sentir liberado de la chusma que comparte el oxígeno con vos.
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En el departamento de Cecilia funciona tu psicoterapia. Llevás una hora lamiendo su clítoris y sentís el sabor ácido de la piel irritada. El condón se te cayó de nuevo. El Sildenafil no hace efecto inmediato y ves esa piel limpia, firme, hermosa, de pechos maravillosos y ese rostro que quisieras hacer gemir. Pero el miembro, el pene, la verga… no se te para.
Ella te hace sexo oral, te acaricia, pero de inmediato pasa la imagen de tu mamá entregándote sus chuletas ahumadas y la foto de tu padre –gerente de una importadora de bicicletas- y se te va al carajo la erección. Lloras adentro. Lloras en la vulva de Cecilia. Lloras porque ni tu destreza para hablar de Ingmar Bergman ni tu conocimiento acerca de los Beats o de la literatura de la Onda pueden hacer que la brillante periodista en ciernes se vuelva loca de placer.
La borrachera del sábado. Allí buscaste acostarte con la esposa de tu mejor amigo, que cuando estás en tus cinco te parece una aburrida y añosa feminazi. Entonces sí estabas hold. Hoy desnudo no tenés trucos. Te ves en el espejo: calvo, flaco de piernas, redondo de panza, sin nalgas, con un archipiélago de pelos que llamás barba trostkista… sólo querés morirte viendo a Cecilia –lo más hermoso que te ha pasado en años- y querés morir viendo su hermoso rostro. Tan brillante. Tan complaciente fingiendo orgasmos. Vos, el cunnilingüista doctorado y condescendiente.
Viene el arrullo de las olas. Los grandes sonidos de las olas en los tsunamis. Las fotografías que dejaron tus tontas mujeres materialistas y hoy radicales militantes de Sex & The City. Vos, crucificado entre la universidad y la novela que alguna vez publicaste Vos, esperando que entre alguna joven promesa literaria y te pegue un balazo. Un plomazo justo en medio de las cejas y te deje su obra maestra y se lleve a tu Cecilia, tu hermosa Cecilia faro de tu soledad. Conclusión de tus novelas fallidas y de tu erudición poco apreciada. Tu libro sin erratas. La deliciosa estrella de tus noches de porno en la Internet. Pero el olor de la comida que nunca devoraste y de la orina café de tu papá moribundo es lo único que te surge adentro.
La resaca de vivir. La culpa de no haber vivido. De no haber bebido lo suficiente. De no haber escrito lo suficiente. De no haber sido nada. Como narrador de esta historia me gustaría que te suicidaras lanzándote al puente del Incienso un par de días después de haber estado con Cecilia, pero la verdad me da pereza imaginarlo. Digamos que seguiste yendo a la Universidad hasta que te echaron y luego moriste interno en un asilo de ancianos. Pero no: el Cáncer de Próstata llegó a los sesenta recién cumplidos.
12 V 2015 Ciudad de Guatemala

Ya sea como narrador o poeta, la obra de Javier Payeras (Ciudad de Guatemala, 1974) es un referente de la literatura centroamericana. Sobre todo por ser una figura central de la Generación guatemalteca de la posguerra, que reflejó las consecuencias del conflicto armado que asoló el país durante décadas. Su obra se extiende por diversos géneros: poesía, narrativa, dramaturgia e, incluso, libros objetos y performance poéticas.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La fotografía que ilustra el texto es del fotógrafo vizcaíno Jontxu Fernández, su trabajo puede disfrutarse en su página web http://www.jontxufernandez.com/
exactamente un individuo,
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