Este texto, que pertenece al libro La casa en llamas que acaba de editarse en la costarricense Germinal, Miguel Huezo Mixco repasa los vectores de fuerza de la narrativa salvadoreña del siglo XX y la acerca de este modo al público lector gracias a una atinada cartografía.
Salarrué se imaginó a este país como una pequeña isla, entre el turbulento mar y las infranqueables montañas del sur hondureño. Antes, J.M. Peralta Lagos escribió algunos volúmenes de narraciones para reírse del país, de su gente y de sus costumbres. En su narración “Pura fórmula”, recreó con singular humor negro el despojo de las tierras de los campesinos pobres y propuso un prototipo del alma del terrateniente en la figura de Gabriel Garduña. El poeta Pedro Geoffroy Rivas en su poemario “Los nietos del jaguar”, describe el espíritu trashumante, migratorio, de los ancestros salvadoreños. El Sóoter de Gavidia —una mezcla de Quetzalcóatl y Ariel— también es un errante. La literatura genera un discurso sobre el mundo que pasa a integrarse a la cultura de la sociedad, constituyendo una parte de la malla de representaciones mediante la cual conocemos y operamos sobre el mundo. La obra artística, como intuitivamente lo sabemos todos, tiene una referencia existencial.
Al hablar de estética, obviamente, no me refiero a una teoría elaborada, sino a un proceso de investigación y de vivencia de la vida, realizado con las herramientas del arte y la literatura. Se trata de una elaboración a partir de un conjunto de obras, de una especie de campo de fuerza circunscrito a un tiempo determinado. Las corrientes estéticas se ven configuradas por diversas secuencias literarias y estratos artísticos, que le confieren al período espesor y lo dotan de una dinámica propia. En ese campo se encuentran proposiciones literarias diferentes y autónomas, enfrentadas o vecinas. Las obras literarias encuentran a su vez su significación plena al conjugarse con otras secuencias culturales, al mismo tiempo que pueden estudiarse desde su propia especificidad.
El Salvador que se identifica a través de su literatura no siempre se apega a las formas convencionales de la vida nacional, sino que las expresa apoyándose en la creación de nuevas relaciones entre el tiempo y el espacio. Esto es, en la imaginación y en la memoria. En seguida, como una propuesta de aproximación, intentaré correlacionar el “segmento” de las obras, con el papel de determinadas personalidades en el proceso histórico.
RESISTENCIA PASIVA
Simultáneamente al estallido sensual del movimiento modernista surgido a finales del siglo XIX, que se prolonga hasta las primeras décadas del siglo XX, poco a poco, y de manera más perceptible a partir de los años 30, aparecieron nuevas formas de representación artística en las obras de un pintor como José Mejía Vides, en las narrativas de Salarrué y Miguel Ángel Espino, y en el pensamiento crítico de Alberto Guerra Trigueros.
La vida y la obra de ese conjunto de importantes escritores y artistas que surgen en el período de entreguerras, estuvo guiada por una abigarrada concepción estético-filosófica. Uno de sus propósitos era volver los ojos a los más humildes, a su lenguaje, a sus hábitos: misticismo y nacionalismo liberal lleva a algunos a simpatizar con la causa de Sandino; exotismo modernista y vanguardia europea, mezclados con la influencia del arte muralista mexicano, en un marco local en el que irrumpían las protestas de obreros, artesanos y campesinos.
Su opción cardinal fue social, sin que se entienda que lo social, en este caso, se refiere a aquella estética que lo propugnó como algo irrevocablemente invadido por lo político. Es, en este sentido, la primera corriente estética social del siglo XX. Es ineludible detenerse en las ideas críticas de Alberto Guerra Trigueros (1898-1950) para reconstruir el entorno en el que surge la estética de la resistencia pasiva.[1]
Guerra Trigueros fue una de las personalidades más influyentes en la cultura salvadoreña en la primera mitad de este siglo. Políglota, periodista, poeta, crítico de arte, volvió a El Salvador en el año 1928, luego de educarse en Europa. Después de su muerte temprana, su obra ha pasado desapercibida y lo poco que se ha escrito sobre él lo tiene hipotecado con el perfil de una figura de anticuario. Guerra Trigueros, además, es uno de los intelectuales que le dio carácter a uno de los períodos más importantes de la prensa salvadoreña. Fundó con Alberto Masferrer (1868-1932) el diario Patria, donde abordó reiteradamente el resquebrajamiento social y económico de la sociedad salvadoreña. Patria fue también el centro de un importante movimiento artístico y literario.
Conociendo el papel del gobierno de los Estados Unidos en los asuntos salvadoreños y centroamericanos, volcó sus simpatías a la causa de Augusto C. Sandino. Recién asesinado el patriota nicaragüense, Guerra Trigueros escribió: “’Quién, sino un muchacho, iba a enfrentarse durante más de cinco años, carente de recursos, de armas, de apoyo moral y material en su propia patria, no sólo al tremendo poderío guerrero y económico de los Estados Unidos, sino a las adversas circunstancias en que le tocara combatir?… Porque, dígase lo que se diga, Sandino ha triunfado. Ha triunfado en su vida, puesto que, por él, y no por otra cosa, salieron los norteamericanos de Nicaragua. Y ha triunfado en su muerte, en su paradójica y simbólica muerte, porque no fueron los yanquis quienes le mataron, frente a frente, sino sus propios compatriotas, y a traición… Y Nicaragua, en una forma y otra, deberá pagar. Deberá pagar por haberse suicidado en la persona heroica del muchacho Sandino” (Guerra T. a, 1976).
Alberto Guerra Trigueros no fue el único escritor que habló, antes de 1950, sobre la necesidad de difundir y extender la cultura. Su novedad consiste en que lo dijo de una manera radicalmente distinta. Para 1920, cuando el mundo exhibe un breve panorama de relativa paz internacional y solvencia económica, surgen y se desarrollan en toda América Central movimientos obreros y campesinos. Ese incesante rumor del pueblo en movimiento hizo que algunos intelectuales comenzaran a hablar de la necesidad de “propagar cultura entre las masas”. El poeta José Valdés, desde las páginas del Diario de Occidente, escribe con visible irritación: “Nuestro pueblo carece de una sensibilidad delicada (…) Nuestras masas necesitan luz, mucha luz, y dárselas es a la vez un servicio humanitario, un deber de los que saben” (Cabezas, 1937).
Este era el pensamiento típico del intelectual salvadoreño hace setenta años. Las semejanzas con personajes de hoy no son coincidencia. Para entonces, Europa olía a rancio. Las clases pudientes, los incipientes estratos medios y sus intelectuales, volvían con fascinación sus ojos hacia los Estados Unidos. En este marco, vino a nuestro país en 1928, procedente de una Europa castigada por la guerra, el joven Alberto Guerra Trigueros. Años más tarde, al lado de un conjunto de notables escritores, propugnó por asumir el oficio de escribir desde la perspectiva de una estética definida más para la conducta que para los papeles, estableciendo una ruptura con las prácticas de los años 20, a las que fustigó como “amaneradas” y “orientalistas”.[2]
De manera particular, criticó acremente la pretensa “poesía pura” de José Valdés. Contra este tipo de poesía, inclusive contra lo que él denominó el “proletarismo poético”, de raíz indigenista, reaccionó Guerra Trigueros oponiéndole, en su propio concepto, una poesía “vulgar, veraz y sincera, humana, cruda y personal”, cuyos temas, dice, sean “comprensibles y sensibles para todos los hombres” (Guerra T. b, 1942).
Guerra Trigueros, tanto al exaltar a Sandino, como al deplorar los hábitos culturales de los adinerados de su época, lanza ideas de un cristianismo militante que, en sus propias palabras, “conquiste efectivamente a las masas”, anhela una Iglesia identificada con el progreso, la armonía y un orden social saludable. Su impulso creador tiene como propósito reconectar la tierra con el cielo. Congruentemente, en el plano estético, propone la participación del hombre (lector, espectador, etc.) con y en la obra de arte, como en una liturgia.
Me atrevo a decir, difiriendo con algunos, que tampoco fue un “existencialista”, como se ha dicho de él. Su entusiasmo por las cosas, elevándolas a un nuevo rango, así como su ausencia de náusea, no lo sitúan ni al lado de los místicos ni de los existencialismos. De sus exposiciones, se deduce claramente que para él la cultura es una capacidad humana que se encuentra en los objetos del mundo que el hombre crea en sus relaciones sociales: “¡Cómo si no fuese el arte y la cultura lo que por naturaleza son: logros de carácter eminentemente social, logros humanos y colectivos por excelencia, que jamás deben ni pueden darse aisladamente, sin conexión ni proporción posible con el nivel cultural del medio ambiente!”.
Y sigue: “Tal concepción pasiva y egoísta (de la cultura) (…) es precisamente la que predomina en nuestro país; particularmente entre las mismas clases pretensamente “cultas”, que tan rara vez se han preocupado por acercarse, de cultivadores, a las rudas masas humanas”.
Ante esta “cultura” heredada —dice— “por obra y gracia del linaje o los millones”, propone la creación de una cultura propia. Arranca con la consideración de que nuestra cultura es casi toda ella “ajena a nosotros”. Los párrafos que siguen sintetizan su noción: “Como que en realidad, casi nada es nuestro, de todo ese material cultural que hemos venido empleando. Nada es realmente nuestro: ni industria, ni comercio, ni máquinas, ni carreteras; ni ciencia, ni filosofía, ni técnica profesional; ni, apenas arte ni literatura (…) Nosotros vivimos, literalmente, de prestado. Vivimos de empréstitos: en lo moral, en lo intelectual y en lo material”.
Luego de los eventos del año 32, muerto Masferrer, Alberto Guerra Trigueros lanzó a sus contemporáneos un llamado a resistir. Imperaba la Ley Marcial. Su periódico, atravesaba un momento crítico; el clima de libertades en el que nació había desaparecido. La fracasada insurrección campesina conducida por los comunistas y la contraofensiva gubernamental, sumían al país en la zozobra. “Resistir, no con la violencia, sino con el espíritu” (Guerra T. c, 1956), insistía Guerra Trigueros, inspirado en el apostolado de Gandhi, que enfrentaba a la ocupación inglesa con la “resistencia pasiva”. Aquella apelación era la reiteración de uno de los postulados básicos de la corriente cultural que nació en derredor de los años 30.
Guerra Trigueros, con todo y que sus ideas sobre el arte y la literatura representan una superación de las de principios de siglo, encaja muy bien en la figura del personaje descontento del orden capitalista pero que desconfía de las propuestas socialistas. Bien podría aplicársele a este “burgués que escribía versos”, como él mismo se definió, una caracterización aportada por J.C. Mariátegui: era “de los que repudian el presente en el nombre de su nostalgia por el pasado”. Cuando dice “nada es nuestro”, ¿acaso no es un reproche a la identificación de la cultura dominante con hábitos y gustos más modernos? ¿Y Salarrué, acaso no podría ser visto también como un defensor del estado de inocencia del “alma buena campesina”?
Pero en este mundo todo cambia, y me atrevo a asegurar que también en los demás. Treinta años después, aquélla estética cedió su paso a una nueva sensibilidad. Y a partir de entonces, como el título de un cuadro de Rufino Tamayo, la literatura aparece como una muchacha atacada por un extraño pájaro: el de la revolución social. Simultáneamente, otros autores contemporáneos postulan corrientes estéticas diversas. Tal es el caso de los poetas Pedro Geoffroy Rivas y Antonio Gamero. Este llegó a ser conocido como el “poeta salvaje”, cultor de “lo vulgar” y lo “violento”, coincidiendo con las propuestas de los dadaístas. La suya es una poesía rebelde e irreverente. Su poema T.N.T., de 1942, pudo ser el epígrafe perfecto para una antología de poemas de los luchadores obreros de los años 70. Ellos son los poetas del período pre-extremo. Más adelante, cuando en la maduración de la estética extrema Dalton intenta reconstruir su propia tradición, vuelve hacia ellos la vista.
El año crucial es 1950, ese mismo año surge la Generación comprometida, que representa un punto de inflexión para el viraje de la literatura; muere Alberto Guerra Trigueros y se publica un libro capital en la nueva sensibilidad: Diez Sonetos para mil y más obreros, de Oswaldo Escobar Velado. Este poeta venía de luchar contra la dictadura de Hernández Martínez; había sufrido cárcel y exilio. En este momento se vuelve más perceptible la tensión entre aquella estética ligada a la tierra, a lo vernacular —como se solía decir— con la naciente estética extrema. De alguna manera, la crisis de la sociedad agraria se anticipó en la literatura.
LA ESTÉTICA EXTREMA
Sería complejo reconstruir al detalle las diferentes condiciones que le dieron una singular fuerza a esta nueva corriente. Pero si algo aparece claramente es que el país se encaminaba a una crisis histórica, y entre los primeros en anunciarla estuvieron los escritores; antes, inclusive, que importantes sectores de la Iglesia católica que años más tarde experimentaría su propia revolución en la interpretación de su papel y el de la religión misma en el seno de las luchas sociales.
Otro factor es la difusión dentro de los círculos universitarios, intelectuales y organizados, de la estética del “realismo” de G. Lukács. El pensamiento de J.P. Sartre, su noción del “compromiso”, también dejó un sello imborrable en muchos escritores y artistas. La Generación Comprometida (1950) intentó recoger el pulso de aquel momento, formulando una especie de programa de inspiración sartriana
La radicalización de las propuestas fue generando una verdadera náusea a lo intelectual, otorgándole preponderancia a la acción. Por ese camino se entienden los desplantes iconoclastas de los escritores del grupo de Roque Dalton —todos activistas de izquierda o comunistas, cultores de la acción más que de la contemplación— hacia los escritores mayores. Y el desdén de las dirigencias sindicales y políticas radicalizadas por los “intelectuales de gabinete”. Ese mismo cultivo produciría, años más tarde, en mayo de 1975, el asesinato de Dalton.
Los acontecimientos que se produjeron en El Salvador desde los años 30 demostraron la distancia entre las instituciones y las necesidades de los salvadoreños, para quienes los cauces de aquellas resultaban insuficientes. A partir de los años 60, se produjo un giro inducido por la crisis social y la influencia de las ideas marxistas: el ejercicio de la violencia era justo y legítimo, se desconoció la institucionalidad, se privilegió la subordinación al interés colectivo —y lo colectivo a la figura del dirigente—, se deploró el individualismo y se exaltaron las virtudes de los sectores sociales más empobrecidos, y fueron sus “intereses y necesidades más sentidas” las que se pusieron al centro de la acción política y social. Digamos además que se produjo una radical superación de la tradición del pensamiento socialista local. En este marco, la literatura, al igual que cualquiera otra expresión creadora, debía jugar un papel directo en la propuesta emancipadora.
Se trata de una propuesta inequívocamente invadida por lo político. O, mejor dicho, determinada por lo político, como en la estética de Roque Dalton: la del poeta como una conducta moral enfrentado a la disyuntiva de “tomar las armas o traicionar a su pueblo”. Se fraguó una estética que, a falta de una mejor denominación, podría llamarse “extrema”, y no de “guerra”, mucho menos “realista”.
Entiendo por estética extrema el conjunto de tesis, explícitas o no, intuitivas o conceptuales, que sustentaron la creación de un conjunto de obras literarias y de arte que se produjeron en condiciones extremas y propusieron respuestas extremas. Extrema, en el sentido que sus autores vivieron en el ojo de una situación límite: fustigados, en el exilio, en la clandestinidad o en guerra. Extrema, igualmente, porque fue una ruptura con las precedentes formas poéticas, literarias y lingüísticas. Surge de la experiencia histórica, personal y, en definitiva, cultural, de los creadores. No surge de una normatividad, sino de una necesidad. Está, en general, invadida por lo político, aunque no en todos los casos ello signifique opciones partidarias. Si bien es verdad que se produjo abundante literatura partidista, no es ésta ni toda, ni la única y ni siquiera tiene que ser considerada por ello como lo peor. Al juzgar la literatura extrema exclusivamente a través de la poesía de “panfleto”, hecha con la simple pretensión de ser útil para pelear, se corre el riesgo de extraer conclusiones equivocadas.
He preferido introducir el concepto de estética extrema y no el de estética de la guerra, que ha sido más usado, por la razón de que, en general las artes y las letras salvadoreñas al igual que el país entero, vivieron bajo el signo de la guerra. El mejor ejemplo, o al menos el que conozco, está en las letras: hay una literatura en guerra: la que se produjo en las zonas del enfrentamiento bélico. Hay una literatura de guerra: que aborda la temática del conflicto y sus secuelas. Se habla, inclusive, de una generación literaria de la guerra, dentro de la que se reconocen un conjunto de creadores que surgen a las letras en los marcos del conflicto.
La estética extrema es, entonces, la condensación de cierto tipo de búsquedas y hallazgos, que se producen dentro y fuera de la guerra, dentro y fuera del país. Es expresión de una sensibilidad más o menos generalizada, no necesariamente concertada o pensada. No tuvo un centro, es excéntrica, ni siquiera un nombre.
Es para muchos, aunque no para todos, la tentativa de darle significación social al arte. Pero para otros también es el rompimiento con el “buen gusto”. Recurre al uso del lenguaje del panfleto de los activistas sociales, pero también a las expresiones callejeras. Está movida por una insobornable defensa de los derechos humanos. Por la exaltación de la actividad proscrita. Por la sexualidad, inclusive. Pero es, encima de todo, debo insistir, una tremenda expresión de libertad en medio de la coerción de un sistema, una sociedad y una moral detestables.
En su centro está una noción renovada del “compromiso”, entendido como la necesidad de que el escritor, el artista, ejerza una acción revolucionaria. El corolario obligado es la “utilidad práctica, política” de la obra y en su seno existe un prerrequisito a observar: la realidad concreta. Como ocurrió en los movimientos románticos del siglo pasado, algunos escritores asumieron responsabilidades políticas, se incorporaron como poetas a la visión de la crisis y a la crisis misma. Los padres de este pensamiento no son las dirigencias políticas, que bastante poca atención les merecían este tipo de asuntos, sino los poetas: el guatemalteco Otto René Castillo y Roque Dalton. Ellos no extraen su pensamiento de los voluminosos manuales soviéticos, de los que sin duda se mofaban. Para empezar, porque en los días de la Guerra Fría no se encontraba un sólo manual de éstos en donde se propugnara la lucha armada, que los dos poetas consideraron absolutamente necesaria. Una de sus principales fuentes proviene, más bien, de los documentos de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas Cubanos) y del mismo PC cubano. Ante el martirio de Otto René Castillo, capturado y quemado vivo por los militares guatemaltecos, Dalton en su Prólogo al libro Informe de una injusticia, repite su llamamiento a empuñar las armas. Postula al poeta como una conducta moral. Extremista, únicamente mira dos caminos. En el correcto propone el ejemplo de Castillo. En el de la traición, al hasta ahora único premio Nobel de Literatura de Centroamérica, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias.
Es imposible comprender el fenómeno Dalton únicamente a partir de su propia genialidad. Sin la existencia de un soporte material y cultural como el que le ofreció Cuba, muchas de sus obras probablemente se habrían podrido en alguna gaveta. Pero su legitimidad literaria no provino de la dudosa consagración que a menudo otorgan los poderes políticos. Notemos que sus propuestas no son exclusivamente ideológicas. Tanto Dalton como Castillo murieron demasiado pronto y, por último, no pueden ser culpados por la falta de imaginación ni por las obras literarias de los que seguimos. Lo esencial de sus propuestas se encuentra en sus obras, que no en sus discursos inaugurales o salutaciones. En este sentido, la estética de Dalton es revolucionaria. Él introduce en nuestra poesía un incomparable sentido de velocidad, destruye el ritmo de las voces impostadas de sus predecesores y reconstruye un espacio poético sonoro, fresco, llevando el lenguaje hasta extremos. Su divisa fue: “Poesía, hoy todo es posible decirlo contigo”. Una divisa que seguramente confundió a muchos que pensaron que escribir poesía era, a partir de entonces, la cosa más fácil del universo.
También en la narrativa, es Dalton el que lleva a extremos su tentativa con Pobrecito poeta que era yo, una novela urbana —sus mismos contemporáneos, Manlio Argueta y J.R. Cea, de alguna forma prolongaron la temática agraria—. Antes, con Miguel Mármol, había incursionado en el género “testimonial”, ese género “menor”, hijo directo de reportaje periodístico, de las luchas sociales y de los diarios de las campañas insurgentes, al que Rodolfo Walsh le confería, en los años 70, una perspectiva de renovación en la narrativa latinoamericana.
Dalton es el jefe indiscutible de la estética extrema. Su muerte misma es extrema paradoja. Paralelamente, hay una desordenada primavera para la poesía. Los poetas manosean a las musas, al lenguaje, a los ídolos, al poder. Se sienten con demasiadas libertades pese a vivir en un espeso clima autoritario. José María Cuéllar y Alfonso Quijada Urías son sobresalientes en medio de una verdadera manga de poetas de todos los calibres.
A mediados de los años 70, Ítalo López Vallecillos integrante de la Generación comprometida lanzó la voz de alerta de la estética esencialista: “El Salvador se ha quedado sin literatura”. Nadie respondería a aquella afrenta. No solamente porque tenía algo de razón, sino también porque no había espacio para un debate de ese tipo. Muchos de aquella turba andaban conspirando, tirando balas o se habían largado lo más lejos posible del autoritarismo, como huyendo de la peste.
El término “extrema”, además, es útil para distinguirla del planteamiento “esencialista”, definido años atrás por David Escobar Galindo, y que bien podría precisarse como el intento de conservar lo esencial, en los motivos y en las formas, pero especialmente en la espiritualidad de la poesía.
Ambas estéticas asumen (inevitablemente) la realidad de la guerra. Ambas participan de una similar tentativa de libertad, pero por caminos estéticos diferentes. Ambas comparten un entorno hostil y defienden la individualidad frente a la coerción; poetas de una y otra hablan desde el “yo” y desde el “nosotros”. No son excluyentes entre sí, aunque es posible establecer líneas características en sus obras.
Tampoco se trata de estéticas que respondan exclusivamente a posiciones ideológicas. No, claro que no. Encontraremos en uno u otro campo, hombres y mujeres con ideas de todo tipo, o que al menos parecen tenerlas. Tampoco una es mala y la otra es buena, simplemente son. En todo caso, si hemos de usar un criterio de valor, encontraremos buenos y malos autores por doquier. Tratándose de literatura, es el lenguaje donde se expresan los apremios y aciertos de los autores. Digamos de paso que los cambios más relevantes que se operaron en el siglo XX en el lenguaje de la literatura salvadoreña tuvieron lugar durante el movimiento modernista, al influjo de Darío —quien no sólo vivió y trabajó en El Salvador, sino que fue protegido por el Estado—, en la narrativa de Salarrué y luego en el lenguaje de Dalton.
Separar dichas corrientes es sólo para exponer cómo pueden surgir y desarrollarse, ante problemas comunes, actitudes artísticas diferentes y hasta antagónicas
El período maduro de la estética extrema duró hasta mediados de los años 70, luego vino la guerra y la proliferación de la poesía de guerra. En nuestros días, algunos cultores del buen gusto suelen rasgarse las vestiduras frente al surgimiento, en los años 80, de una corriente de poesía y literatura destinada a acompañar la contienda armada. Centenares de jóvenes se volcaron a la poesía con la idea de dar un aporte a una causa que entendían justa y necesaria. Este reconocimiento, por supuesto, no implica un juicio de valor sobre la calidad de los textos literarios. La guerra no fue un período muy fértil para la invención literaria.
¿Cómo hay que enjuiciar esta poesía? Juan Ramón Jiménez, estremecido por los acontecimientos de la guerra española, escribió en su Diario: “La poesía de la guerra no se escribe, y sobre todo no se escribe desde lejos, se realiza. Poeta de la guerra es el que sufre de veras en la ciudad o en el campo. No el que se desgañita en su refujio seguro y cree en la eficiencia de su jemido y su llanto resguardado” (vale recordar que Jiménez prefería no usar la letra “g”). Valentías aparte, el conjunto de esta enorme producción poética de la guerra salvadoreña, no cuesta admitirlo, resulta de poco valor desde el punto de vista literario. Sus autores concibieron aquellos textos no como cumbres literarias sino como otra arma de combate en una atmósfera de misticismo guerrero, fe y solidaridad; talvez por ello sea posible aplicar a algunos de aquellos poemas la meditación de la cristiana Teresa de Jesús: “Las palabras llevan a las acciones…”.
Aquel período tardío de la estética extrema, de finales de los años 80 y principios de los 90, puede ser resumido como el de la literatura sin revolución. En los planos políticos, salvo excepciones, el escritor se empeñó en sumar sus potencias a la idea de una revolución social que al final consiguió plasmarse en una importante reforma. En el plano estético, tampoco hubo una revolución, sino una ruptura que buscó experimentar con el lenguaje y las formas, pero que nos dejó pocas excelencias. La experimentación, había advertido alguna vez Raymond Carver, con demasiada frecuencia “es una licencia para ser descuidado, majadero o imitativo en la escritura”. “Peor aún —añadió—, una licencia para tratar con brutalidad o alienar al lector”.
A la mitad de la década de los 90, el escenario de la literatura se caracteriza por la incertidumbre. La cultura “comprometida”, igual que la anémica cultura “oficial”, están pagando el precio de su condición excluyente. Somos testigos de una especie de impotencia. Basta hojear las escasas publicaciones literarias en los periódicos para advertir en general una falta de empuje en las letras de nuestros días. Agotados los temas del heroísmo —o, mejor dicho, agotadas las formas de corte elegiaco— es penoso volver la vista a la cursilería que se nos ofrece a cambio. La adaptación a los nuevos tiempos quizá sea doblemente difícil para el escritor. Y esto, porque los escritores han sido, en el último medio siglo, la oveja negra entre las artes. El escritor parece encontrarse en un terreno desconocido: se le achaca el haberse puesto a las órdenes de una causa más o menos inútil y al servicio de una ideología; y se le requiere para que expíe aquel pecado. Las habilidades del hombre de letras, además, parecen poco funcionales para “las necesidades del mercado”.
El escritor parece encontrarse fuera de lugar. Protestar tampoco resulta de buen gusto. Escribir sobre la guerra lo convierte en un nostálgico de un capítulo que, según algunos, debiera cerrarse en la literatura. Los tiempos han cambiado y, en un entorno tan confuso, es fácil sentirse víctima. El imperativo de ajustarnos a los nuevos tiempos debemos verlo como una forma de hacer las paces con el presente, no para adocenarnos a una situación que no nos complace completamente, sino para participar en una realidad preñada de un drástico cambio social.
Particularmente difícil es para los escritores que volvieron del exilio, quienes descubren que en el país —su punto de apoyo cultural, que les abrió posibilidades creativas y les hizo brillar en otro firmamento— siguen siendo fantasmas. Esto, más bien, debiera ser asumido con cierto alivio. Nos encontramos ante un giro cualitativo, y una cosa es cierta, debemos aprender a vivir de esa manera. Universalmente, el escritor ha dejado de ser considerado como un profeta. Como lo dice el poeta alemán H.M. Enzesberger, “Cada vez que una sociedad aspiraba a convertirse en nación hacía falta un padre fundador espiritual, e invariablemente era un poeta el que debía desempeñar ese papel” (Enzesberger, 1992, p.22). Ya no hay lugar para los Sartre, los Gorki, los Gavidia, abanderados o portavoces de la ideología que resultaba dominante en el momento. Para el poeta, añade, está claro que “su trabajo nada tiene que ver con la propaganda que no debe salvar a la humanidad, el proletariado o la bandera nacional” que la sociedad no necesita al poeta como guardián o como líder. [3] Para uno que otro, la tentación de pontificar sigue siendo, sin embargo, difícil de resistir.
El mexicano Gabriel Zaid también lo ha advertido: los recursos extraliterarios destinados a buscar la consagración de un escritor “cuando son muy obvios y excesivos, resultan contraproducentes (…) El poder político, la autoridad académica y el prestigio literario tienen elementos comunes (la palabra, el público) pero diferencias esenciales (sus relaciones con la palabra y el público) (Zaid, 1992. p.10).
Varias lecciones podemos extraer del largo periplo de la declinante estética extrema. Ahora podemos decirlo: la misión política de la literatura es la de rechazar cualquier misión política, pero que nadie dude en repetir la historia si su conciencia se lo dicta. Necesitamos despertar de nuevo entre los escritores salvadoreños, la pasión por las ideas y no por las consignas, los contenidos y mensajes, la pasión por las formas, por la belleza y los misterios del estilo. No hay que apresurarse demasiado para obtener resultados satisfactorios.
Notas
[1] También Miguel Ángel Espino (1902-1967) ficcionaliza con la tesis de la resistencia pasiva en su novela Hombres contra la muerte. Hasta mediados de los años 70, esta obra era muy poco conocida en El Salvador. La primera edición salvadoreña de este libro se hizo en 1974 (Dirección de Publicaciones) treinta años después de la realizada en Guatemala. La novela tiene como marco principal las selvas madereras de Belice. El desarrollo del conflicto central plantea la disyuntiva entre el uso de la violencia o la resistencia pasiva.
[2] Guerra Trigueros escribió un manifiesto estético titulado Poesía Vrs. Arte, publicado en 1942, que contiene su alegato contra las prácticas literarias de los años 20. En este ensayo, escrito originalmente para una conferencia pública, Guerra Trigueros, coincidiendo con Tristán Tzará, utilizó peyorativamente el término arte, identificándolo con habilidad técnica, dándole a la poesía un valor esencial.
[3] El caso de excepción es el de Václav Hável (1936), intelectual y dramaturgo checo, quien sin duda es la figura política más prominente de su país. Luego de la desintegración del “campo socialista” y la caída del régimen comunista, ocupó la presidencia de Checoslovaquia y, después de la división, la de república Checa. Hável combina el carisma y la visión de un estadista con la elocuencia sutil de un artista. Férreo opositor “por razones éticas” al régimen comunista, y protagonista principal del Foro Cívico, la organización que jugó un papel clave en los eventos de 1989 en Checoslovaquia, Hável siempre ha planteado su participación en la política desde la óptica civilista, sin adhesiones a partido político alguno.

Miguel Huezo Mixco (El Salvador, 1954) Es autor de la novela Camino de hormigas (2014), La casa de Moravia (Alfaguara, 2017). De los libros de poemas Memoria del cazador furtivo (San Salvador, 1995) y El ángel y las fieras (San José, 1997), entre otros. Ganó en 1999 el Premio Centroamericano de Poesía Rogelio Sinán con Comarcas (Panamá, 2002; Veracruz, 2004; Saint-Nazaire, 2004). Ha publicado el ensayo La casa en llamas. La cultura salvadoreña en el siglo XX (San Salvador, 1996). Ha recibido la beca Plumsock para la residencia de artistas Yaddo, en Nueva York; la beca de la Maison des Ecrivains Etrangers et des Traducteurs (MEET), para una residencia en Saint-Nazaire, Francia; la beca Rockefeller de Humanidades para residir en Antigua Guatemala, Guatemala; y la beca Artist in Residence (AIR) del Headlands Center for the Arts, San Francisco, California.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero