Las relaciones entre las narrativas literarias y las audiovisuales son uno de los campos de experimentación y escenarios más habituales de hoy. Ya no sabemos si narramos porque hemos leído o porque hemos visto. Guillermo Barquero se inserta en esa tensión como narrador y fotógrafo. Además, con este texto penúltiMa llega a su primer centenar de colaboraciones.

La escena de la playa era fundamental, al parecer. Se trataba de un plano secuencia que iniciaba con los pies del hombre, adivinados mediante una vista de hormiga, que hacía que la cámara los siguiese desde la habitación del hotel –decrépito, visiblemente húmedo-, hasta la arena, y de allí a una toma de gran angular en la que se veía la espuma del agua salina chocar contra una estructura de aspecto metálico que aparecía en el centro exacto de la pantalla. La cámara hacía movimientos hacia atrás y hacia delante, muy sutiles, como intentando imprimir un ritmo a la respiración del hombre, que ya no se veía en el cuadro pero cuya presencia era fácil de intuir.

El hecho de que la acción se trasladase desde el cuartucho de hotel al ambiente marino, no podía dejar de ser significativo. Esto se lo comentó a Angélica, mientras comían en los restaurantes que estaban a la salida del complejo de cines. Angélica le dijo que esa escena estaba de más, porque sin ella la película no perdía nada, y se comprendía a cabalidad. Él prefirió no responderle: estaba avergonzado de no haber entendido nada. Nada de nada. Esa primera vez que la vio sintió que estaba asistiendo a un espectáculo alienígena que necesitaba no solo de un sistema de interpretación guiada, sino de un completo manual de costumbres y lenguas de esas tierras desconocidas.

El problema del plano secuencia es que era truculento, por decir lo menos: iniciaba en el hotelito de ciudad y terminaba en la playa. El artificio que necesitaron para fabricarlo no era poca cosa. Cambios de escenografía y una seria manipulación digital, para que la transición de cientos de kilómetros quedara sin remiendos y sin forma posible de descomponerla en sus partes constitutivas. Ese plano, el pensar en esa escena durante la mitad restante de la película era lo que le impedía entenderla a cabalidad. Angélica no se hacía enredos con las transiciones y los meandros, ella simplemente seguía el recorrido de un hilo que el autor devanaba al inicio de la película, simultáneamente con los créditos, y que poco a poco iba colocando de nuevo en la rueca, para terminar apretándolo con fuerza en los créditos de cierre, que mezclaban escenas oníricas al parecer descontextualizadas con los nombres de todos los involucrados en el filme.

A decir verdad, tampoco entendía la escena de la puerta. Parecía un trance sencillo en el que el coprotagonista entregaba un sobre de manila con un contenido que, evidentemente, a manera de símbolo-llave, haría que la trama quedase redonda, y que la historia resolviese un conflicto que más tenía que ver con el amor que con la historia de intrigas internacionales.

La segunda vez que la vio, con Daniel, se quitó los lentes antes de la proyección, como para aclararse la vista y que esta no tuviese que ver con la oscuridad que atribuía a las escenas de la playa y de la puerta. Pensó que de esa forma se estaba quitando de encima una niebla de incomprensión que le permitiría hacer de la película un viaje diáfano por el tiempo y el desarrollo de los personajes. Se repitió varias veces, en voz baja, que el montaje y los trucos no ensombrecerían su capacidad de captar las sutilezas de una trama con apenas tres personajes, dos de los cuales nunca llegaban a conocerse personalmente.

Cuando comenzó el plano secuencia de los pies del hombre, se acomodó en el asiento, se inclinó hacia delante, se quitó los lentes y se los puso de nuevo casi de inmediato, apoyó las manos en los dos descansabrazos de la butaca, cruzó las piernas y se propuso escudriñar cada detalle con una atención rayana en la manía. El hombre avanzaba. Se veía el piso contaminado de la habitación, se escuchaban los pasos y el crujir de los materiales del subsuelo. Después, mezclado con la música incidental –estándar, fea, sin gracia-, se comenzaba a sentir el oleaje en la distancia. Después, iba apareciendo la esplendencia de la costa y, para rematar la secuencia, el golpe furioso de las olas contra la estructura, que a ratos parecía una formación rocosa natural, y por momentos un chasis de automóvil abandonado después de la Segunda Gran Guerra. Pero se dio cuenta de que también semejaba un navío, o el fuselaje de un avión de pequeña escala. Pero también podía pasar por un edificio abandonado en la costa, o por una máquina de refinería de petróleo que algún gobierno hubiese dejado pudrirse en el límite de las aguas del mar. Y comenzó a parecérsele a muchas cosas más, cada una más alejada de la realidad de la película que todas las anteriores juntas, cada una menos congruente con la verosimilitud que la parecía haber entendido perfectamente llegado ese punto del metraje.

Cuando vio que aparecían los créditos finales, las escenas oníricas que le costaba amarrar al resto de la película, se sorprendió pensando en la estructura contra la cual chocaban las olas en la escena intermedia. De hecho, intentó recordar otras pequeñas secuencias que bien recordaba de la proyección inicial, a la que asistió con Angélica, pero los intentos fueron en vano: grandes pedazos se le quedaron atascados en la boca sucia del olvido. No recordaba los nudillos tocando la puerta de madera, la entrega del sobre de manila, y tampoco podía recordar, apenas terminando la película, el intercambio de miradas del primer tercio, o el té que una mano delicada servía en el segundo tercio. Es más, no sabía si podía hablar de tercios, o de cuartos, o de décimas. Confundió los puntos de giro –si es que los había-, la presentación del conflicto y el inicio de la resolución de este. No podía decir, a ciencia cierta, quién era el coprotagonista y quién el protagonista. No podía contar la cantidad de personajes que aparecían en la cinta, ni podía describir los rasgos físicos elementales, mucho menos los anímicos y filosóficos, si es que tal cosa existía en la película. Mandó mentalmente a todos a la mierda, cuando el último de los créditos pasaba de arriba abajo en la pantalla.

Daniel le dijo que le recordaba a aquella película que habían visto los tres, un par de años atrás. Hasta se atrevería a decir que se trataba de una versión de la otra cinta, puesta en escena en otra época, pero con las mismas herramientas de la original. ¿Cuáles herramientas?, preguntó él. El sobre de manila, la entrega, el gozne de la ventana que craqueaba en la madrugada, las picadas de mosquitos y el auto desbarrancado en la lejanía. ¿El auto desbarrancado?, preguntó él. ¿Estás jodiendo?, preguntó casi inmediatamente después, con el rostro desencajado. Sí, el auto desbarrancado, respondió Daniel, llevándose una papa frita a la boca. Él trató de mantener la parsimonia y el aspecto frío e inhumano que estos debían imprimirle a un cuerpo sentado. Procuró no explotar, por lo menos no en ese momento. Pero también se dijo, repitiéndoselo cien veces, con una velocidad de trenes que chocan, que no podía explotar nunca, o que no podía hacerlo por una miserable película de tercera.

De nuevo se encontró en una sala de cine, dos semanas después. La pausa de casi quince días fue adrede: tiempo para respirar, para recolocar las piezas y convertirlas en una serie de elementos mecánicos que solamente precisaban de los ejes correctos para acomodarse y funcionar como un todo, sin grietas ni sequedades. Esta vez llegó solo, y entró a la sala veinte minutos antes de que la película diera inicio. Había hecho una serie de anotaciones mentales acerca de lo que tenía claro de la trama, que al final de cuentas era bien poco, pero que le alcanzaba como punto de partida. El plano secuencia del hotel a la playa era fundamental, aunque Angélica pensara que sobraba, y aunque Daniel lo hubiera descrito como un artilugio pretencioso del peor cine independiente del nuevo siglo. Esa transición, a su modo de ver las cosas, era una aldaba que unía la puerta de la estructura al gran marco narrativo de la cinta, y de eso estaba plenamente seguro.

Esta vez había cambiado de horario, de sala, de recorrido. Antes de entrar en el lugar, había ensayado una rutina distinta a la que había seguido antes de las dos proyecciones anteriores. Estaba solo, y podía darse el lujo de hacer y deshacer según le diera la puta gana. Ese día, conforme avanzaban las horas, iba sintiendo un impulso cercano a la rabia, pero aún más cercano a la plenitud. Podía describir cualquier fenómeno, entender cualquier intríngulis, desentrañar cualquier misterio. Sentado en la sala, finalmente, estaba inquieto. Cruzó y descruzó las piernas dos veces. Se limpió los lentes con el algodón del cuello de la camisa tres veces. Realizó una serie de movimientos involuntarios con las manos, que le sudaban asquerosamente. Cerró los ojos y se concentró en las certidumbres que tenía acerca de la película, tratando de borrar las lagunas o colocando en su sitio los espacios que iría rellenando con el nuevo visionado del material completo.

Esta vez se concentró de forma especial en los créditos de inicio, porque ahí probablemente habría una clave. Las letras llegaban desde los flancos derecho e izquierdo, y se juntaban en el centro de la pantalla, fundiéndose para transformar un texto de fondo que mostraba los nombres de los involucrados en la producción, en estructuras horizontales que recordaban, para él, ruinas de alguna ciudad industrial de los Estados Unidos. Esto no lo había notado en las dos proyecciones anteriores, y en esta lo puso en un compartimento que seguramente habría de necesitar cuando terminara la película, y extrajera los materiales básicos para el análisis. De este detalle ni Angélica ni Daniel habían hablado, ninguno de ellos se había referido a esa transformación armoniosa que presagiaba una parte importante de los contenidos. Poco después de ese inicio promisorio, uno de los personajes caminaba por el pasillo de un hotel. Si bien recordaba esa escena, no había reparado antes en el golpe que la bota derecha del tipo daba contra una esquina que apenas se metía dentro del cuadro. Podía clasificar ese contacto como un error o como una acción intrascendente e improvisada, pero prefirió pensar en ella como una especie de acto de enlace entre la calma del inicio y la tempestad del final, unidas por el plano secuencia de la playa. Se mostraba, sin demora, la transición desde el hotel de ciudad hasta el plano abierto con paisaje salino, la estructura oxidada, el sobre de manila y la taza de té. Pero la taza de té aparecía después del largo plano secuencia, y esto lo recordaba de otra forma, y ya estaba haciendo un compartimento analítico con la taza de té y los dedos que la tomaban delicadamente y que la levantaban y que dejaban ver un anillo de plata con una piedra. ¿Un anillo de plata con una piedra? Eso, las dos veces anteriores, no lo había notado, ni la morosidad de la cámara, el acercamiento mientras la taza subía y bajaba, ni el regodeo de esa mano en la lentitud, los dedos crispados, el sonido del té bajando a lo largo de una lengua y de una garganta invisibles para el espectador, creados por sonidos corporales crudos. Y los créditos de cierre, casi de inmediato, atropelladamente, en un descenso de cascada que apenas le daba tiempo de leer algunos nombres –canciones, técnicos, especialistas en efectos, catering service- que trataba de unir con el plano secuencia que, recordándolo bien, no era tan largo como se lo había figurado, o quizá lo era si lo unía con aquel pie que tropezaba contra un mueble, y si lo pegaba con la entrega del sobre de manila y con los dedos crispados en la taza de té. Pero también, en ese momento, recordó un acercamiento de la cámara al sobre de manila, y una estampilla rectangular de tonos predominantemente cálidos, proveniente de algún trópico infernal o perteneciente a un paisaje africano perdido en el vapor de un calor insoportable. Ni Angélica ni Daniel habían precisado en ninguno de esos detalles, y su comprensión de la película había sido un camino sin meandros, un trámite sencillo de sentarse, mirar, enlazar escenas y créditos y decirle a él lo que pensaban, sin contemplaciones ni adornos. Su película y la de ellos parecía ser otra y, con los ojos ahora cerrados, mientras unos violines horadaban los minutos del cierre que se hacían eternos, ordenaba, categorizaba, tomaba los compartimentos, las gavetas mentales y las colocaba en un mueble de armonía, escalas y orden. Se frotaba los párpados hasta que le aparecían luces y destellos y el plano abierto con playa, la parte más importante de la película, sin lugar a dudas, se confundía con esos fuegos artificiales y los pies del tipo, mojados en la arena, sucios de horas y de morosidad se soldaban y atropellaban contra los violines, contra el negro de los párpados apretados, los dedos crispados, el sobre, la máquina, la estampilla, Daniel, la risa de Angélica, la máscara de la noche, la muerte, la burla, la contemplación y el odio. Abrió los ojos y ya no había nadie. La pantalla enorme silenciosa, el tipo que revisaba las butacas delanteras con una linterna, el rótulo de salida que parecía unos ojos ebrios en las sombras.

 

Guillermo Barquero

Guillermo Barquero (San José, 1979) es escritor y fotógrafo. Ha publicado los libros de relatos Metales pesados (2009) y Muestrario de familias ejemplares (2013), así como las novelas El diluvio universal (2009), Esqueleto de oruga (2010), Combustión humana espontánea (2015) y la más reciente, titulada derrame de petróleo en Lesotho, que se puso en circulación el año pasado.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.