La literatura de Bruzzone ha ido abriendo senderos de un modo pasmosamente natural. Su acercamiento a la experiencia de los desaparecidos y las juntas militares marco un hito precisamente por ello. El modo en que sus dos trabajos: el de piletero y el de escritor se entrelazan carece de toda artificialidad. Un buen ejemplo es el libro que acaba de editar en la argentina Excursiones, Piletas, cuyo inicio ofrecemos en penúltiMa.
Prólogo
Estoy frente a mi bomba herida de muerte. Me gustaría poder mostrar acá una foto de su coraza abierta: parece un ojo lleno de gusanos. Con esa foto se darían una idea cabal de lo triste y apesadumbrado que estoy. Pero como este es un libro sin fotos…
¿Por qué es un libro sin fotos? Quién sabe. Quizá la experiencia de limpiar piletas, que es un poco el tema de todo lo que hay de acá en adelante, sea algo sobre lo que un puñado de fotos no tengan mucho para decir. Además, ya nadie cree en las imágenes. Antes pasó lo mismo con las palabras, y nadie se escandalizó. Habría que inventar nuevos mecanismos que hablen de las cosas. El futuro va a ser telepático. Copiaremos el lenguaje de los delfines, las ballenas y los gatos para hacer nuestras nuevas bibliotecas. Al que invente la máquina telepática le van a dar muchos premios, y seguramente ese día nos contactaremos, por fin, con habitantes de planetas mucho más interesantes que el nuestro.
Al fondo de la herida de mi bomba se ven los cables de cobre enroscados que ya nunca harán girar a la turbina. La herida es demasiado grande, y cuando eso pasa se sabe que no hay arreglo. Una imagen de lo inútil que puede volverse una herramienta, y uno mismo, cuando ya no hay ganas de seguir adelante, cuando se abandona la lucha y se muere. Porque hablo de una bomba muerta. Muchos años me acompañó. No los trece que llevo como piletero. Pero sí bastantes. Desde hace al menos dos años que funcionaba sin ventilador, recalentando en cada pileta que limpiaba, y sumaba capas de sarro y óxido en cada una de sus piezas. El resultado, ahora, está a la vista.
En paralelo, un ataque de alergia bestial me azota como una tormenta. Mi cara hinchada, roja, y mi nariz goteante, deben ser los atributos de un monstruo o, como mínimo, los de un mutante. ¿En qué monstruo me convertí después de trece años limpiando piletas? ¿Tendré tiempo de salvarme? ¿O voy a morir como mi bomba, agusanado y sin siquiera una imagen que hable de mí, de mis proezas? ¡Tantas proezas!
Empecé a escribir estas notas, que ahora tienen forma de diario, porque quise que mi vida de piletero fuera algo más, algo sorprendente. Tenía la idea de que escribir todo eso era convertirme en esa sorpresa. En 2010 ya había publicado una novela con todo esto de limpiar piletas. Se llama Barrefondo. Ahí había construido un personaje, una zona para sus acciones, un lenguaje para él, una historia para ese lenguaje, una historia personal para él, y tantas cosas, incluida una módica trama policial. Inmediatamente quisieron llevarla al cine y, si todo anda bien, la novela se va a convertir en película este año. El camino típico. La realidad se convierte en ficción literaria y la ficción literaria en ficción audiovisual. Sin embargo, la experiencia quedaba atrás, como siempre, ablandada y bajo capas de óxido y de sarro. Y mi experiencia, la de todos los días, quedaba acá, vestida con los harapos en los que el contacto permanente con el cloro convierten a tu ropa, a tu piel, a tus ojos. Escribir las notas, entonces, fue intentar reconducir la experiencia en el sentido de convertirla a ella misma en ficción. Un experimento al borde de la psicosis, un experimento del cual todas las notas que componen este libro intentan dar cuenta.
El experimento, por supuesto, falló. La realidad siempre se impone: te devuelve una bomba muerta y la necesidad de tener que reemplazarla por otra, tener que negociar con el vendedor de bombas, tener que sacar dinero de donde sea para poder seguir trabajando. También, te regala un impresionante brote de alergia. Sin embargo, las notas quedaron, y acá están, y seguirán escribiéndose.
La guerra contra el mal es permanente. El mal te moja, el mal te seca. Y a pesar de todo, el mal, la mayoría de las veces, es un ser bueno y contenedor. Mi bomba muerta, ahora, por ejemplo, grita. Después de muerta, sí. Es el grito contra el mal. Su grito es aterrador y no podría entrar en ninguna foto, en ninguna película. Es como mi propio grito.
23/9/2013
Limpiar esta pileta es como remar entre mosquitos. Una masa gris, a lo lejos compacta y de cerca suicida. Muy suicida. No solo pican brazos y piernas. Se suben al barral que uso hoy, uno largo y azul, de aluminio primaveral, roto en el empalme que lo hace retráctil, y ajustado con un clavo: ellos también lo pican. Deben pensar que es azul porque tiene sangre de reyes, y les gusta. También hablan, en plena masacre, con total displicencia. Dicen que vienen del CEAMSE, de desplumar gaviotas. Yo no les hablo porque pican. Cuando dejen de picar vemos, porque quizá sin agresión, sin guerra, podamos ser amigos.
1/11/2013
Tengo de clienta a la ex leona Magui Aicega. Le vendo cloro y cada tanto limpio la pileta de su casa en el Club Hindú. La primera vez que le dije mi nombre entendió “Erik” en lugar de “Félix”. Desde entonces, para ella, y para las amigas a las que ella me recomienda, soy “Erik, el piletero”. Magui me rebautizó y ahora llevo el nombre que me dio una ex leona, una ex campeona mundial. Soy Félix Bruzzone. Pero también soy Erik Aicega. Gracias, madre mía. Nunca te imaginé como gran deportista mundial.
11/11/2013
Acabo de descubrir que en la puerta de la casa de una clienta de espectacular pileta de 120.000 litros de agua, jacuzzi, fuentes con plantas, palmeras alrededor y cerco de vidrios blindex y acero inoxidable hay un cartel que dice “RATITAS”.
12/11/2013
–Esta pileta la habremos hecho en el… Fue en el 83, tiene como… treinta años.
–Una pileta alfonsinista. Mi cliente astrónomo se ríe. Sigue:
–Pero esta no es alfonsinista. Es peronista.
–…
–El constructor era peronista.
–¿Y cómo se acuerda?
–Bueno, porque cuando perdió Luder el tipo no apareció más. No quería venir a terminar el trabajo.
–¿Se deprimió?
–Se deprimió. Lo tuvimos que ir a buscar a la casa, con un amigo, con el tipo que me lo había recomendado. Nos fuimos allá, por Tortuguitas vivía. Estaba tirado en la cama, no se quería levantar.
–¿Y volvió?
–Lo trajimos, sí.
Mi cliente de pileta peronista es astrónomo. Hace algunos años construye, él solo (o a lo sumo con la ayuda de algún albañil al que se ocupa de dirigir), un observatorio en el garaje de su casa. Por ahora tiene la cúpula y el espacio abajo, bastante bien delimitado, para instalar el telescopio. Solo le falta construir la base para el telescopio y acondicionar el lugar. Piensa recibir visitas de colegios o de quien sea, curiosos, amantes del cielo. Ahora fuma frente a su pileta mientras yo limpio.
–¿Y se recompuso el hombre? –pregunto– ¿Se le pasó la depresión?
–Claro. ¿No ves? –señala la forma de la pileta, y los colores. La pileta tiene forma de P. Paredes y piso celestes. Borde grueso pintado de blanco.
–…
–Yo no soy peronista, eh. Pero bueno, así quedó mi pileta, qué le voy a hacer.
4/1/2014
Una clienta me regala salamines. El hecho sucede el 3 de enero, pasadas las fiestas. Bueno, mejor tarde que nunca, pienso. Más tratándose de salamines y no de sidras o panes dulces, que suelen ser regalos excluyentes, y uno la verdad que se cansa.
Llego a casa famélico y dispuesto a celebrar. El clima es de más fiesta después delas fiestas. Lo quees igual a mucho más quefiesta. Hasta que me rapta un momento de precaución y leo las fechas de vencimiento y…
Sí, los salamines están vencidos.
¿Qué hacer?
¿Devolverlos a mi clienta con un gentil “muchas gracias, estaban vencidos”? ¿Dárselos a los perros?
¿Es delito regalar alimentos vencidos? ¿O solo es delito venderlos? ¿Los perros tendrían un ataque al hígado, si los comieran?
Ante todo, reflexionar. Terminada la reflexión, como todavía no sé qué hacer, salgo a la calle, consulto. Me informan que los salamines no vencen. Nunca vencen. ¿Para qué llevan fecha de vencimiento, entonces? Mis informantes levantan los hombros y siguen su camino. A nadie le importa la salud de un piletero. Ni siquiera su muerte. Me pregunto si toda mi pequeña investigación no es una forma de evadir la responsabilidad y valentía de ir a devolverlos. Seguramente. Pero, en todo caso, gana la responsabilidad de hacerse cargo del regalo, sea lo que sea. Así que con delicadeza, saboreándolos bien (porque podrían ser los últimos), me los como.
10/1/2014
Hoy, con la empleada de un cliente que se llama Mauricio.
–El otro día me habló mal y me cansé. Yo tengo otros trabajos, no voy a querer que me traten mal. Y le dije que a partir de ahora me tenía que pagar tanto más y que si no me voy. Y me dijo que entonces hacíamos un redondeo y me pagaba así y así. Y qué redondeo ni redondeo, le digo. Me pagás lo que yo digo y se acabó, ¿o qué te pensás, que me vas a pagar lo que vos querés porque te llamás Mauricio?
17/1/2014
Me piden por sms que vaya a limpiar una pileta. No tienen crédito para llamar, escriben, ratas. Pido la dirección y en cuanto tengo un rato me acerco. Es justo a la vuelta de casa. Sospecho que son los mismos que ayer tocaron el timbre a las 10 de la noche, cuando yo no estaba, y dejaron esa notita que después la lluvia se encargó de borrar. Cuando llego, encuentro una casa casi deshecha, con telas y plásticos en las ventanas, en vez de vidrios, que se inflan con el poco viento que hay y dejan pasar música romántica a gran volumen. Hay yuyos hasta la cintura de un nene de ocho años que salta semidesnudo al sol y un par de perros (aunque quizá sean más) que ladran con miedo a que los maten a palos. Alguna vez, en el barrio, escuché decir que esta es una casa tomada. La chica que me atiende es “la hija” de la persona que me mensajeó. Es flaca y está sonriente. Tiene un mechón gris anudado con un moño sobre la coronilla. Me hace pasar por un sendero entre el pastizal. Hace años que no me llamaban de un lugar así. La chica se disculpa por el descuido general de todo lo que hay a mi paso.
–Mañana viene el jardinero –dice.
–¿Ya vino a ver el jardín? –pregunto.
–Viene en un rato.
Cuando llegamos a la pileta (completamente insalvable), veo todo con claridad extrema. Y la visión es demoledora:
El jardinero y yo estamos atados a ese lugar, días enteros, al cuidado de los perros y del niño de ocho años, que evitan ferozmente que nos vayamos. La chica toma mate en la ventana con un novio que le da besos y la hace bailar ritmos variados. Bailan muy bien, da gusto verlos. La mamá de la chica, cada tanto, envía un sms con frases de aliento para mí y para el jardinero. El trabajo es bestial y nunca lo terminamos porque es un trabajo imposible de terminar, pero hay que seguir haciéndolo. Me siento mal, y tengo muchísimo calor, dolor de cabeza y, por momentos, muchas ganas de vomitar, pero nunca vomito y, en el fondo, me alegra saber que esta familia pudo llamar a un jardinero y a un piletero, en lugar de ponerse ellos mismos a hacer todo esto con sus propias manos.
Cuando vuelvo a la realidad, estoy a punto de salir corriendo. Pero me quedo. Y de a poco la chica y yo empezamos a negociar.
23/1/2014
Veo enjambre de alguaciles. Anuncian lluvia. Entre ellos, hay dos que vuelan acoplados, muy románticos. Desde que llegué al lugar se pasean así abotonados. Y siguen igual cuando me voy. ¿Eso qué anuncia?
29/1/2014
Aparece el albañil que trabaja en la casa de una de mis clientas con un diario Clarín enrollado en la mano. Persigue al perro de mi clienta, para atarlo o para molerlo a golpes, no sé. El animal, en el último mes, se comió una maza, una amoladora y una bolsa de cemento. Y ahora está acorralado por el albañil. Pero el perro es joven y ágil y el albañil no, es tosco y veterano, así que el perro se escabulle por entre la torpeza del albañil, quien antes de resignarse por completo llega a arrojarle, con precisión (pero totalmente en vano), el diario Clarín sobre el lomo.
–Yo no sé qué piensan hacer, acá, esto no lo parás más –dice.
5/3/2014
Clienta nueva. Joven y bella. Pileta inmensa: 15 m x 7 m. En un club podría quedar justita, pero en un chalecito de la zona es eso: inmensa. 3 m de profundidad la parte honda. 1,5 m la parte baja. Medí los laterales con pasos largos. Cada paso, 1 metro. Hundí verticalmente un barral largo, lo saqué, y medí la parte que quedó mojada para saber la profundidad. Usé como medida mi mano derecha. Desde la punta del meñique hasta la punta del pulgar, 20 cm. Le voy informando a mi nueva clienta los resultados, fundamentales para calcular la cantidad de agua y las dosis de productos que habrá que usar si quiere mantenerla libre de hongos y algas y bacterias, y cristalina.
–Tenés medidas todas las partes de tu cuerpo –dice ella, sonriente.
15/3/2014
Un jardinero amigo, a propósito de clientes nuevos, me cuenta que el dueño de casa es coronel y ella (“la gorda”) hace ropa para afuera. Tres hijos. Dos varones y la del medio, una morocha de veinticuatro.
–La morochita linda –aclara–. Hace equitación. Antes tenían caballos propios, pero se los robaron.
Habla de los caballos y de equitación como si toda su vida hubiera hecho algún deporte ecuestre o como si hubiera seguido a esa morochita durante meses o años.
Reflexiono unos segundos.
–Sos un botón, eh –le digo–. ¿Sos de la SIDE, de la CIA, de qué sos?
Reflexiona.
–Soy de la sidra.
28/3/2014
Un jardinero enemigo (o ex amigo) llamado Saúl, santiagueño, compró, hace poco, un tractorcito para cortar el pasto. Un día, cuando ya las tensiones que terminaron con nuestra amistad habían destrozado casi todo entre nosotros (perdón por usar palabras tan melodramáticas, pero las relaciones entre pileteros y jardineros conducen a momentos de amor-odio bastante pasionales), lo vi tirado en la calle con el tractorcito roto y sin poder subirlo a su camioneta para llevarlo a arreglar. No dudé ni un instante. Paré, me bajé y lo ayudé. Todo sin cruzar palabra. Con una mala onda abismal.
Ahora, una chica que limpia la casa de un cliente en común, paraguaya, al preguntarle yo por qué el pasto estaba tan descuidado, me dijo que porque Saúl se había tomado vacaciones.
–Ah, ok.
–Se fue a Tucumán –dice ella, los ojos encendidos y el tono tan suave en medio de la incipiente y templada brisa otoñal.
–¿A Tucumán?
–Él es de allá, se fue a ver a la familia –dice, muy contenta, casi sonriendo.
–¿Tucumano?
–Sí, linda provincia, ¿no?
–Linda, sí. Pero Saúl es santiagueño.
–…
–Y debe pensar que a vos te va a levantar verseando con que es tucumano.
–…
–Karina, Saúl es santiagueño, y está casado, y tiene tres hijas. Karina me mira un poco desilusionada, y se va. Sé que no estuve bien. Pero Karina tiene novio, un paraguayo medio tarambana, hace changas, parece buena persona. No sé si es justo destrozar dos amores por uno que seguro muere en las primeras escaramuzas. Además, a Saúl ya le hice el favor ayudándolo con el tractorcito.
2/4/2014
Mientras camino hacia la puerta de calle del jardín de un cliente escucho, a mis espaldas, que se abre la puerta del canil. Sé que el canil aloja a un rottweiller, y también escucho, con nitidez impresionante, cómo las uñas del animal, en la corrida que me empieza a dedicar, arañan el piso de baldosas. Dos opciones, pienso: suelto mis herramientas de piletero, corro y soy despedazado unos metros más adelante, o uso las herramientas para enfrentarlo y que sea lo que mande Dios. Ninguna de las dos. Me invade la pasión jurásica. Suelto las herramientas, me encorvo, me imagino un reptil gigante, uno de los carnívoros, de los más asesinos, algo peor que lo peor de mí, y enfrento al bicho cara a cara. Grito como un demonio y creo que, en efecto, soy un demonio que ahora sería capaz de arrojar fuego por la boca. El perro me ve y se para en seco. Muestra sus dientes, pero no gruñe. Está mudo, o estoy sordo. Cierra la boca. Se relame. Babea. Da media vuelta y vuelve al canil. Si sus patas le permitieran cerrar la puerta con traba lo haría. Yo también levanto mis herramientas y me voy. En la puerta, al salir, mi cliente se acerca y me paga y me pregunta si está todo bien (se ve que algo escuchó).
–Todo perfecto –digo.
10/4/2014
Daba vueltas alrededor de una de esas piletas hechas tripa que me está tocando limpiar esta semana, tras la tormenta, y ella (clienta nueva) me hablaba y me hablaba y me hablaba. Entonces una inocente abeja se posa sobre mi mano izquierda, que sostenía el barral del barrefondo, y antes de que yo alcance a espantarla, se escurre entre los dedos y queda como ahogada entre el barral y mi mano. Zumba un poco agónica durante un rato, pero no pica. Quizá pica al barral, o prioriza encontrar la salida. Al final, sale, cae al piso, justo al lado de mi ojota, y entonces sí, la aplasto.
–¿Qué hiciste? –dice mi clienta.
–…
–No hagas eso.
–…
–Están en extinción.
–…
–Si ellas se extinguen, nosotros también nos extinguimos.

Félix Bruzzone (Buenos Aires, 1976) estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, da talleres literarios y trabaja limpiando piletas de natación. En 2008 editó el libro de cuentos “76”, por Editorial Tamarisco, un sello fundado en 2006 por él mismo y otros tres narradores, dedicado a publicar primeras obras. En 2008 también publicó su primera novela, “Los topos”, por Random House Mondadori, y en 2010 la segunda, “Barrefondo”. Sus libros fueron traducidos en Francia y Alemania, donde en 2010 recibió el premio Anna Seghers. Desde hace un tiempo, trabaja en un proyecto sobre los alrededores de Campo de Mayo, la mayor guarnición militar de Argentina.
Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.
La imagen que ilustra el texto, como muchos ya sabrán, es un fotograma de La ciénaga, película de Lucrecia Martel.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero