Regresa uno de los colaboradores más habituales de la revista, Antonio Báez, con un nuevo relato completamente inédito que pone a disposición de nuestros lectores, cargado de ecos literarios y del sentido del humor al que nos tiene acostumbrados.
Hay que irse atrás en el tiempo. Allí una mujer irritada coge a un hombre por el cuello y sus manos dan con el tejido de un jersey de cuello vuelto, parece un chiste, pero no lo es, es más bien un suceso que usted podrá leer pronto donde sea. Le clava las uñas, pero las uñas se clavan en la lana y hacen que la lana chirríe. El padre de la mujer fue marino, el hermano de la mujer también, y el hermano del padre, o sea, el tío de la mujer también, todos marineros, pero fuera del barco no lo parecían, ni fumaban en pipa ni tenían una barba de lobo de mar, de hecho eran despeluchados y canijos; las de su familia eran mujeres acostumbradas a hombres ausentes, a padres, hermanos, hijos que nunca estaban cuando les hacían falta, se entendía como natural; la mujer dice ahora, al cabo de los años, cuando ya el pelo lo tiene blanco bajo el tinte: me casé con el mecánico de un mercante, un muchacho al que conocía de toda la vida y que jamás me había hablado hasta que un día me sacó en un baile de las fiestas del pueblo. ¿Qué pueblo? Sí, sí, este mismo pueblo. Se lo está contando a un hombre que le recuerda al que al inicio de este relato coge del cuello con rabia, la mujer busca parecidos entre los hombres que ha conocido en el pasado y los que conoce en el presente. Sabemos que esta historia la mujer la ha contado en infinidad de ocasiones, la mujer es ya bastante mayor, me atrevería a decir que tiene cincuenta y cinco años por lo menos, y se cura de la soledad pegando la hebra con quien sea, a los mismos turistas que se alojan en la casa rural, vivíamos en este mismo puerto, que era también cuna de carteristas que exportábamos a las principales capitales del mundo, oficio para aquellos que se mareaban en una cubierta, imagínese usted la de hombres con los que desde la infancia me crucé en mi camino, todos sin excepción me parecían atractivos e interesantes, uno por los brazos llenos de tatuajes y la mutilación de una mano, me gustaba mirarle el muñón liso, con esa pinta que se le puso de ser como el pito de un hombre más gordo, otro por el pecho bronceado y sudoroso con ese olor fuerte, había uno que me gustaba porque parecía reírse de todo lo que le rodeaba y un día lloró viendo cualquier pamplina en la tele, estaba otro que bebía como un cosaco y conseguía mantenerse en pie mientras sus competidores se derrumbaban dentro del cerco de sus propios vómitos, me acuerdo de uno que escribía una carta en un rincón, siempre la misma carta, nunca la echaba, la tenía ya escrita pero él la seguía escribiendo, a saber a quién se la querría mandar, y el que quería pellizcar a toda costa a las mujeres y se salía con la suya, luego nos pedía que le enseñáramos el cardenal. Más o menos la mujer dijo eso pero la forma de decirlo quizás fue otra, yo no sabría escribir como aquella mujer hablaba, haré lo que pueda por contar esta historia. La mujer decidió abrir una taberna; si de aquí no he de moverme, me dije, se dijo, haré todo lo posible para que mi vida sea entretenida. Entonces no era como ahora para las mujeres, que podéis dedicaros a lo que os dé la gana, que por un pellizco ahora aquel tipo iría a la cárcel, y no digo yo que eso no esté bien, no, no se me entienda mal. Voy a contar algo que debería ser un secreto, aunque ya se lo conté una vez a alguien pensando que nunca hallaría a nadie más con quien poder compartir esta historia, pero, mira, tú cámbiame el nombre y como nadie de la familia va a leer el cuento que escribas, pues ya está, qué más da, a tus lectores puede gustarle. El caso es que el marido pasaba meses fuera y cuando regresaba lo que quería era preñarme, pero algo le debía ir mal, porque no lo conseguía. No le gustaba que yo estuviese en la taberna, de sobra sabía él cómo se las gastaban los marinos cuando llegaban a puerto. Me di cuenta enseguida. Tuve que aceptar a su hermana, a la tía Angelines, en la taberna, supongo que entre ambos el plan era el de vigilarme. El marido sufrió todo tipo de penalidades en el mar desde muy joven, las condiciones de vida del mecánico dentro del barco eran de las más duras. Tampoco se privó de los placeres que ofrece el andar sin ataduras de un lado al otro del mundo. La tía cayó en las redes de un charlatán que cada vez que venía al pueblo le prometía que la iba a llevar con él a América y que iban a vivir en Nueva York. Eso sí, entre promesa y promesa se la iba ventilando. Como has visto la tía se ha hecho vieja en este pueblo criando a sus hijos y sufriendo con un marido borracho y maltratador, hasta que cayó por la borda del barco en el que iba para pelar patatas y limpiar la mierda de los otros marineros; el mar se lo tragó, seguro que lo escupió en alguna parte, como el bocado indigesto que era, pero nadie lo encontró nunca, a la tía Angelines se le reblandeció el seso y esa tragedia común a los marineros de desaparecer en el mar parece que le lavó y le limpió la memoria de los sufrimientos que el cabronazo le causó, ella verá, yo no me he olvidado; sus hijos no le han salido mejores, están presos en cárceles distintas en no sé ni qué países, la verdad es que la pobre se mereció siempre otra suerte, por eso quiero que hagamos el viaje a Nueva York, la ciudad de sus sueños, ella no quiere ir, pero lo que no sabe es que yo ya tengo los billetes del avión, somos dos mujeres sin ataduras, podemos hacer lo que nos salga del mismísimo. Pues bien, al final sí que se quedó embarazada la mujer: en un permiso del marido, cuando ya habían perdido todas las esperanzas. Tuvo a una preciosidad de niña, con mis mismos ojos, decía el marido, estaba tan contento, tan feliz que todo el mundo se lo decía: Paco, esa niña te ha cambiado, te ha hecho un hombre nuevo. Y es que él siempre había tenido un poso de tristeza que que rayaba en una siniestra amargura, que le venía de la sangre familiar; un par de primos suyos se habían ahorcado, la profesión tampoco le ayudaba a levantar el ánimo. Las mujeres de los otros marineros no la tenían en mucha estima, ellas se dedicaban a las labores de la casa, al marisqueo, al cuidado de los hijos. Levantaron un montón de rumores por todo el pueblo sobre el infructuoso romance de la tía Angelines y sobre la mujer que relata todo esto, que si ella había cambiado de amante ya varias veces, que iba de uno en otro, que lo único que quería era que alguno la sacase de Burruburruela (este es el nombre del pueblo aquí, en otras partes es otro, así como la tía Angelines ha sido llamada Adela por uno que también quiso meter el cazo) y que así no estaba para tener los ojos puestos en ninguna vigilancia, que si el hijo que la mujer esperaba no era de su marido, y todo lo que en sus muchas horas de aburrimiento y soledad conyugal se les ocurría. La mujer se lo cuenta a un turista que se ha detenido a sacar una postal del expositor, la mujer, que a todas luces no está bien, le dice: al principio al marido conmigo le costaba mucho aguantarse, era tenerla yo dentro y ya se había ido. No sé si era cosa que le hubiera pasado siempre o con otras mujeres, porque del tema no quería hablar, no me aguantaba ni un minuto y eso le duraría un par de años o tres. Yo me pasaba meses sin verlo y cuando llegaba, en un par de semanas que estuviese, sí es verdad que lo hacíamos a diario, pero de esa manera rápida en la que tan pronto se me había montado encima como de repente lo tenía tumbado al lado, como si aquello fuese lo más normal del mundo. El turista se pone nervioso, quiere pagar la postal y marcharse, la mujer que le habla podría seguir hablándole con toda impudicia durante un buen rato más, pero ya hay otros turistas atentos a lo que la mujer dice y el hombre está abochornado por ser su interlocutor. De una de esas se quedó de la niña, que tenía los ojos del marido. Pero también es verdad que los ojos de la niña eran como los de un hojalatero afilador que pasaba cada dos semanas por el pueblo. En cuanto lo vi sus ojos me parecieron tan hermosos como los de mi marido, más o menos le dice la mujer a otro turista, si no con estas palabras, con unas parecidas, y tan iguales que me pareció que nunca hallaría otros así. El hojalatero aguantaba lo que no estaba escrito, me acababa moliendo los riñones, pero al final lo que hacíamos me gustaba. Era un marino de secano, iba de puerto en puerto desde el interior y supongo que yo no era su única aventura. Nunca le dije, por supuesto, que había tenido una hija suya. Con el tiempo al marido se le arregló lo suyo o lo arregló él con algún remedio; luego la mujer leyó que esos trastornos, como lo llamaban en el consultorio de una revista, eran más psicológicos que físicos. No tuvo más hijos, pero no fue ni por ganas ni por oportunidades, porque volvió a tener, que nosotros sepamos, dos amantes más. El marido naufragó y se perdió en el mar, estuvo una semana a la deriva en una balsa y cuando lo encontraron desvariaba; regresó a casa y aquí le contó a la mujer un montón de historias a lo largo de varios días, en los que fingió que no sabía quién era ella, o realmente no lo sabía, así que usando su mismo método ella le contó unas cuantas también, como si tampoco supiese quién era él; quizás esa fue la manera que tuvieron de decirse quiénes eran, lo que no habían hecho hasta entonces en los más o menos breves periodos que él había pasado en casa, y por supuesto no nos referimos aquí ahora a los enredos de cama que se traían el uno y la otra. La vergüenza había sido hasta ese momento un componente esencial en su relación y ello les había impedido tratarse como dos personas que tenían intimidad. La mujer no necesitaba la intimidad con el hojalatero, pero sí con el marido. Ese fue el comienzo real de su matrimonio. Llevaban ya casados cerca de diez años. Voy a contar ahora las otras dos aventuras de la mujer que me faltan. Una fue con el médico, con don Valerio, que estaba viudo. Él le enseñó cosas que ella no sabía. Al principio muchas de ellas le daban asco, luego se fue dando cuenta de que el asco y el deseo no andaban lejos el uno del otro. A don Valerio, otro narrador lo llama por el apellido, el doctor Antúnez, le costó que se entregase como él quería. Como era un medicucho presumía de tener grandes conocimientos anatómicos y de saber ir a las fuentes del placer, la cursilada de la expresión era suya: le fue enseñando grabados en algunos libros, aquellas cochinadas eran deliciosas, pero la mujer no quería admitirlo, con esta frase entramos en las dos cabezas de los dos amantes. La primera vez al chupársela le dieron arcadas, aquello que servía para mear era sin embargo un instrumento de gusto y de conocimiento, él también chupó lo de ella. La mujer ha llamado a un consultorio sexual de la radio a las tres de la madrugada en pleno calentón de corazones solitarios: A don Valerio, que tan formal pasaba consulta por las mañanas en el dispensario, le gustaba cada cosa que hasta hacía poco eran inimaginables para mí. Paco, mi marido, era lo de siempre, un mete saca y fuera; yo me preguntaba si conocía o no aquello y si es que lo hacía así con otras. En cierta ocasión la mujer se atrevió y se bajó al pilón. Les dice a los radioyentes: Me llené la boca, subí arriba y dejé que la leche me chorreara. Paco me pegó una guantá y eso me puso como una perra. Paco no era un hombre violento pero durante las dos semanas que pasó en aquella ocasión de permiso en casa me dio tantos azotes que yo me meaba de gusto. Cada vez que me golpeaba me subían como ardores de estómago pero desde el coño. Sí, hijas, desde ahí. La mujer ahora se dirige a mí, el último tramo del cuento es para sus palabras, aunque no sean sus palabras, pero sí unas aproximadas: ah, me gusta mucho el nombre que me has puesto en tu cuento y me gusta también la historia que me has contado sobre ese nombre. A mí Penélope ya me sonaba, creo que de alguna canción oída en la radio, pero no sabía mucho más. Esa mujer rodeada de pretendientes esquivándolos a todos para mantenerse fiel a su marido, que no termina de regresar de sus cosas en el mar. Sí que me identifico bastante con ella. Tus lectores dirán que yo no le fui fiel a Paco, que no le guardé las ausencias. No me dio por coser y descoser una colcha, es verdad. Del hojalatero un buen día dejé de saber, al cabo del tiempo me llegaron noticias, también el mar se lo tragó. Una riada lo arrastró en la bicicleta con la que transportaba su negocio de puerto en puerto. Encontraron la bicicleta, sus cachivaches, hasta la piedra de afilar que llevaba apareció, pero de él ni rastro. Don Valerio acabó trasladándose a la capital; todavía durante los primeros meses vino a verme en alguna ocasión, pero la ciudad debió de ofrecerle suficientes distracciones como para que poco a poco se fuese olvidando de su voluntariosa aprendiz. Tengo de él el más dulce de los recuerdos y un agradecimiento muy grande, porque sus enseñanzas nos hicieron mucho bien; Paco me terminó amando como ningún otro hombre lo hizo y a mí me pasó lo mismo con él; sin él mi vida hubiese sido un ir dando tumbos de un lado a otro sin moverme de aquí, pues se impuso como el amante que venía del mar, por encima de las aventuras que tuve en tierra. Mi tercera aventura fue de lo más curiosa. Yo tenía ya más que saciada mi curiosidad y la relación con mi marido era buena, con los altibajos propios de dos caracteres y personalidades que se tienen que enfrentar, acoplar y adaptar, y además se ven unas cuantas semanas al año. Una noche de verano después del cierre de la taberna no quise volver directamente a casa y di un paseo hasta las afueras del pueblo y acabé en la playa dándome un baño. Cuando estaba nadando llegó un grupo de chicos y chicas, se desnudaron y se lanzaron al agua; a mí me daba vergüenza salir porque también estaba desnuda (hay quien piensa que me debí meter en el agua en bañador) pero mi cuerpo ya no era como el de ellos; no me hacía gracia mostrarles mis redondeces, mi culo blanco a la luz de la luna, pero no me quedó otra. En fin, cuando me vestía descubrí que había un chico que no se había metido en el agua. Me habló con total naturalidad. Me dijo que estaban acampados cerca, en un prado, y que pasarían varios días en el pueblo actuando, eran artistas de circo callejeros, no tenían carpa y actuaban en la calle. Lo invité a ir con sus amigos a la taberna al día siguiente y aparecieron por allí varias noches. El muchacho era muy simpático, esperaba a que la taberna se quedara vacía y me acompañaba a casa; yo le conté de mi marido, y su naturalidad y confianza hizo que se me escapara también lo de los otros. Se rió mucho, yo no esperaba que una confesión de ese tipo pudiese ser recibida por alguien con risas, así que acabé riendo también y lo besé, le di un beso en la boca entre risas y entre risas nos desnudamos: no me avergoncé de mi cuerpo, no fue la mejor relación de todas las que tuve, pero me dejó un recuerdo que me ha hecho reír mucho a lo largo de todos estos años. El día que se marcharon vino a despedirse a la taberna. Y acabamos riendo ante la envidia de todos los parroquianos que nos rodeaban y nos miraban muertos de celos.
Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
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