La editorial Pre-Textos lleva años reuniendo en la colección Cosmópolis libros sobre ciudades, recorridos que transitan entre la guía de viajes y el texto literario, entre los que se encuentra la particular mirada del poeta argentino Miguel Ángel Petrecca, especializado en la traducción de poesía china, sobre Pekín. Edgardo Scott disecciona ese baedeker escrito al sesgo.

 

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“Me perdía en Pekín como podía perderme en cualquier otra ciudad. La diferencia estaba en la forma de esa deriva.” En verdad, ahí Petrecca captura no tanto el extravío como la voluntad de extravío. O la pulsión de extravío. Y esa voluntad o pulsión –sinónimos de la libertad– es idéntica en cualquier ciudad, en cualquier parte del mundo, en cualquier lado. Sin embargo, no así la forma. La forma es siempre misteriosa, particular. Y Pekín, para Petrecca, es sobre todo una forma. Por ejemplo, seguido a esa frase, Petrecca observa que “los cafés o las casas de té, en Pekín, con frecuencia están de espaldas a la calle, miran hacia adentro.” Tan distintos de los cafés porteños o de las terraces de los cafés de París. Entonces es en ese contrapunto entre universales y particulares, donde la crónica de Petrecca –como toda crónica– encuentra su gracia. “La ciudad –cito– negaba el punto de vista inmóvil.” Y antes: “la observación de la ciudad quedaba así, de un modo forzoso, asociada al movimiento.” Una vez más, en ese apunte, en esa observación, se pueden reconocer las diferentes tradiciones y filosofías de dos miradas que se encuentran.

 

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Las contadas e imprescindibles imágenes de Pekín que decide mostrar, imprimir Petrecca, como, de alguna forma, parte del texto, escritura y relato del libro, me recordaron y me hicieron sentir algo muy similar a las imágenes de los libros de W. G. Sebald, probablemente el último gran cronista de viaje, y a su vez, el último gran escritor europeo. En ese discreto muestrario de fotografías en blanco y negro que interrumpen o dividen los párrafos hay algo completamente ambiental. O en realidad musical. Anímico. Como si aquellas imágenes fueran menos ilustrativas o documentales de lo narrado y escrito que la música adecuada y silenciosa –como aquellos 4´33´´ de John Cage– para escuchar mientras se lee Pekín. Fuimos acostumbrados a musicalizar imágenes y también palabras. Pero por qué las imágenes no podrían funcionar como música. Música funcional. Imágenes funcionales. Las imágenes se integran como variables y condiciones de una escena, en este caso de una escena de lectura. De una escena de Pekín. Finalmente, esa integración sensorial y conceptual es la que realizan los ideogramas chinos.

 

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Algo que se agradece en la lectura de Pekín es que a la vez y a pesar de la crónica detallada, atenta y amorosa de la ciudad, justamente el misterio y la fascinación por la ciudad queden intactos. O incluso se acrecienten. Aunque después de leer Pekín nos demos una mejor idea de la colina de carbón, del parque del templo del cielo, o de la ciudad prohibida, siguen y seguirán siendo lugares y nombres míticos, que saben seducirnos para que viajemos por fin a China, y sobre todo, para que sigamos leyendo e imaginando esos lugares, seguir leyendo e imaginando aquellos míticos nombres propios.

 

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La política ingresa en Pekín sin anunciarse, como una cosa más, como un detalle más que Petrecca observa si por algún motivo es necesario observar. Por lo general se deja ver en los múltiples cambios de la ciudad a lo largo del siglo XX. O cuando dice, como al pasar: “Debajo del asfalto persiste todavía hoy un laberinto de kilómetros de túneles que los pekineses cavaron con sus propias manos a lo largo de diez años, entre las décadas del sesenta y setenta, cuando la posibilidad de una guerra con la URSS convenció a Mao de la necesidad de construir un refugio nuclear”. Pero en verdad la política y la ideología funcionan con la lógica –metáfora gastada y tan efectiva e insistente– del iceberg; otorgándole a Pekín el contrapeso tremendo a toda su iconografía de, justamente, legendario cuento chino. Si la crónica de Petrecca nunca podría ni podrá ser eso, nunca podría deslizarse hacia el ensueño que tantas veces el trato con oriente nos tiene acostumbrados, quizá sea porque además de su unánime color rojo en toda la portada, la política y la ideología, la cruel y terrible y perpetua guerra de los hombres, está por abajo y por arriba, por todos lados, pero invisible, solamente otorgando luz y sombra, relieve y profundidad, a cada excursión, a cada paseo.

 

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Pero siempre hay motivos –razones íntimas– que aproximan o alejan los libros. Y que si tenemos suerte los descubrimos o confirmamos al leerlos. Mi primer libro, el primer libro que leí (o mejor, que intenté leer, no que me leyeron, no que leí como se lee cualquiera de los libritos ilustrados infantiles, o como se leen los manuales del colegio) fue Marco Polo. Los viajes de Marco Polo. Leer es siempre intentar leer porque leer es incorporar, revelar, descifrar y descifrarse. El primer libro entonces fueron Los viajes de Marco Polo. Esos venecianos, esa familia de hombres que viajaban con misivas y decisiones por parte de reyes y cortes que desaparecían al partir o desaparecían al llegar. Los viajes antes eran largas travesías. No podían no pertenecer al género de la épica o de la novela de aventuras. Aquel tiempo era más que nunca un espacio. Lo que quiero decir es que yo sabía que Petrecca era editor, librero, poeta y todo eso me entusiasmaba para leer –intentar leer– sus viajes y estadías en Pekín. Pero faltaba algo clave. Algo que había olvidado, algo que debía olvidar necesariamente: ese lejano pero irreversible, irremediable primer libro. Debía olvidarlo para encontrarlo cifrado en este otro. Cito: “También hay un arte que consiste en elegir el lugar donde nos sorprenderá la oscuridad, el lugar donde esperar, como un espectador, la caída de la noche. Para mí ese lugar era, muchas veces, la plaza entre la Torre del reloj y la del tambor, donde al atardecer los vecinos se sientan a charlar, a caminar en círculos o a hacer gimnasia, esa era la hora en que en la época de Marco Polo, la enorme campana de la torre del reloj sonaba tres veces para indicar el cierre de las puertas de la ciudad. Me gustaba estar ahí en ese instante y pensar en la proximidad de esa enorme campana silenciosa.”

 

 

Edgardo Scott

Edgardo Scott (Lanús, 1978) fue fundador e integrante del Grupo Alejandría, grupo que en 2005 inició en Buenos Aires el movimiento de lecturas y ciclos literarios en narrativa. Publicó la nouvelle No basta que mires, no basta que creas (2008); el libro de cuentos Los refugios (2010), la novela El exceso (2012), y el libro de ensayo Caminantes. Flȃneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos (2017). Es traductor, editor de Clubcinco editores y colabora con artículos de crítica literaria en La Nación, Eterna cadencia, Otra parte e Inrockuptibles. Actualmente vive en Francia. En julio se publicó Luto, su nueva novela, por Planeta-Emecé.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.