Las tensiones entre la historiografía y la ficción están en el mismo origen de dos géneros que comparten tanto su condición ficcional como su vocación histórica. Lo que sucede es que no siempre los autores saben reconocer las lindes de cada terreno de cultivo.

Para Víctor

Mi editor dice que la raza no mejora, que la vida empeora por culpa de Netflix, mi editor dice que las series han transformado al lector, que ya no se lee lo que antes, que estamos llamados a desaparecer. Mi editor dice que las series nos han cambiado, que ya no se atiende ni se pueden contar cosas profundas. Mi editor me dice que va a cerrar la editorial, que ya a nadie interesan los textos ambiciosos. Y yo le digo que quizás haya que adaptarse a los nuevos tiempos, y hacer libros que parezcan profundos para los que ven series. Pero no sé si merece la pena discutir con mi editor. Así que, como no sé qué decirle, le escribo estas líneas como una respuesta camuflada (que debe ser leída con la batida con la que cantaba João Gilberto la canción que he adaptado libremente a mis circunstancias), porque creo que he encontrado la solución al dilema. O al menos una posible solución: la literatura de Éric Vuillard, que ni es Historia ni es novela, pero que parece gustarle a todos, como las series. Tampoco quiero exagerar, he leído apenas dos libros de Vuillard, L’ordre du jour (El orden del día) y 14 julliet (14 de julio), ambas traducidas al castellano en Tusquets. Y con los dos tuve la misma sensación: no son novelas en sí, sino tapices narrativos, que reutilizan materiales históricos más o menos contrastados, pero siempre de forma interesada –fatalmente ideológica– sin ser consciente de las consecuencias de ese desvío de los materiales desde sus conclusiones. O, peor aún, siendo perfectamente consciente de ello pero ignorándolo a conciencia, y, lo que es peor, ofreciendo una novela como un texto historiográfico, lo que, usando el dicho que tantas veces repetía mi abuela, es dar gato por liebre. En España tenemos ya una tradición extensa al respecto con Javier Cercas, que hace exactamente lo mismo de un tiempo a esta parte, una reescritura de las Historia por otros medios, el de la leyenda y el mito que son el terreno de la ficción en la que él se mueve. Pero quiere ser respetado como historiador, y ahí es donde comienzan los desajustes. La misma ficción moderna, en el Lazarillo y el Quijote, surge de la discusión dialéctica entre lo ficticio y lo real, pero no debe olvidar el modo en que esta es presentada. El Quijote pivota en torno a la relación entre la realidad y el deseo, pero jamás pretende ofrecerse ante el lector como documento. El Lazarillo, en ese sentido era más moderno si cabe, pero se hace obligado leer esa coyuntura atendiendo a la anonimia del autor y la voluntad de abierta sátira social del texto. Otro tema es escudarse en la ficción para lanzar hipótesis sobre la Historia y pretender que sean entendidas como verdades incuestionables. El gran lastre de la ficción reciente de Cercas es que no es más que ficción y parece no querer asumirlo. El lastre de Vuillard, que es mucho más dinámico que Cercas en lo tocante a narratividad, y sobre todo en haber asimilado las propuestas de Calvino para este milenio, parece ser el mismo, y así lo ha señalado con acierto Robert Paxton en un texto publicado en The New York Review of Books. La literatura, por supuesto, puede interpretar la realidad, incluso deformarla, la Historia pretende explicarla, desentrañarla, y aunque, siendo como es una rama de la ficción, cosa que los historiadores son renuentes a aceptar, está lastrada por esa misma condición sesgada, al menos se legitima en la exposición de datos que refrenden sus teorías, cosa que no necesita hacer la ficción. Hasta ahí todo bien y no hay nada que discutir si todos usamos la cabeza. El problema viene dado por la tendencia, acaso comprensible pero condenable, a considerar que la ficción de uno debe ser la ficción que aceptamos todos. Vuillard, como Cercas, ha caído en esa trampa, y Paxton, sencillamente, se lo ha señalado. Paxton, sobre todo, se ciñe al episodio inicial de L’ordre du jour, donde Vuillard presenta una reunión entre los veinticuatro dirigentes de las principales empresas y bancos alemanes y el futuro canciller alemán, Goering. Como señala Paxton, con datos, no fue el partido nazi el más beneficiado por la financiación de las grandes fortunas del país, sino otros partidos de derecha y, sobre todo, antimarxistas. Siempre ha sido así, no es nada moderno que los poderes fácticos apoyan, con dinero si lo tienen y si no por otros medios, a los que pretenden frenar a los hipotéticos elementos desestabilizadores del statu quo. No hay nada falso en lo que Vuillard dice, pero, como bien señala Paxton, oculta parte de los datos. Habría bastado con decir que los empresarios mantienen con Goering el tipo de reuniones que han venido manteniendo con tantos otros líderes políticos. Pero no se ha dicho, y el no hacerlo la pretendida ficción pulcramente documentada queda así cuestionada. Las relaciones entre la ficción individual y subjetiva y la común o consensuada son así de sutiles y delicadas. Esto es algo más evidente si cabe en 14 Juillet, sobre todo porque al narrar hechos sucedidos hace más de doscientos años, parece que asumimos, como lectores, con mayor liberalidad la invención del autor o, dicho de otro modo, entendemos que ante la mayor proliferación de lagunas documentales, parece más lícito rellenar esos huecos con los elementos ficcionales que estime el autor oportuno. Lo que en la novela sobre el alzamiento revolucionario parece sin género de dudas panegírico progresista y mitificación de unas circunstancias históricas, en L’ordre du jour parece una relectura interesada, Paxton dijo opinionated, que Vuillard leyó como dogmátique, por lo que se empleó en una carta en la defensa de su perspectiva y métodos a la hora de recurrir a la Historia. Habría sido mucho más sencillo imitar a Paxton, señalar que una crítica historicista a un texto ficcional tiene el mismo sentido que mandar a la mascota enferma a un mecánico, pero al admitir el diagnóstico del mecánico asumió, de modo ingenuo, la crítica de Paxton. Y, por lo tanto, tiene que asumir la escueta y seca respuesta final de Paxton en toda esta controversia, donde viene a decir a Vuillard que su libro es fallido, que caerá en el olvido y todo eso sucederá por ser falaz. Ese suele ser siempre el resultado de estas pendencias entre literatos e historiadores, que parecen sacadas de un cuento de Borges, quizás de uno tan menor y al mismo tiempo tan afilado como Guayaquil, donde es el narcisismo autoral lo que termina inclinando la balanza hacia el erudito historiográfico. Lo que termina, siempre, por perder al narrador es su anhelo de escribir la Historia, reconocerle un estatus privilegiado a los herederos de Tito Livio y Tácito, olvidando que su linaje es más cercano al de Homero y Virgilio. Y, claro, cuando uno pierde los papeles, termina pagando un alto precio.

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.

Perengano: todavía menos que fulano, mengano o zutano.