Una niña es arrastrada primero por su madre y después por un extraño y viejo pianista en una huida sin destino aparente. ¿De qué huyen? ¿Quién los amenaza? ¿Qué ocurrirá cuando, veinticinco años después, vuelvan a encontrarse? Paranoica Fierita es la nueva novela del escritor, cineasta y músico Miguel Ángel Maya (Madrid, 1978). Su mundo de tintes góticos y circenses está recorrido por personajes marcados por la violencia y los secretos. Esta novela breve, estructurada a partir de dos voces narrativas, encierra misterios que se reflejan incluso en el propio diseño interior del libro: fundidos a negro, escenas atisbadas por el ojo de una cerradura, un final impactante e incluso una lista de Spotify con la banda sonora de sus páginas. Un poco antes de que llegue a todas las librerías, gracias a la cortesía de la editorial podemos compartir un adelanto de la novela para los curiosos lectores de penúltiMa, siempre interesados en la literatura más arriesgada.
Que no recuerdo nada, digo. A través de la ventana apenas se vislumbra la noche terminal, vacía, el silencio. Mi reflejo estampado sobre la silueta de los edificios lejanos. Al fondo, las primeras luces, titubeantes todavía. Algo ha pasado, sí, pero no sé exactamente qué.
Me duele la mano, las costillas, el hombro, las encías. Tengo heridas inexplicables, algunas de ellas tienen sangre seca y escuecen. La mandíbula me cruje. No llevo el calcetín del pie derecho. El del pie izquierdo está mojado. Tampoco llevo bragas debajo de la ropa despareja: el vestido, la camisa de verano, el jersey de invierno, la lana, en mi espalda, empapada por el agua fría que chorrea de mi pelo, como mi frente y mis sienes. Las gotas frías se adentran en las heridas de mis pómulos, diluyen la sangre coagulada. Mi espinazo se eriza cada vez que lo recorre una gota helada. El agua, la sangre coagulada como reminiscencia de qué, me pregunto. Intento remontarme al origen de todo esto, pero en el origen solo hay un onírico agujero negro, un inmenso ruido infinito y confuso. Lo que sea que haya pasado es inalcanzable para mí.
Ellos intentan ilustrar mis vacíos de memoria mostrándome las fotografías que el forense ha tomado de la escena. Son espeluznantes, terribles. Hay mucha sangre turbia y un cuerpo con la cabeza destrozada. Pero no hallo la más mínima relación entre ellas y yo. Eso les digo, aturdida, mirando mi reflejo triste en el cristal tintado. Por los resquicios negros de cada vacío de memoria y de cada pregunta se pueden adentrar las dudas. Las dudas de que esté equivocada, de que mi «locura» también esté detrás de esto, pero no alcanzo a explicarlo porque mis recuerdos son gusanos luchando por no ahogarse en una acequia de agua sucia.
Los gusanos: el sacrificio de un carnero a los pies del árbol del que, tiempo después, se colgaría mi padre; las fotos de los parques de atracciones abandonados —el Takakonuma Greenland, en Tokio; el Spreepark, en el antiguo Berlín oriental; el Chippewa Lake Park, en Cleveland; el Splendid China, en Florida; el parque de atracciones de Pripyat, la ciudad fantasma, intacta desde el accidente nuclear de aquel abril del 86—; la casa de los manglares; el punzón con el que hería la madera de la mesa intentando dibujar las teclas del piano en el psiquiátrico; la observación metódica de los cerdos comiendo; las caravanas calcinadas; las jaulas con las bestias moribundas, aferrándose a la vida; la silenciosa ciudad abandonada; la fantasma danzalenta de los barcos desamarrados, el entrechocar aleatorio de aquellas cáscaras gigantes oxidadas en la quietud espesa de las aguas podridas del puerto; el asfixiante ruido que formaban las palabras que pretendían sepultar lo que había pasado; los murmullos celados, pegajosos, tras las paredes; el dolor infectándose y convirtiéndose en cieno.
Enjambre de recuerdos inconexos que zumban y duelen. Recuerdos que no parecen pertenecerme, que en nada tienen que ver con estas fotografías forenses que supuestamente me implican.
Teníamos que haber extirpado esta historia cuando empezaba a germinar, cuando era apenas una inofensiva bestia recién nacida que ya balbuceaba gruñidos.
Pero nadie quiso.
Por eso ahora esto, tan a destiempo, tan oscuro.
Me lanzan preguntas. Son cuchillos, las preguntas, que buscan clavarse en mi carne y en mi cuerpo, pero no me encuentran porque de mi boca ni una sola respuesta sale, ni un solo recuerdo se escapa. Los mastico hasta que se convierten en arena e intento tragármela. Nada de escupirla para que caiga al suelo y se retuerza como un insecto moribundo que ellos puedan cazar y meter en un bote que sirva como prueba. Los cuchillos pasan zumbando cerca de mis oídos, entre mis piernas y entre mis dedos, incluso entre todos estos recuerdos sin sentido que se me vienen a la cabeza. Se van clavando a mi alrededor, huérfanos de mis respuestas. La arena es corrosiva en el cielo de la boca. Las palabras y los recuerdos van por separado. Mastico la arena. La mastico y la trago como puedo. Quieren transcribir y traducir todo lo que no puedo tragar. Quieren analizarlo y diseccionarlo, como si fuera una ballena varada en la playa, antes de que se descomponga y convierta el aire en irrespirable, por eso no puedo permitirme el más mínimo paso en falso. Quieren que yo sola me enrede en mis propias palabras. Quieren que yo sola diga que sí, que son culpa mía esos ojos inertes reventados y deformes y esa cabeza ensangrentada y abombada. Pero yo no caigo en la trampa. Ya caí una vez.
He visto muchas veces la cinta VHS. Un circo antiguo. Mamá joven. Atada por las muñecas y los tobillos en la ruleta que da vueltas. Y el lanzador de cuchillos Liebegott, con su estrafalario traje de lentejuelas, la barba de cabra, la venda en los ojos, lanzando cuchillos que se clavan a pocos centímetros de sus manos, de sus piernas, de su sexo, de su cuello, de su cabeza. También he visto alguno de los espectáculos de magia del mago Kapoor, con esos personajes inertes movidos mediante cables, contrapesos, motores, palancas, brazos, piezas y mecanismos, bizarras marionetas que usa en sus espectáculos de magia y a las que trata con dulzura y violencia, como si fueran los hijos que nunca ha tenido y que nunca ha podido devorar ni herir ni perdonar. Mamá también aparece en uno de los números de Kapoor: ese en el que se mete en una caja y una de las marionetas la corta en dos pedazos.
Miguel Ángel Maya (1978) Ha publicado las novelas Últimas 2 horas y 58 minutos (Lengua de Trapo, 2008, Premio Cajamadrid de Narrativa 2008) y El hombre que decía haber salvado a Rebeca B. (Editorial Alegoría, 2013), varios poemarios y proyectos de literatura digital, y el guion de radio-ficción Los gatos, Premio RNE Historias de miedo 2011.
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